¡Magnifica orgía de cámaras la que se puede ver en las grandes ciudades europeas! Qué placer enfrentarse a esa performance de voyeurs estatales, donde es inútil buscar refugio al Gran Hermano. Es una sensación de seguridad tan encalabrinada, que quisiera uno ir con la cartera a reventar de billetes colgada por un anzuelo en la pechera de la camisa, y el reloj sin abrochar del todo. Colgón. Socializado por confianza.
La privacidad es un capricho católico y hace tiempo que Europa se ha dejado cabalgar por calvinistas y protestantes. Los mismos que reniegan de cortinas y persianas, porque, vamos a ver, menudo mal gusto ponerle las cosas chungas a Dios forzándolo a espiarnos a través de las celosías. El señor, digan lo que digan, tiene un ramalazo muy hispano, siendo como es fan del cotilleo en masa. Y la globalización nos ha metido con calzador a sus beatos más comprometidos. Los que defienden el cacheo global al servicio de un Argos Panoptes (gigante de los cien ojos en la mitología griega), controlado por gobiernos y empresas privadas.
Claro que el debate entre seguridad y libertad es tan viejo como las cuevas y las vallas. Pero supongo que la gran diferencia, en esta y otras muchas lides, es que el avance tecnológico ha hecho añicos el poder del individuo para rebelarse contra la seguridad, si es que la siente asfixiante. El muro, mal que bien, se puede saltar y la alambrada superar con una galería subterránea. Una horda masiva de cámaras, en cambio, sólo se elude con la capa de invisibilidad de Harry Potter. Y se conoce que andan sus hijos trasteando con ella. Eso, o con su imitación china. Por cierto, ya puesta en marcha, con prometedores y escalofriantes resultados.
Los Juegos Olímpicos de Paris están siendo una prueba del poderío de la videovigilancia moderna. “Las mayores operaciones de seguridad del mundo fuera de la guerra», han descrito algunos. ¡Un prodigio! ¿Cómo no?, capitaneado por la Inteligencia Artificial. Los incas adoraban al sol y ponían en práctica decapitaciones rituales de niños en lo que llamaban Capacocha (David Muñoz está meditando ponerle ese nombre a un plato, en honor al sentimiento que produce ver sus precios). Hoy, en Occidente, la IA se deslegaña como una deidad. Todavía habremos de esperar a ver devotos tecnólogos abriéndose grietas en las venas para obtener su gracia. Pero, de momento, sus místicos poderes se ponen al servicio de muchas cosas, entre ellas, la supervisión ciudadana.
Hay quienes dicen que los gobiernos (de la mano del sector privado) con estas medidas no quieren salvaguardar la seguridad, sino instrumentalizarla. Que más que conducirnos a la tranquilidad, derrapan hasta el control. Banksy lleva dando la tabarra con el tema desde hace veinte largos -y lucrativos- años de aerosol y plantilla. Los vecinos gabachos, sin embargo, han dado otra vuelta de tuerca.
Siguiendo con su tradicional miedo, ya lo decía Obelix, a que se les cayese el cielo encima durante los JJOO, Francia ha dopado con anabolizantes de IA sus sistemas de vigilancia. Han entrado en fase esperpéntica, con recopilaciones de datos a porrillo sin consentimiento ni concierto, para lo que han tenido incluso que cambiar la ley.
Esto, en fin, en el marco de una cita internacional donde estrellas mundiales harán brillar todavía más la Ville Lumière, puede flirtear con la justificación. El problema, según indican algunos expertos, como la profesora en ciberseguridad y privacidad, Anne Toomey McKenna, es que la excepcionalidad vigilante de los Juegos se dilate sutilmente hasta una normalización. Con lo que sabemos de la NSA y las vigilancias de los servicios secretos gringos, escuchar a los yanquis parece menester.
El gobierno de Emmanuel Macron lleva alrededor de un año probando este sistema de Inteligencia Artificial, trabajando con las empresas Videtics, Orange Business, ChapsVision y Wintics. El resultado es un software mejorado, que permite señalar hábilmente cambios en el tamaño y movimiento de la multitud, objetos abandonados en zonas sospechosas, infracciones de tránsito, etc. Vaya, que sería capaz de desmantelar una joven célula terro-lista de críos con bombas fétidas si se lo propusiera. Y hasta ahí pase. Se huele el malaje pero, dadas las circunstancias, no llega a resultar obsceno.
Poniéndonos en contexto, Francia ya promulgó en 2023 la Ley n.° 2023-380, que permitía ese marco legal extraordinario, del que venimos hablando, para los Juegos Olímpicos de 2024. Estas leyes convierten a Francia en el primer país de la UE en legalizar un sistema de vigilancia impulsado por Inteligencia Artificial de tan amplio alcance. Y eso, huelga decir, plantea sustanciales preguntas que no todo el mundo es capaz de dejar sin responder livianamente.
¿Qué sucede con los datos recopilados por las cámaras? ¿Cuál es la tasa de error, el sesgo y la inexactitud de sus respuestas? ¿Qué se hace con los datos y quien puede tener acceso a ellos? ¿Se llevan a cabo lecturas biométricas, con rastreo de individuos “sospechosos”, a pesar de las limitaciones legislativas europeas que lo impiden? No olvidemos que la UE es un sistema particularmente sensible con las leyes de Protección de Datos y la regulación del uso nocivo de la IA (¡Gracias a Dios!). De ahí que el rosario de interrogantes provocados por el gran ojo de Sauron acampado en lo alto de la Torre Eiffel, avive las inquietudes por estar acercándonos a vigilancias masivas como la china. Un auténtico panóptico gubernamental que ya acarreo medidas drásticas para los atletas extranjeros, en los anteriores JJOO de invierno de 2022 en Beijing, a los que se instó a usar sólo teléfonos desechables durante su estancia en el país.
Claro que ni el uso de esta invasiva tecnología impide que haya facinerosos chiquitines, o enormes como gorilas, y muy predispuestos paseándose por las calles de París, con una petulancia macarra tan singular como la de un Rottweiler que se hubiese colgado por primera vez un collar de pinchos. Algunos espabilados, todavía, consiguen salirse con la suya. Otros, los menos pichis, acaban pagando sus marrullerías y tienen poca defensa ante las grabaciones de sus jetas desencajadas en primer plano. “¡No he sido yo! Lo juro, lo juro, lo juro…”, pues toma retrato y cállate un rato, chato.
Rastrear con medidas extraordinarias las marejadas de gánster de medio pelo, tiene cabida en una circunstancia tan sonada como los JJOO, pero es cierto que el gobierno francés pretende extender el formato del periodo experimental hasta marzo de 2025. Y, a partir de ahí, ¿quién dice que no se regularice? Todo el prestigio de los valores cívicos que ostentan los comadrones de los derechos humanos (La Declaración Universal se firmó en París en 1948), puesto en tela de juicio ante la orwelliana metáfora de convertirse en un Big Brother -pronúnciese con acento francés-.
El primer ministro francés, Gérald Darmanin, aseguró que Francia se enfrenta al «mayor desafío de seguridad que cualquier país haya tenido que organizar en tiempos de paz». Nadie despista que unos Juegos Olímpicos en Paris son un caramelito provocador para terroristas y agentes desestabilizadores varios. Pero bien sabemos que quien promete sólo la puntita, puede acabar rematando con todo.
Esta es la paranoia que inunda los corazones de los activistas en favor de la privacidad, como Noemí Levanain, encargada de análisis jurídicos y políticos en la organización La Quadrature du Net. Para la analista, los sistemas empleados en los Juegos Olímpicos son una extensión de los estereotipos policiales, y una nueva forma de discriminación institucionalizada. La cual, además, cuenta con el espejismo de una objetividad manifiesta dado que se trata de un actor algorítmico. Por mucho que las empresas implicadas -antes citadas- aseguren que sus lecturas son capaces de lograr los objetivo de señalización sin llegar a una identificación ilegal (¿cómo?), sus opositores destacan que es imposible poner en marcha dichos mecanismos sin incurrir en violaciones del Reglamento General de Protección de Datos (ah, vale). Y el mayor problema es que, debido a la inexistencia de un claustro firme y eficiente respecto a los atropellos de la IA, una vez recopilados los datos, a saber quien se llena los bolsillos con ellos.
El derecho a no ser observados, a la identidad anónima, lleva mellándose desde que decidimos, motu proprio, exponer nuestras vidas cotidianamente en la red. No parece irrisorio que los gobiernos deseen explotar esa tendencia exhibicionista en su beneficio, importándoles un pimiento la timidez o el respeto a la privacidad de quienes no gustan de convertirse en sospechoso espectáculo. La excusa es la misma desde hace generaciones: la seguridad. El bienestar ciudadano depende de su voluntad a someterse al control de los poderes estatales y privados.
Nadie haría responsable de sobreprotección a un padre vigilante de sus hijos en una jornada de paintball. Ahora, cuando ese nivel de vigilancia se trasladase a la cotidianidad, la digestión de semejante obcecación podría torcerse. Es débilmente criticable que un Estado como el francés pretenda blindar a sus ciudadanos, y visitantes, de los vampíricos intentos de atacar la paz con psicopáticos actos de terror. Sin embargo, que una coyuntura determinada sirva de excusa para poner en marcha el temible Gran Hermano que ya orquesta sociedades como la china es otro cantar. Argos Panoptes está siempre al acecho de capturar el mayor grado de información que le sea posible, y sólo los indefensos mortales, quienes como individuos valen poco, y como masa son legión, pueden poner trabas al gigante. ¿Será la sociedad francesas capaz de hacer valer su derecho a la intimidad? Lo veremos…
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.