Tomarse a uno mismo demasiado en serio es material de periquitos pueriles y mediocres adinerados. Decía Henri Bergson, morro-bigotudo premio nobel de literatura, que en un mundo de dioses filósofos, de seres con cerebro dopado y asignaturas de telequinesis en el instituto, las emociones primarias desaparecerían. Al menos, en su mayoría. Lo del sentimentalismo y el arranque madaleno, como que no. La risa, en cambio, se alzaría como uno de sus pilares maestros.
Los zampamocos de mirada vacía serían, para el filósofo francés, quienes se cargan el papelón de victimistas delicados, los sufrientes de labio tembloroso e indecisión crónica y los garrulos de guantazo fácil. Aquellos incapaces de nada que no sea la autocompasión o la venganza. Por otro lado, aquellos sensibles a la comedia, y al despertar que supone frente a la alienación o la rigidez, son quienes estarían esponsorizados por la elevada psicología de esa civilización cañón. Resumiendo: una inteligencia notoria está atada a un gran sentido del humor.
Los troles en redes sociales son como un pez globo. Con inteligencia, lo puedes filetear. Sacar unas risas de sus sandeces. Pero si la emoción se desborda hasta una susceptibilidad de rastro -gritona y barata-, te pueden matar. Como mínimo, regalarte una intoxicación. Lejos de mi justificar las avalanchas venenosas, llenas de racistadas, fobias o bilis que salpican toda red social habida y por haber. Más sí reconozco en quienes se las toman a pecho, heridos por la misma literalidad que cae sobre el frente de batalla cultural como fuego de mortero, un gen en baja sintonía con la civilización que suponía Bergson.
Seguro que saben de algún cuñado capullo. Un sujeto con buenas disposiciones naturales para el corrillo de comentarios rancios y chistes bestias sin gota gracia, de los que si no te ríes es porque eres un cenizo. Pues los troles encarnan ese cliché. Un corte de digestión que puntúa a su favor cuando huele en alguien la hipersensibilidad de la vejez. Cachondearse de ambos es el mejor antiácido. La pildorita del humor se revela un ansiolítico esencial para sobrevivir a esos irritantes desahogos.
La mayor diferencia entre el capuñado y el trol, es que del primero reconocemos su rostro, su presencia y hasta su olor a Axe Chocolate. Mandarlo a hacer puñetas, llegado a un límite, es viable. Como también lo es colgarle el teléfono o cruzarse de acera al verlo venir. No así el trol, quien armado con el poderoso bazooka del anonimato puede darse el lujo de convertirse en un cubo de odio. Sin mayor consecuencia que el cierre de una cuenta a la que encontrará sustituta inmediatamente.
También hay troles con nombre y apellidos, claro. Fachas reconocidas y reconocibles que se pirran por el schadenfreude. La palabra con que los alemanes definen el placer por la desgracia ajena. A ellos, y a los otros, les afecta la enfermedad de la saturación crítica. Lo tienen todo juzgado previamente, y previamente saben cómo van a juzgarlo todo. Casi siempre con cara de percebe y lengua de víbora. Entonces, a tenor de esto, ¿por qué picarse?
Suelo afirmar que debemos estar tan dispuestos a ser ofendidos como a invocar la ofensa. Que no deberían caérsenos los anillos por decir alguna animalada, ni arrancarnos el cuero de la frente por toparnos con ellas. Reírse de los suicidios a la cordialidad nos hace fuertes. Y la fortaleza también es una turbina de la sabiduría.
La vida está salpicada de matones. Vampiros que solventan sus inseguridades y fracasos puteando al personal. Si no, se aburren. El aburrimiento es un manjar muy delicado. Cuanto menos se degusta más fácil es convertirse en un cretino. Los troles se aburren mucho. O, mejor dicho, no se dan el lujo de aburrirse. Por eso les es tan esquivo el hallazgo del sentido común y tan propio el del ingenio con mala baba.
Pretender extinguir a los troles es como aspirar a purgar Madrid de mosquitos en verano. Da igual lo mucho que nos empecinemos. Seguirán saliendo ceñudos de sus huevas; hambrientos por dar mal a quien tengan a tiro, sin límite de salvación. Nos conviene, en señal de autodefensa, reírnos de ellos. Redimir su bastardía argumental pateando lejos la victimización o una cabreada sensiblería, en beneficio del desinterés y la chanza. Pensemos en la apropiación del insulto y todo eso. Para que palabras como “zorra” o “maricón” perdieran su hondura, quienes eran blanco de ellas las hicieron suyas convirtiendo la ofensa en orgullo. Pues algo parecido.
Afectarse por las troleadas lanzadas como falos de pólvora para pescar carpas en un lago, es hacerle la cama a quienes tiran los cartuchos. Lo importante, para monetizar, es el movimiento. Pocas cosas mueven más que la indignación impulsiva o la hiperestesia. Y los troles salivan por toneladas de respuestas a sus provocaciones con las que hacer el mayor bulto posible en internet.
A cuento de esto, la bolsa del clickbait se disparó hace nada ante el galletazo que le propinó un barato imitador de Rudolf Hess al cómico Jaime Caravaca en uno de sus shows. Todo por un comentario que este último dejó en X bajo la fotografía del nazi-chorlito con su hijo de pocos meses, donde Caravaca razonaba la inevitabilidad de que, una vez el bebé creciera, el angelito pudiera hartarse de mamar “polla de negro. Y de negro obrero, nada de futbolista”.
Huelga decir que lo del cómico es una troleada. Un comentario calentón que por lo desafortunado no me parece censurable. Más bien diría digno de análisis, pues si en vez de pollas habláramos de coños, seguro que la reacción hubiera sido harto diferente. La homofobia sale así de la tarta (por si con lo de ser abiertamente neonazi no bastara) y pone de manifiesto que el lame esvásticas tiene bastante que hacerse mirar. Mucho más, pienso yo, que Caravaca, a quien se le han tirado a la yugular, precisamente, por lo trolero del asunto.
Sin entrar a valorar las motivaciones del comentario, lo que está claro es que la reacción del protagonista de Spanish History X es un ejemplo de lo que no se debe hacer ante el troleo en redes. Convertidas las sobradas de la red en justificaciones para una agresión física, se allana el terreno para que la chispa prenda el polvorín nacional. Así acabaremos todos con miedo a abrir la boca ante una posible piñata, justificada en la literalidad y la hipersensibilidad derivadas de homologar la importancia del universo digital, al material.
Y con esto es con lo que siento que merece la pena acabar. Con una misiva pública, al estilo presidencial español, contra convertir lo que acontece en el cosmos de las redes en nuestra vida física. Yo envido por desplazar a la nimiedad, lo máximo de ser posible, la importancia de lo que sucede en el plano pixelado, poniendo a dieta el valor de las sandeces que se dicen o exhiben ahí. Quizás si seguimos esta línea, nos dirijamos hacia esa elevada sociedad de la que habló Bergson, y no a su versión primaria, de ofensa tan fácil como de violento gatillo. Un escenario en el que, últimamente, parecemos destinados a interpretar el papel de forajidos adictos al escarnio, la bulla y hasta a la violencia física sin consecuencias. Y todo con poco, con muy poquito, sentido del humor.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.