El salto cuántico de China y el nuevo orden mundial

El gigante asiático lleva años apostando fuerte por esta tecnología, que ya se vende como nuevo Santo Grial para revolucionarlo todo. Su infinito poder de cálculo a prueba de fallos podría incluso sustituir al proceso de reflexión humano, pero eso es justo lo que necesitamos para decidir hacia dónde avanza y cómo queremos que nos gobierne.

La geopolítica mundial está viviendo un punto de inflexión. Tras haberse casi agotado el primer cuarto de nuestro siglo, las prioridades inmediatas han sido despejadas y ahora el ‘premio gordo’ recae en el nuevo concepto de defensa híbrida, la sostenibilidad y los avances tecnológicos, donde la inteligencia artificial (IA) se alza como uno de los dos principales conductores de cambio. El otro es el de potenciar la investigación de lo cuántico, estimulando su aplicación práctica con el fin de generar saltos cualitativos, es decir, empujes superlativos en su ritmo de progreso, alterando el curso regular de los acontecimientos. Esto equivaldría a lograr (en la fantasía empresarial predilecta) una aceleración nunca vista en el rendimiento de las economías. Y, a su vez, debería beneficiar al grado de estabilidad de las sociedades (una estabilidad entendida, claro está, como salvaguardar la posición de hegemonía de Occidente versus la de China, o incluso imponerla).

El pasado año, la mirada de los inversores volvió a poner su atención en las empresas especializadas en materializar la promesa cuántica, duplicando la apuesta (de 670 millones de euros de 2020 a 1.350 millones de euros en 2021). En esta foto del sector privado, las empresas estadounidenses absorbieron el 49 por ciento de la inversión (siendo la start-up PsiQuantum la que más creció en captación de fondos), seguidas por las británicas (17 por ciento) y las canadienses (14 por ciento). Pero el giro se evidencia por lo que el estado público está dispuesto a desembolsar.

En este apartado, el plan cuántico del Gobierno chino continúa con su propósito de liderar el mercado y ha presupuestado una inversión de 15.000 millones de euros (equivalente al 1,3 por ciento del PIB de España) para el sector en el periodo 2021-2025. En comparación, la inversión de la UE para esos mismos años rondará los 7.000 millones de euros. Gracias a la visión china desarrollada durante la pasada década, el país ya acumula el 53 por ciento de las patentes registradas en el mundo (especialmente se distancia de los competidores en las ramas de computación y sensores cuánticos). Pero, además, ha percibido un factor de retardo que afecta globalmente a las posibilidades de expansión y rentabilidad de la tecnología: hay más demanda que oferta de talento humano cualificado (únicamente un tercio de los empleos especializados en el sector cuántico publicados en el mundo en 2021, algo más de 800.000, fueron cubiertos).

Para saltar esta brecha, durante los cuatro últimos años China ha duplicado el número de centros de investigación dedicados (en 2022 cuenta con una docena) y ha inaugurado el primer programa doctoral en tecnologías cuánticas. El país lo tiene claro, está creando una cultura nacional preparada para hacerse con el deseado monopolio cuántico. Aunque este no es el único incentivo, ya que se trata de una lucha por la supervivencia o, dicho con otras palabras, por preservar su independencia del exterior y su control del interior.

Dada la guerra perpetua entre los dos grandes bloques globales, el dominio de lo cuántico es uno de los múltiples terrenos en los que se va a disputar la partida. Por ello, es urgente que comencemos a destripar todas las tuberías que se están construyendo bajo nuestros pies y las implicaciones que fluyen por ellas.

Desde 2020, se han ido sucediendo los artículos científicos para exponer los logros de centros de investigación, universidades y empresas, convergiendo siempre en la velocidad de procesamiento de datos y la resolución de problemas hipercomplejos. Es lo que se ha bautizado como la carrera por la supremacía cuántica. El ordenador cuántico tiene como rasgo diferencial el ser capaz de resolver un problema 50 o 70 millones de veces más rápido que la supercomputadora convencional más avanzada (aunque, en este entorno de guerra mediática, las cifras que lo público y lo privado ofrecen también formarían parte de la propaganda belicista, por lo que no es posible verificar con imparcialidad el estado real de la tecnología).

Dentro de este flujo libidinal tan familiar (el de querer ser el más veloz, sabio y poderoso) se integra la capacidad de autoconciencia de la tecnología cuántica para aprender de sus errores y buscar continuamente la eliminación de “mudas” (aquellas partes del problema que, por su extrema dificultad, retrasan el ritmo de avance). Por tanto, la optimización se vuelve prácticamente infinita. No hay un límite. Es como si pudiésemos pulsar un botón a discreción y recomenzar el mismo día una y otra vez sin olvidar nada de lo que experimentamos la vez anterior. El margen de error se iría reduciendo hasta el cero punto cero, cero, cero…

COMPUTACIÓN DIVINA, HUMANIDAD FALIBLE

Ese sueño del cero absoluto como instrumento sanador de todos los males, o como superación del trauma por ser falibles, representa el axioma sobre el que descansa la fe cuántica. Una fe que se orienta hacia el ser perfecto o extra ordinem (el ansia concreta por alcanzar la comunicación, la imagen, la salud, o el sistema de pensamiento pluscuamperfecto). Pero esta idea resulta alarmantemente problemática.

La sociedad perfecta (o el estado perfecto o el ser humano perfecto) implica que, en un momento dado, habría una entidad, organización, grupo o individuo en posesión de la verdad absoluta en toda circunstancia, tiempo y espacio. Y para alcanzar tal umbral de existencia plus, la reflexión (sinónimo tanto de procesamiento y análisis permanente y definitivo, como de pensamiento crítico) es imprescindible. La cuestión implícita que hay que revisar es si nos podemos permitir activar un amor perfecto hacia la reflexión. ¿Lo consentiríamos?

La naturaleza humana, una vez transpuesta en cada sujeto particular, se caracteriza por que cada cual desarrolla una vida oculta, sea privada o inconsciente, llena de secretos y contradicciones, repleta de equivocaciones e impulsos inconfesables que tratamos de no repetir y sofocar. La reflexión ensalzada como virtud facilita adquirir una clarividencia cognitiva de las situaciones y de nuestro modo de obrar con la meta de hacerlo mejor a cada nuevo intento. Pero el dilema cuántico lleva este modelo hasta el punto de eliminar el ciclo de la repetición.

Recuerdo aquella premisa de Kierkegaard de que cuando alguien cobra conciencia de la digestión del cuerpo y comienza a cavilar incesantemente sobre su funcionamiento, la digestión puede terminar por sentarle mal. La realidad se hace tan transparente que se ven todos sus hilos y roturas, sin magia ni ilusiones que la medien. La generalidad de las personas y los estados saldrían mal parados de una reflexión perpetua de velocidad y sapiencia incontrolables. En ese preciso instante de fisión de creencias y conocimientos establecidos es cuando la crítica se transforma en un acto genuinamente revolucionario. Por lo tanto, no parece fácil ni saludable para los estados ni las personas que sus principios se pongan en duda sin cese, pues no les saldría a cuenta.

Entonces, ¿también hay que analizar la carrera por lo cuántico desde la paradoja del poder? Si emergiera una filosofía o pensamiento cuántico universal, ¿podría ser una amenaza para el sistema? Tal escenario podría constituir otro incentivo no tan evidente que determine el que haya tantos agentes interesados en formar parte o liderar este potencial tecnológico.

Cuando Hannah Arendt analizaba el poder, ponía el acento en que la habilidad para ejercerlo y actuar en consecuencia hallaba su raíz en el hecho de poder actuar en nombre de otros. La clave es siempre obtener su consentimiento, el del grupo que hay detrás y que te otorga su representación, que es lo que finalmente provoca que los demás acepten tu influencia en mayor o menor medida. Se diría entonces que el poder es lo que otros te dan, aunque tú puedas expropiárselo, y este te será efectivo mientras persista la creencia de que estás obrando por el interés común de la masa que te sostiene. Si deja de ser así, el poder comienza a languidecer. Así pues, el consentimiento significa que el sujeto está implicado.

Bajo esta lógica, el deseo de ser perfecto podría ser el pretexto de una voluntad maliciosa que bulle dentro de la conciencia colectiva. Ante esta posibilidad, solo nos quedaría la senda clásica de una norma que nos resguardara de ese espíritu corroído por la envidia y por su impotencia para resolver las inequidades de las sociedades. Por ejemplo, se podría apostar por una norma según la cual no se ponga el foco en dilucidar con ecuanimidad si una persona es buena o no lo es, o si está en el camino de aproximarse a la perfección, sino que el centro de interés recaiga en si la conducta de la persona es buena para el mundo. Por consiguiente, la sociedad quedaría consagrada como prioridad suprema frente al Yo. Esta premisa, si la tomamos como metonimia de lo cuántico, nos conduce a tener que bregar con el mismo tipo de disyuntiva: ¿la adopción de lo cuántico en la realidad humana será algo bueno para el mundo en el que vivimos?

El sentimiento de orgullo nacionalista chino parece, a priori, un magma psíquico idóneo para que los productos cuánticos sean enfriados y reconducidos convenientemente hacia la eficiencia económica y la perpetuación del orden social de su actual sistema (desactivando su potencial componente revolucionario). ¿Ocurrirá lo mismo en Europa y EEUU? A la vista de los acontecimientos disruptivos que estamos viviendo (la pandemia, la guerra de Ucrania, la inflación galopante, el resurgimiento de la OTAN y la popularización del discurso elitista de la ultraderecha) parece que no habrá mucha diferencia con el adversario de Oriente. Esto demostraría que hay muchas probabilidades de que la verdad no se acepte por consentimiento, sino por la influencia de un conjunto de espejismos que nos resultan provocadores y que nos incitan a adoptar la pose de que, ante cualquier novedad o adversidad, sabemos lo que se debe hacer.

En la última etapa de sus indagaciones, John Wheeler, unos de los padres de la física cuántica, concluyó que el universo no es independiente de nosotros, sino que existimos en un universo participativo: estamos implicados en todo lo que sucede, es decir, enmarañados con el todo, tanto con lo que observamos como con lo que es inobservable. Pensar en lo cuántico como la expresión de la nueva economía política es un modo igual de válido que otros para cincelar el futuro. O quizá solo sea el síntoma de que estamos reflexionando demasiado sobre la digestión.

Sobre la firma

Alberto González Pascual

Alberto González Pascual. Doctor en Ciencias de la Información y de Pensamiento Político, y profesor universitario. Responsable del programa de Transformación Cultural de ESADE. Director de Cultura, Desarrollo y Gestión del talento de PRISA. Su último libro es Los Nuevos Fascismos. Manipulando el resentimiento (Almuzara, 2022).

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