15 años parecen pocos para haber cambiado por completo los hallazgos de los arqueólogos del futuro. Pero, contra todo pronóstico, así será. Las redes sociales han infiernado la cotidianidad para concupiscencia de unos. Y pereza de otros. Pensar en un spin-off global, en un universo alternativo, donde las redes sociales no hubieran asomado se resuelve inútil.
Al igual que Voltaire aseguraba: “Si no existiera Dios, sería necesario inventarlo”, si las redes no existieran las inventaríamos. Fueron las redes sociales, habiendo edificado incluso las oscuras letrinas de la red, la siguiente construcción lógica. Una de las plantas (por el momento) principales de esta imponente torre en la que vivimos llamada internet. Lo mismo que para Bauman el Holocausto fue consecuencia directa de los atropellados avances de la modernidad, las redes sociales lo son, a su vez, de los de la posmodernidad. ¿No les huele a cenicero desde hace tiempo?
Quizás sea una exageración. Decir que una adicción atribulada a ver chicas en bikini en Instagram -fruta de temporada, damas y caballeros-, o a sentir el corazón reblandecido con videos de gente fingiendo que es generosa regalando dinero a los indigentes en TikTok -sin aclarar que así gana muchísimo más dinero que si no le regalase dinero a nadie-, o a emocionarse con montajes de una versión tecno del Himno de España sobre un lecho intermitente de imágenes de la reconquista española, la Guerra Civil Española, mapas de la geografía española y hasta de una tortilla de patata española, es homologable a una de las más purulentas carnicerías del siglo pasado, tiene difícil recorrido. Sé de algún oportunista que lo tildará de antisemitismo. No hay aquí semejante tratamiento. Pero, allá cada cual sus tributos a la hipérbole. Yo barro para casa.
Sea como fuere, que estemos impedidos como sociedad para imaginar un añejo mundo sin el alumbramiento de las redes, no significa que no debamos elucubrar con uno futuro en el que desaparezcan. ¿Y si se esfumasen? Nuestras manos ya conocen la ansiedad de unas cuantas horas con los servidores de empresas como Meta o X Corp dándose un merecido respiro tras un traspiés. Se han caído, no pocas veces (aunque sí durante poco rato), los mosquetones que sostienen la estructura de los titiriteros de las redes sociales. En consecuencia, los cacareos han sido, a cada ocasión, ensordecedores. Pero, al igual que con la duración de los trompazos, muy breves.
Masas cretinizadas, tecnólogos agraces e inocentes domingueros digitales ven en las redes sociales su líquido amniótico de plácida instalación. Algunos dependen vitalmente, no sólo a nivel económico, sino psicológico y espiritual de ellas. El batacazo de una purga irreversible a las redes sociales pondría en una posición muy incómoda a millones. Algunos se irían al paro. Se verían, directamente, enfrentados a una reinvención existencial. Otros tendrían que sacudirse un tremendo mono de la espalda. A razón de esto, el despertar de las conductas pánicas no tardaría en darse, mientras los cagaderos mentales quedarían colmados a la gloria de nervios desmelenados. El colon irritable… todo eso. ¿Cuántos, desconocedores de la plegaría genuflexa, se persignarían por primera vez en su vida llorando porque resucitaran las redes? Palanganas, amigos, palanganas kilométricas de plañideras oportunistas…
Pero, demos por sentado que no hay antídoto para el veneno. Que ni los rezos, ni las iluminaciones técnicas, encuentran el botón de reset. Por descontado, se idearían parches. Volveríamos al email. Resucitaríamos los fotologs, nos especializaríamos en las newsletter y daríamos prioridad a las formas de comunicación analógicas; teléfono, SMS, cosas que hace no tanto estaban a la orden del día. Cosas que hoy son excentricidades boomer. Al personal le costaría horrores -no lo dude nadie-, volver a darse a la cháchara a través de ondas RF. No es fácil, cuando uno está acostumbrado a la pausada autogestión de las conversaciones intermitentes de texto o audio, rendirse a la incómoda liquidez de las voces en tiempo real. El polvorón, a mordiscos, mejor que de un bocado.
¿Sabríamos adaptarnos? Desde luego. Ha habido bretes inmensamente más agrios a los que hemos hecho frente durante siglos. Algunos, bien recientes, se podrían haber cargado a un cuarto de la población mundial y nos tuvieron encerrados meses en la incomodidad intrafamiliar. Tal vez sin videos de repostería y acroyoga, las hubiésemos pasado algo canutas. Pero dudo que su ausencia nos hubiese hecho perecer. No es, en definitiva, de supervivencia de lo que hablamos. O de si nos adaptaríamos. Si no del cómo.
Al principio, sería latoso bregar con ese estado de perplejidad y confusión, como si nos picara un miembro fantasma, ante la ausencia de estos mecanismos de comunicación. Al ser humano se lo conoce tanto por su ignota capacidad de aclimatación e inventiva, como por sus dificultades para el retroceso de los lares del bienestar. Cuesta horrores vivir en una ciudad sin alcantarillado cuando se han probado las mieles romanas de tan imprescindible invento. La libertad de sentirnos cómodos es aquella que mejor reclamamos, y de la que más nos cuesta deshacernos. Se acabaría tumbarse panza arriba, en un peligroso malabarismo con el móvil, escroleando piscolabis acelerados de información tan pronto resbalada por el gaznate como evacuada. Las redes han hecho que le recemos a la cofradía de lo insustancial con devoción coránica. Y ese es un compromiso muy puñetero de deshacer. Especialmente, para quienes menos inviernos han visto y se los han pasado casi todos puliendo su identidad en torno a la exhibición retroactiva de las redes sociales. ¿Cómo satisfacer la autoestima sin likes, o el aburrimiento más allá de la satisfacción instantánea de las publicaciones? Chungo…
Gusto de recordar que en esta hipotética distopía, se ve cumplido el apartheid de las redes, pero no de internet. Si alguien se pirrase por soltar bilis existencial, incapaz de digerir lo que fuese que le atormentase, no tendría más que abrir un blog. Un blog… ay, decirlo sabe igual que desempolvar la Playboy del abuelo. Aquella era una forma más respetuosa de discusión y ombliguismo. Como si hubiera turno de palabra.
En este realismo mágico, también entrarían ámbitos que nos quitan tanto como nos dan. Me refiero a esas propuestas infinitas que nos llegan de manos de influencers, sin-influencers e influencers aspiracionales sobre productos y demás cacharros que antes dependían de la publicidad tradicional. Lo mismo que para las propuestas culturales de música, libros, cine, etc. Sin redes, perderíamos esa fuente hiperactiva de ideas, al tiempo que la publicidad volvería al redil tradicional de medios y televisión. Ah, la televisión, otra cosa que reviviría de lo lindo.
En el mismo terreno, pero cambiando de clima, ¿cuántos lugares; garitos o escondrijos naturales y urbanos, desconoceríamos? En una posición individualista, de me-importa-un-carajo-todo menos-yo, sería una tragedia griega. Una total alteración de las prioridades. Visto con menor autoindulgencia, regresaría esa emborronada magia del secreto, del lugar únicamente conocido por el boca a boca y de la meritocracia aventurera. Habría restaurantes que no morirían de éxito, mediocrizándose. Y paraísos naturales que dejarían de parecer una piscina municipal gratuita en agosto. A título personal, el segundo propósito se me revela más apetecible.
De este archipiélago de posibles, viene a cuento aclarar que desde la diseminación absoluta de cámaras full HD en cada smartphone, la sociedad restringe actos conquistados y consumados, como el topless. Un sano-despelote-estival que ha reducido especialmente su costumbre a cuenta de esta bestia del billón de ojos que nos rodea. Incluso un gesto tan normal como broncearse las aureolas, bajo esa omnipotente colmena de miradas preparadas para compartir tu triste o fina estampa con el mundo, queda asfixiado. Se pierde así algo parecido a una desinhibida libertad. Pocos quieren exponerse a ser sexualizados o ridiculizados delante de miles de personas (salvo dinero mediante, claro). Y, por el camino, aún menos se lanzan a disfrutar de las pasadas de rosca. No vaya a ser, que nos dice el instinto.
De cara a las relaciones tampoco estaría la cosa hecha. A más de un adolescente se le quedarían los sesos cual cataplasma si tuviera que tirar de avasalle analógico. Nada de pasitos previos en Instagram, ni charlitas en la zona de confort de los emoticonos y los WhatsApp. Vuelta a la llamada o al malabarismo de las abreviaturas en los SMS para no gastar perras (cuánto daño hizo aquello al idioma, válgame). No estaría mal ver a los vagitonteantes nativos digitales (menda inclusive) experimentando unas condiciones de comunicación en las que lo único importante fuese el caché de las conversaciones y sus comunicadores, dejando a un lado el diseño de las luminosas herramientas que transfieren la información.
Como decía al comienzo, es inútil plantear un mundo donde las redes no hubiesen existido. Sería más fácil pensar que los nazis ganaron la guerra. Su llegada lo cambió todo, en especial para aquellos que, por su juventud, se adaptaron y subieron a la cresta de la ola libres de dificultades. Peregrinar, en cambio, hacia un escenario donde las redes hayan desaparecido, quizás sea más sostenible teóricamente. Lo cual no significa que vaya, ni mucho menos, a suceder.
De lo que sí podemos estar bastante seguros es de que las redes, tal y cómo las conocemos ahora, no durarán eternamente. Otro nuevo experimento social, adictivo y revolucionario, montará el pollo en el gallinero y nos hará hablar de Instagram, Tik Tok o X (Twitter) igual que de un recuerdo apolillado. Seguro que entonces, a otro juntaletras encendido -como este que escribe- se le ocurrirá la genial idea de elucubrar acerca de un mundo sin ese avance. Uno en el que las redes sociales estén ya tan pasadas, que no merecerá la pena hablar de ellas. Por la misma razón que yo no ando diseccionando la posibilidad de un mundo sin máquinas para el código morse. Al final, nada permanece y sólo nos quedan los retratos.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.