Las otras dos Españas: carta a la ciudadanía que no está en Twitter

Se oye hablar a menudo de las dos Españas. Pero lejos de la política o la economía, existe una alfabetizada digitalmente y otra que no lo está. La carta de Pedro Sánchez, difundida en redes, es uno de los ejemplos de la obsolescencia a la que se enfrentan quienes se desligan de lo digital en el invasivo sultanato del algoritmo.

La misiva de Pedro Sánchez no aterrizó a lomos de la misma nave en todos los hogares españoles. A diferencia de las prédicas, o las elegías públicas de antaño, cuando la prensa y la televisión tenían la primicia de la divulgación, la tensión de penalti de este ininterrumpido thriller político se vive, al segundo, en la madeja de las redes sociales. Las uñas ya no salpican las aglomeradas barras de los bares, ni los suelos de las salas de estar. Hoy ametrallan las pantallas de los smartphones, pintadas por la grasa de las huellas dactilares arrastradas en el nervioso scroll del vulgo. No todos los ciudadanos, sin embargo, piratean estas aguas con igual soltura. 

Se oye hablar muy a menudo de las dos Españas. La que madruga y la que se amodorra, la de campo y la de ciudad, la de chalé y la de zulo, o, como ya dejó plasmado Antonio Machado: “una España que muere y otra España que bosteza”. La dicotomía viene de lejos, claro. Nuestro país, el mundo, mejor dicho, tiene tendencia al maniqueísmo por comodidad. Lo de las dos Españas es, seguramente, más espejismo que oasis. Desollando por separado, sin colores en el corazón, ni mala sangre en las tripas, son más las similitudes que las alergias. Lo de la madre patria y todos hermanos y tal. 

Ahora, lejos de la respiración mediáticamente asistida de la polarización actual, hay brechas verdaderamente tangibles. Divisiones pragmáticas, que sirven en bandeja un batiburrillo de desigualdades. Como la brecha digital. Sí, ya sé que se lleva dando la murga con esta fisura tecnológica desde hace la tira. Y habrá que seguir siendo cansinos, cuando el corte se dilata a mayor velocidad de lo que somos capaces de parchearlo. Especialmente si el problema torpedea, por propia esencia, la solución.

Un pueblo ignorante es fácil de dominar”, que diría… bueno, que digo yo, aunque se pueda achacar la frase a 50 mendas de alta-cuna-pensante. No es una idea, seamos francos, demasiado resbaladiza como para no poder extraerla con el motor cerebral incluso al ralentí. El asunto es que la moraleja de la oración, hablando de la brecha digital, se aplica cual bálsamo de Tigre en moradura. 

Está muy bien saber hacerse a un lado en todo esto de la dictadura digital, abrir los pulmones con aire desintoxicado de cobalto y pararse a oler geranios en flor, pero sólo cuando se trata de una decisión, no de la consecuencia del analfabetismo. Sólo hay que bichear la actualidad. Sea el suceso cataclísmico o de chicha y nabo, esté rodeado de polémica honesta o de lerda purpurina circense, quienes llegan antes son quienes surfean las redes sin descanso o los que aparcan en ellas en el momento justo – mejor llegar a tiempo que rondar un año, dicen-. 

La carta de Pedro Sánchez no fue difundida en medios de comunicación para, a la postre, ser echada a las fieras de internet como una granada de gas pimienta. El escrito se concibió para enajenar en el universo digital. Porque, poco a poco, hemos visto cómo los acontecimientos pasaban de nacer en los medios, o la televisión, para luego arder en redes, a parirse en ellas y permear, a rebufo, lo demás. Todo, incluso el devenir nacional, es contenido. Si Puigdemont cruza en burro los Pirineos, quienes vean sus reels de Instagram serán los primeros en enterarse.

Quizás, si de lo que hablamos es de estar al tanto de la pirueta política; al riguroso quite trémulo por hiperactividad, el analfabetismo digital sea una inversión en salud. Dispuestas las bombas a arrasar con todo, ¿no es mejor disfrutar de la satisfactoria ignorancia de lo ordinario? La desafección, si viene precedida por la inermidad, suena, si no coherente, al menos deseable. La carne sabe mejor si el animal está a gusto en la salita de estar previa a la endodoncia craneal con pistola de aire. Y no pudiendo el bicho hacer una revolución en la granja, ¿para qué ponerlo mustio achantándolo con la verdad? Vamos, digo yo…

Lo puñetero del asunto es que el progreso tiene una mala manía… el maximalismo. Va a por todas. Riega la parte sedienta y la que se ahoga. Así, dejar pasar el tren de lo digital puede, efectivamente, ser una patente de corso para capitanear los esquivos mares de la serenidad. Huir, para no enterrarse. Pero, a la vez, te somete a la cruel tormenta de la obsolescencia. Una tempestad muy canalla a la que le importan un bledo los cadáveres que asfalten sus pasos. Porque el cosmos digital no se reserva sólo a los caprichos políticos, ni a los pormenores ociosos. Una correcta lectura de su lenguaje supone la diferencia entre poder acceder a tu dinero, controlar la factura energética, saber el estado de tu pensión, o bien sumergirte en un torbellino de ansiedad, frustración e impotencia. Adáptate o perece, camarada. 

Casi el 20% de la población española supera los 65 años. Son el margen amplio más vulnerable a las incapacidades digitales en España. Si bien los datos oficiales del INE marcan que, dentro de la franja de 65 a 74 años, el 80% de los españoles ha usado internet durante los últimos 3 meses, sobre todo han sido aplicaciones de mensajería (WhatsApp, más que nada). En lo demás, el pilotaje anda bizco. Porque existen dudas, sospechas y unas barreras psicológicas que cabalgan sobre un desconocimiento únicamente homologable a retirar cualquier asistencia digital a una persona de la generación centennial. 

Hagan la prueba. Dispongan un ordenador frente a una persona mayor poco, o nada, acostumbrada a su uso, y la sensación de desconcierto será la misma que la de retirar todo artilugio tintineante a un chaval poco, o nada, acostumbrado a hacer vida sin ellos. Porque, claro, la brecha digital se resquebraja. Muta hacía nuevas fallas. Mejor dicho, hacia nuevas elevaciones, consecuencia de la dependencia. Que lo mismo hoy una joven de 20 años no sabe usar un cajero, que un señor de 74 alguna de las aplicaciones de banca digital que se imponen paulatinamente. O, un ejemplo menos exagerado, sería el hábito de la escritura a mano arrinconada por los teclados. Dejar las cosas para la posteridad de puño y letra, es un tratamiento que los nativos digitales van perdiendo la capacidad de aplicar, mientras los mayores pueden cortocircuitar ante los teclados de los últimos modelos de ordenadores portátiles. 

La vida ha sido siempre caprichosa. Maniática. O quizás torpe hasta el punto de cambiar, convencida por el azar, en un diminuto parpadeo. Está plagada de bolas curvas, como frisbees levitantes que tuercen su promesa aérea y acaban espachurrados contra las ramas afiladas de un árbol. Pero la actualización, en este sultanato del algoritmo, le ha dado a la cotidianidad energía y ritmo como un paquete de sidrales a un crío. La obsolescencia no es programada; es cansinamente inmediata. 

España va a dos velocidades, por así decirlo. La de quienes leyeron, casi al momento, la carta de Pedro Sánchez, y la de quienes, cuando los primeros ya habían caído en la vitriólica marmita del insulto, la estupefacción, el meme o el partidismo, seguían cortando patatas para la tortilla, matando a los insufribles mosquitos que empiezan a colarse en casa con el desperezo del calor o disfrutando, panchamente, del crucigrama. Los primeros, vía redes, pudieron analizar las frases, debatir sobre su sentido, su riesgo, su valor o su infamia, los segundos, hubieron de esperar al telediario, o al periódico del día siguiente, para recibir la información. Lo más seguro es que ninguno de los segundos leyera la carta más allá de las líneas despachadas por los medios. 

Me seduce la vía intermedia en estos dos frentes. Tener la capacidad de enterarme, de leer la carta del presidente y hasta de husmear la temperatura del interrogante nacional, pero sin volverme loco, degenerando en un movimiento de pulgares machacón y obsesivo, totalmente dependiente de scrollear a cualquier iluminado con algo que decir al respecto. Aunque no puedo evitar solidarizarme con quienes, por desgana, incapacidad o a consciencia, apagan la tralla digital y confían en estar al tanto a través de los medios tradicionales. 

Vamos, Pedro, aquí un consejo para la próxima epifanía; manda tu carta también por correo ordinario. Si me apuras, hasta firmada a mano. Con semejante gesto de amor devoto por tus paisanos -casi a la altura de los que debes tener con tu mujer- hubieras logrado dar un golpe en la mesa a favor de la diversidad, y contra la brecha digital. Una forma de barrer la polarización y unir, con tus palabras, las otras dos Españas. 

Sobre la firma

Galo Abrain

Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.

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