Lo primero con lo que se ensañan las modas es con el sentido del ridículo. Brillibrilli, fosforitos, transparencias, peceras en las suelas de las botas a las que siguen huracanes de cuchicheos urbanos; da igual. Poco importa. La vergüenza es una chuminada en lo que se refiere a estar a la última. El ego, vaya, doblega el sentido común. Una sumisión sólo comparable a la del entretenimiento. Por placer, las personas podemos poner nuestra originalidad al servicio de arranques crueles, malheridos y lerdos. Estúpidos. Sobre todo, eso; tontos, flacos de mollera, necios, abollados, estúpidos. Bobos, patanes; ¿he dicho ya estúpidos? Pues eso…
Recién caídos en manos del mundo, los Apple Vision PRO ya han despachado escenas dignas de la cinta futurista de mejores efectos especiales, y peor guion, que pueda uno imaginar. Sí, he dicho “los” Apple Vision PRO. Y no se piense nadie que he masculinizado el producto porque me va, como a los chilenos, decir “el coso” y no, “la cosa”, sino porque el cachivache, que todo quisqui intuye como unas gafas, no son una gafas, sino un ordenador espacial. Se podría feminizar si tomamos el sujeto como “computadora”. Lo de que sean unas lentes es lo que no cuela. Aunque, claro, se trata de una pareidolia justificada, si tenemos en cuenta su forma, donde se ponen y que unas gafas pueden cambiar el color del mundo, su definición e incluso su forma para el portador. Coso… perdón, cosa que, equilicuá, logra un Apple Vision PRO.
Rematada la menudencia, descorchemos el nervio. Los gringos, que han sido (cómo no) los primeros en poner en circulación este nuevo gadget, ya han azuzado picos descontrolados de estrés para los tecnoansiosos y neoluditas del planeta. Si Unabomber levantara la cabeza se iba a poner fino a mandar cajas de puros remachadas con Goma-2. Y es que, por si no fuera suficiente con la paranoia dictatoApple, el artilugio saca a relucir esa estupidez colindante a la nueva moda. Con descaro.
Mi padre contaba como, al estreno de los teléfonos móviles, los viandantes desconectados miraban ojipláticos a esos excéntricos vociferantes que charlaban solos con una gran cucaracha pegada a su oreja. “¡Fantasma!” era, parece ser, un apelativo habitual. Poca admiración para esos tecnofrikis de vida disoluta que se creían mejores por llevar la línea telefónica encima. Y eso que, únicamente, era el primer paso.
Con ellos, los móviles digo, perdimos el sentido del oído por la calle. Con los smartphones, décadas después, perdimos el de la atención y, por ende, parte de la vista. Enfrascados en una pantalla de cristal líquido, los flâneurs digitales han dejado para la posteridad escenas de piñatas contra farolas, bordillos, persianas metálicas, coches, alcantarillas y demás obstáculos callejeros. Las derivadas de los selfies y el Pokémon GO merecen, en mi opinión, una estantería propia. En especial los talegazos que aparcaron a sus protagonistas en una UCI, cuando no directamente en la morgue.
Y esto no es como las diñadas por atasco de cacahuete en la glotis. Hablamos de miles y miles de almas descatalogadas en el más allá por hacerse con un Dragonite panzudo, o por inmortalizarse frente a un barranco. Es inquietante cómo el narcisismo-exhibicionista, la liturgia ininterrumpida del Yo, logra apagar el vértigo a las alturas; una aplicación vetusta, primigenia incluso, que la evolución tuvo a bien descargarnos en el cerebro para evitar que nos convirtiéramos, por imbéciles, en arepas bípedas contra el suelo.
Hoy, por fin, hemos saltado al siguiente nivel. Si la sensibilidad por lo que nos rodea se veía, hasta ahora, eclipsada por la piscinita táctil de los iPhone y sus compinches, llegan los Apple Vision PRO para reformular el juego. Al ser una interfaz tridimensional, vemos las aplicaciones como hologramas levitantes sobre la realidad, la realidad material; la que está frente a nuestras narices. Eso, de primeras, ¿qué supone? Que si antes íbamos con la cabeza agachada, conscientes por el buen juicio (quien disponga de él, vamos) de que vivíamos en un sistema paralelo a los peligros urbanos, con estas (ahora sí lo diré) “gafas”, la confianza en que podemos estar en varios patios a la vez se multiplica.
El famoso, y tan falso, multitasking, se dopa y se tatúa. No por nada ya han asomado varios iluminados conduciendo con su recién estrenado trebejo o cruzando pasos de cebra como si la realidad objetiva fuese ahora un videojuego con vidas ilimitadas. Los Simpson, para variar, ya adivinaron que esto sucedería (con unas gafas inquietantemente similares) en un episodio hace siete años. Temporada 28, episodio 2, para los curiosos.
Otro ejemplo de cómo estos ordenadores espaciales harán nuestra cotidianidad mucho más vivaracha y estimulante, ha sido con el juego de la aspiradora. Me explico. A fin de convertir la tarea de aspirar la roña del par terre doméstico en algo ameno, los Apple Vision PRO espolvorean el suelo de la casa con monedas. Monedas de enano verde. Monedas más parecidas a las del Mario Bros que a las rupias del Zelda. ¿El gracejo? Cada vez que pasas la aspiradora (o la fregona o la escoba o la lengua; doy por sentado que Apple evitará toda discriminación), recoges las perras tridimensionales mapeando, gracias a la ausencia de doblones, las zonas escoscadas. Sin pelusilla y demás.
No vengo a soltar vitriolo si hablamos de amenizar el coñazo de los quehaceres hogareños. Servidor nunca desaprovecha la oportunidad de las faenas de limpieza para reventar los altavoces con el I will survive de Gloria Gaynor, ajeno al sufrimiento de los vecinos por mi desgañitada interpretación. Pero, puesto a rapiñar paranoias, este nuevo chisme de Apple me huele a otra herramienta en la carrera por divertirse hasta morir, como diría Postman. Otro peldaño en la escalera hacia convertir cualquier cosa; el trabajo, la responsabilidad, en ocio.
Y el problema de la ludificación total es que despelleja el entretenimiento que resiste al margen de la productividad. Limpiar es, de pronto, un nuevo espacio de ocio digital. Interactivo. Así se homologa psicológicamente el saneamiento con la desconexión, y abre, más aún, el margen laboral en el tiempo. Una magnitud física, ya de por sí bastante reducida a una sucesión de presentes puntuales, atomizados, sin narración. En otras palabras, si con los Apple Vision PRO todo puede ser un juego, ¿qué no lo es en la vida? ¿Dónde aparcamos el tiempo contemplativo? ¿Para qué vamos a quedarnos, como se dice erróneamente, “sin hacer nada”, si podemos huir al mundo de Apple?
Concluido este breve paréntesis, tan abstracto como rodado, aterrizaré de nuevo en tierra firme. Para ello, lo primero que voy a hacer es poner en práctica la filosofía popular: “relaja la raja”. Lo cierto es que los Apple Vision PRO serán, durante mucho tiempo, sólo el capricho de esa clase ociosa de Veblen, de ese margen mínimo y disoluto de la sociedad. Al fin y al cabo, cuestan 3.499 dólares. En España, serán tan raros en las calles como los serenos.
Alto… Vuelta a la chaladura… Según la compañía manzanera, en cinco años esperan haber colocado unos 12,6 millones de unidades. Okey, si hacemos cálculos, una ridiculez comparada con los mil millones de iPhones que pululan por el planeta. Ya no serán, sin embargo, una pijada exótica. Infectarán algunas calles, protagonizarán videos patrios y avivarán la llama del deseo, que se hace fuerte cuando se presencia su satisfacción en cuerpo ajeno. Ay… puñetas. Nam-myoho-renge-kyo… Nam-myoho-renge-kyo…
Bueno, lejos de hipérboles y coñas, está claro que los Apple Vision PRO van a dar antes mal por su fama, que por su uso. Serán (son, vaya) como los barcos, los Tesla y los pisos habitables en el cogollo de Madrid, estrafalarios. Pero rasgan un nuevo pelo, la frontera entre el reino digital y el analógico. Hasta ahora, los ensayos en esta línea ocular se han quedado en anécdota. Todo en tecnología se queda en anécdota, hasta que lo hace Apple. El iPod, vaya, es el mejor ejemplo. La compañía de Steve Jobs, la que iba a machacar al Gran Hermano de Orwell, tiene esa mala manía; la de revolucionarlo todo y democratizar lo imposible.
Acabando un poco con el rollo filosófico de antes, no hay duda de que contraemos más deudas y más deudas y más deudas con la tecnología. Y un día terminarán siendo imposible pagarlas. Son lampreas, decisiones de consumo como lampreas, que vampirizan nuestro modo de vida. Que ya se imponen en nuestra concepción del bienestar, y acabarán haciendo de la realidad un estercolero al que sólo podremos enfrentarnos con esas onerosas pinzas para la nariz. Y si no me creen, dejen sin móvil a una pijilerdi malcriada. Ya verán el kilombo de adicto-histérico que se monta.
Al menos, los smartphones y demás puentes con el universo digital mantienen una barrera menos disociativa con la realidad. Uno sabe, o cree saber, que lo que te rodea no está en esa pantalla. Los Apple Vision PRO son la punta de una cuña que puede guillotinar esa diferencia. Un pasaje al otro mundo que, llegado el caso, será mortal romper. Y que rematará su versión actualizada de un Matrix tangible con un chip en el cerebro. Neuralink se lo acaba de implantar a un ser humano. En fin, sobre esto, no tengo teorías para justificar un riesgo semejante, salvo que la propia existencia ande escasa de valor. Lo único que me sale es pensar, oteando el presente y el futuro: menuda forma más majadera de vida nos espera…
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.