Vuelta al ruedo. Saltar sobre el lomo de la IA se está convirtiendo en una costumbre ineludible de tanto en tanto. Meses atrás me escurrí bajo el abrigo molón del Papa Francisco; ese plumas creado por Midjorney con mucho más flow que la sotana para ocultar el sacrosanto badajo. Me colé en aquella fiesta para advertir de los peligros de las fake news ligeras y piadosas. Hoy vengo a domar un toro diferente. Una bestia musical…
El arte tiene ciertos antojos. Se envalentona caprichoso y nos hace desear imposibles. En el caso de la música, por ejemplo, colaboraciones que no pueden producirse o todavía no se han producido. En ocasiones, los astros se alinean y nos regalan cosas como David Bowie y Freddy Mercury alumbrando bajo el influjo del vino y la cocaína el inmortal Under Pressure, o el tan irresistible como bizarro dúo de Lou Reed y Luciano Pavarotti interpretando Perfect Day. Sin olvidar, ya que menciono a Freddy, su estelar baile de tonos con Monserrat Caballé en el 87. Pero hay cosas que se pierden. O que aún no han llegado. Y aquí es donde entra a jugar la IA.
De hecho, ya tenemos un tema que puede considerarse todo un hit; Heart on my sleeve, en el que las voces de Drake y The Weeknd fueron manipuladas por el usuario de TikTok Ghostwriter977. De primeras, para el no-iniciado la pista es de lo más verosímil. Una vez digerida un par de veces, no obstante, peca de una aburrida planitud, de una precisión tan milimétrica, que… «no sé, Rick. Parece falso». Y lo mismo ocurre con Aisis; un grupo artificial inspirado en Oasis que lanzó un álbum creado por software imitando la voz de Liam Gallagher. Con todo, el disco sigue sin poder emular la egolatría y megalomanía divina del mancuniano adosada incluso al timbre de su voz. Hay cosas que ni la tecnología es todavía capaz de reproducir. Entre ellas la cretinez, quizás el atributo más humano.
Ahora le ha tocado el turno a nuestras estrellas patrias. Bueno, patrias, pero tan internacionales como los gringos y el brit antes citados. Quevedo y Rosalía han sido las últimas presas de la brujería algorítmica capaz de invocar a esos gemelos artificiales destinados a imitar la voz y el tono de sus originales. Un hechizo -a pesar de mis anteriores reticencias- honestamente cada vez pertrechado con mayor descarada calidad. En el caso de los españoles, es casi una ofensiva desfachatez lo mucho que llegan a parecerse esas imitaciones a las producciones de los originales.
El tema, titulado Ahora te jode, podría colarse en cualquiera de los directos de ambos músicos y el público se rebozaría en sus propias babas pensando que están frente a la presentación en sociedad del que será el próximo gran hit español. ¿Cómo puede ser? Son varias las razones.
En primer lugar, el uso abusivo del Auto-Tune en la música urbana es el salvavidas que más oxigena hacia la superficie esta partitura artificial. Si un robot adultera vigorosamente la voz original, más sencillo será que un robot la imite. En segundo, la IA compone su música acunando datos auditivos que ha ido segando, recogiendo y remendando de bases con millones de canciones. De esa forma, lo que lleva a cabo es un proceso similar al de los propios humanos creando nuevos temas, pues toda creación artística no es sino una revisión mimética de productos pasados. Si a eso añadimos, principalmente en el caso de Quevedo, que las letras son un batiburrillo de clichés manidos y requetepulidos hasta ver reflejados en ellos casi cualquier cosa, la IA lo tiene chupado.
Llegados a este punto, lo clásico sería hablar de la calidad de la creación. ¿Hasta qué punto es bueno, o siquiera justo, dar a luz a estas canciones? ¿Nos enfrentamos con la misma empatía a un producto que sabemos no tiene un autor carnal, que a uno exprimido por un ser humano? Por lo general, estamos viendo que existe una relación social abstracta con un creador real. Como si, por muy sucedánea o extravagante que sea, se pudiera generar una conexión entre dos, llamémoslo, “almas”. Por supuesto, hay excepciones. Como es habitual, nuestros amigos nipones ya sienten esos lazos, casi hasta románticos, con hologramas o programas de Inteligencia Artificial, pero ya sabemos que su cerebro es muy exótico en términos de interacción social. Así que, mejor apartarlos como referencia.
La pregunta, a mi parecer, más acuciante en lo que a la “música artificial” se refiere sería: ¿cuánto tardaremos en ver a los músicos interpretar los temas que una IA haya producido con sus voces? Hasta ahora la tecnología había ido al rebufo de la mente de los creadores. Puesta a su servicio una vez la argamasa regurgitada, su objetivo era modificar la materia prima del artista, a fin de mejorarla o, directamente, darle vida.
Antes de que las manos del DJ padezcan espasmos automáticos frente a los controles de la mesa de mezclas, una chispa debe prenderse en su córtex parietal. Ese inhóspito y restringido páramo de nuestra mente que los griegos decían estaba en manos de las Cárites. La dinámica se descorchaba desde lo humano hacia lo maquinal, puesto el cachivache electrónico al servicio del impulso creador humano.
Ah, pero todo pasa… Gracias al progreso mecánico los imposibles se hacen realidad incluso antes de que pensemos siquiera en ellos. La línea de flotación se invierte, dejando a la IA en primera fila de creación y a lo humano en el segundo plano de la interpretación, de la herramienta, de lo que, en vez de invocar algo de la nada, le da uso.
La tecnología se ha estado filtrando en la música desde la década de 1950, cuando el algoritmo del programador y compositor Lejaren Hiller permitió que una computadora de la Universidad de Illinois compusiera su propia música. Pero el cenit está a pocas millas de alcanzarse, habiendo la IA captado tanto el imaginario popular y sus gustos como para lograr estas falsificaciones de alto perfil.
Los fans son personas caprichosas, un poco furcias si me apuras, y perfectamente capaces de rendirse a la clarividencia musical de la IA si el producto lo merece. O tal vez me equivoque, y se trate de una trinchera leal que defenderá a sus ídolos de toda falsificación. Sea como fuere, el artista, tan en el centro de la ecuación como explotado por ella, debe tener derecho a responsabilizarse si su estilo y voz son utilizadas para crear algo sin su firma. Al fin y al cabo, por mucho que la IA dé forma al ánfora, el barro que emplea mantiene su ADN.
Se pone así sobre la mesa el debate del copyright. Una presa a la que las espadas de la industria musical, como Universal Music, ya le están hincando el diente con fuerza. Por supuesto, no para limitar el uso de la IA, sino para ofrecer una cartera de posibilidades a quien esté dispuesto a pagar por el uso de las voces de los artistas para su posterior manipulación artificial.
Google, amo y señor, es uno de los encargados de sentarse en la mesa de diálogo con los implicados, quienes coinciden, a un lado y al otro del tablero, que los artistas habrán de percibir bocados por el uso de sus dones. Mordidas, sin embargo, que, seguro, no serán ni la mitad de golosas que las de discográficas y demás titiriteros del cotarro. Porque humana o artificial, la industria musical es un negocio. Un business muy rentable para quienes se alzan entre los cadáveres de millones de sueños, que no pueden permitirse el lujo de dar cuartelillo a un avance tecnológico capaz de sumergir sus contratos en el váter.
Me cansa, de verdad que me agota tener que terminar casi siempre con la misma cantinela hablando de la IA. Pero así es… ¡el futuro proveerá! Porque, nos guste o no, seguimos hablando de una tecnología en pañales visto su potencial.
Lo que es seguro es la naturaleza claramente ascendente que sigue, como una montaña rusa, y no puede aventurarse cuál será su punto de inflexión. Desde luego, antes de alcanzarlo, veremos una profesionalización espeluznante de la “música artificial”, que no creo que supere a la “música humana”, pero que presentará muchas dudas.
Lo más inminente… queda por ver quién será el primer artista en interpretar un tema con su ADN, pero con la etiqueta de confección marca: IA. Yo apuesto a que en el reggaetón actual ya hay casos. Veremos si alguno sale del armario…
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.