Es difícil distinguir a un ser humano con enjundia de un sucedáneo. Se parecen tanto los unos a los otros. La misma carcasa puede ocultar una fosa séptica mental o un túnel de generosidad infinito. E, independientemente de lo que haya bajo el capó, ambas comparten un chasis débil; formado por una columna vertebral latosamente frágil, unos conductos de aire y alimentación peligrosamente agolpados o una laguna en la producción de la vitamina C, que obliga a consumirla en alimentos frescos. Eso sin contar con los déficits psicológicos que arrastramos. Estamos, vaya, hechos un poco de cualquier manera.
¿El cuerpo humano la mejor máquina jamás inventada? Pamplinas. No hay más que pensar en el aparato reproductor masculino. ¿Cómo, vamos a ver, se puede alegar la perfección olímpica de la carrocería humana, teniendo algo tan vital para la supervivencia de la especie así, a la intemperie? Sencillamente, se trata de un apaño. Un trabajillo de Bricomania chapucero que la evolución tuvo a bien brindarnos dado que los gametos masculinos se torran a la temperatura de nuestro cuerpo (36,5º). Y, a falta de una crema solar eficiente, o un aparato de aire acondicionado interno -no veas qué caros se han puesto los filtros de poliuretanos biológicos-, el progreso genético se decantó por la golfería de dejar la bolsa de semillas a la vista. Como para que llegue cualquiera y la pise.
Y, ¿qué decir del motor? De la sesera. Siempre hambrienta de desinhibidores. Con el estómago rugiendo constantemente por un nuevo mecanismo de alteración. Por una nueva pildorita de placer y olvido, en su mayoría extraídas de los mecanismos de defensa venenosos de las plantas malaventuradas que se cruzan en el camino de los Homo Adictus. O séase, nosotros. Seres comandados por sesgos cognitivos caprichosos con mucho peso muerto, y poca paciencia para deshacernos de esos cadáveres que nos invitan a cometer genocidios, cribas raciales o a idear reality shows. Curiosamente, gozamos de la habilidad para inventar absolutas virguerías mecánicas, pero padecemos una vulnerabilidad, un miedo y una impulsividad que nos hacen usarlas como una manada de cabras desustanciadas. Tememos una vida solitaria, breve y conchuda. E, irónicamente, hemos ideado un aparejo muy eficaz para hacer realidad esas pesadillas.
Para el escritor y astrobiólogo, Lewis Dartnell, este último desbarajuste es claro. Somos como monos a los mandos de un helicóptero. Aun habiendo sido entrenados para hacerlo funcionar, tenemos hondas carencias en cuanto a las razones de su uso, el potencial de sus habilidades y una baja conciencia de que, mal manejado, puede convertirse en un inmenso ataúd de hierro. Como dijo Dartnell (en una reciente entrevista con el periodista Daniel Arjona): “desde una perspectiva biológica de la historia de la humanidad seguimos siendo una especie de la Edad de Piedra, tratando de adaptarnos al mundo que hemos creado. Y hay un desajuste evidente entre nuestra fisiología y, en particular, nuestra psicología, y el entorno moderno”.
Frente a las tesis del astrobiólogo, existirán racionalistas liberales que achacarán el desbarajuste a manipulaciones sistémicas espurias, salivando por un desconcierto que sólo ellos, y la adoración liberal, puedan resolver. Pero predicar la razón no ha logrado, de momento, que la pongamos en práctica como civilización. Seguramente, esto se deba a sus contradicciones. Como bien destaca Dartnell, poseemos un software que impide nuestra autodestrucción ante las rémoras de todo colectivo: el cotilleo. El chismorreo, los trapos de portera, son chivatazos de los que hemos dependido como colectivo para reivindicar el apoyo mutuo frente al parasitismo. Otra paradoja. ¿Acaso hay algo peor que un chivato? ¿Alguien menos ligado a los pilares del honor y la confianza? Lo dicho, existimos gracias a lo que detestamos. Y eso, visto con perspectiva, no parece facilitar un tanque mental muy saneado.
Disponemos de sistemas de comunicación instantáneos, destructores de mundos, vivimos en el incansable avance de lograr convertir nuestra cotidianidad en una versión AliExpress del posthumanismo de Stanislaw Lem, mientras seguimos padeciendo las debilidades técnicas del cuerpo. Sin olvidar, claro, la condena de entendernos con los delirios nerviosos y sentimentales de nuestra psique. Por eso estamos rindiéndonos a la esperanza y la temeridad. Como lanzar fuegos artificiales al universo, sin saber si quienes se pueden sentir atraídos por sus destellos tendrán honestas intenciones respecto a nosotros… No seré yo quien defienda convertirnos en un caramelito cósmico para chiquilines galácticos dispuestos a tomarnos por el pito del sereno, aprovechando nuestro tambaleante equilibrio entre crear herramientas punteras y la capacidad para usarlas correctamente. Ponerse a dar gritos en mitad de un bosque oscuro, cargando en ristre un palo y una linterna, quizás no sea la mejor idea. Quizás haya lobos ahí fuera. O quizás no haya nada, y estemos perdiendo el tiempo. Todo son quizás…
El poeta romano Quinto Horacio Flaco acuñó el término “dorada mediocridad”; una forma de vida serena, en la que se posee lo esencial, sin excesos, y se disfruta de la comodidad suficiente para no experimentar necesidades fundamentales. Esta debería ser, con creces, la filosofía de vida de todos los seres humanos. No porque no seamos capaces de proezas celestes, sino porque, la mayoría de las veces, no sabemos cómo sacarles el mejor partido.
Y así, una especie que ni siquiera alcanza a conocerse bien a sí misma, está alumbrando una madeja algorítmica, una “inteligencia artificial”, con el potencial de saberse y comprenderse antes que sus creadores. La misma especie que ha puesto en marcha un sistema capaz del control absoluto de la intimidad, al tiempo que bendecido con la ingeniería social más puntera destinada a azuzar esa parte viciosa, de Homo Adictus, invitando al scroll infinito y el exhibicionismo. Y también, claro, que ha logrado activar armas y gadgets con el potencial de invocar plagas de un dolor masivo hasta ahora desconocido. Somos cromañones en la Era de las luces.
La civilización ni es lógica, ni inevitable. Es un artefacto igual de endeble que el propio cuerpo humano. Sin embargo, nos dirigimos con unas grandes antiojeras hacia posiciones que la ponen en riesgo, sacando a relucir, a través de lunáticos avances tecnológicos, las debilidades de ambos. No me atrevo aquí a brindar por nuestra extinción. Quienes lo hacen, o son estúpidos, u ocultan un bienestar que los libera de las responsabilidades de la continuidad.
Sí alzaré mi copa en honor a esa dorada mediocridad. A ese extraño limbo tan escurridizo, en el que un ser se sabe capaz de la aniquilación, pero decide refugiarse en la bella contemplación de las cosas. En los detalles. En los susurros. Huyendo de la ambición esclava del que persigue las estrellas, como un galgo de carreras tras su presa que no sabe qué hacer cuando la alcanza.
Y batiré también mis palmas por centrarnos en dejar de ser cromañones con tantas lagunas por rellenar, reflexionando sobre quienes somos y quiénes queremos ser. Dejando para etapas más maduras el siguiente salto tecnológico, para el que, objetivamente, no tenemos prisa. Porque si hay algo que urgen en la actualidad, es desacelerar…
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.