Abrir los ojos duele. Zanjar el camino hacia el despertar de la conciencia, dista mucho de ser fácil. La venda de la mentira, pegada con la presión social, el dogmatismo científico y la incesante manipulación de pruebas, es un apéndice dañino que sólo los más audaces, ¡los más fuertes!, están dispuestos a quitarse. En definitiva, hay que tener valor para golpear, con el martillo de la duda, la acerosa legaña que encostra la realidad…
Digo yo que, grosso modo, un discurso similar debe atravesar la mente de los cientos de terraplanistas -porque son ciento y la madre-, desperdigados por nuestro país. Un speech motivacional, tipo Leónidas en la peli de 300, capaz de avivar el autoconvencimiento egomaníaco de creerse iluminados por delante de milenios de esferismo. Y me refiero, claro, al hecho de que la tierra es esférica, no a esa cafrada de rodar por una colina dentro de una gran bola de plástico.
Lo del terraplanismo tuvo su morbo cuando empezó a crecer como movimiento de masas hará unos años, alrededor de 2009. Pero, al igual que las miles de zumbadas que salpican el bombardeo mediático, el interés por la secta se desinfló. Con todo, vuelve a aterrizar de vez en cuando, a trompicones, como en las nuevas nupcias con la actualidad española que tuvo la primera semana de abril de este año, gracias a MasterChef. Uno de sus concursantes, David; exlegionario, barbudo con aparente complejo de encarnar el eslogan de una barbemachería -de estas en las que te sirven un chupito antes de bañarte en potingues el ensortijado facial-, defendió, en directo, sus apócrifas creencias terraplanas. “Me informo con los medios adecuados para mi nivel de conciencia”, alegó el tahúr de los secretos telúricos.
Becerristas con pocas ferias mentales ha habido, y los habrá siempre. La televisión es una de las plazas favoritas de estos matadores del sentido común. Son como los viejos bomberos toreros en el prime time. Un espectáculo llamativo que puede compensar si la faena sale mala. En este caso, y según lenguas mejor dotadas para las artes culinarias que la mía, un rendimiento en los fogones al nivel de una cocinita de Juguettos. Estos especímenes asomados en programas como Callejeros o El Diario de Patricia, y demás embudos de chiflados, nos han regalado risas a tutiplén. En tanto que individuos desnortados, como bebedores de lejía anti-covid, sus marcianadas eran inocuas. Salvo la vergüenza ajena, poco mal le daban a nadie.
Pero el terraplanismo empieza a no ser tan inofensivo, por más que se siga usando- así lo ha hecho MasterChef, claro- para echarle leña al show. Sí, venga, adelante, salten ustedes con que, mira tú, no habrá cosas mucho peores que unos vendehumos defendiendo que el planeta es un frisbee. Abierta la cotidianidad de piernas para todos los males habidos y por haber; guerras, genocidios, suicidios o precariedad, ¿vamos a echarnos las manos a la cabeza por unas catervas de escépticos cabezones? Parece improbable, lejos de hacer la gracia y regalarnos el placer de un chute de autoestima sabiendo que, aunque se nos olvide hasta la contraseña del mail, hay personas más pánfilas que nosotros, y con el cerebro como las hojas de una monstera.
No obstante, cuidado… el terraplanismo es otra arista, igual que los obsesos de los reptilianos, los distintos “gate” y demás crisoles de la conspiración, de un movimiento mayor. David y el terraplanismo emergente son síntomas del cuerpo infecto del ombliguismo iluminado. El mismo que equipara la sensibilidad con la bondad, la autorealización con la razón y se refocila, exclusivamente, en la información que satisface sus necesidades, por muy hediente que resulte.
“No creo que sea redonda. No sé exactamente cómo es. Hay muchas teorías y me cuadran más las vías alternativas que he podido llegar a escuchar que lo que defiende la ciencia que nos han vendido hasta el día ahora», siguió despachando, con nervios helados, David el sabio en MasterChef.
Desconozco cuáles son esas “vías alternativas”. Entiendo que tienen que ser fórmulas muy precisas que logren poner en duda la evidencia actual: que la Tierra es redonda. Porque, anda que no se la habrá recorrido gente ya -Raynair y Norwegian Air mediante-, o mira si nos podemos enterrar en la cantidad de fotos que los más de 5000 satélites sacan del planeta cada día. Dándole la vuelta a la tortilla, también podemos, en vez de demostrar que vivimos en una esfera, revelar qué no vivimos en una tabla de planchar.
Veamos, si la Tierra tuviera forma de disco, para empezar, la gravedad atraería hacia el centro el agua, convirtiendo el planeta en un donut-cascada. Oh, y tampoco habría campo magnético (a falta de núcleo), así que olvídense ustedes de esa pijada de la atmósfera que retiene el aire y los mares. Ah, y, para David, que tiene aspecto de gustarle la montaña, sepa que en un planeta plano los movimientos tectónicos carecerían de sentido, con lo que una geografía accidentada como la que tenemos sería inverosímil. Vamos, que puestos a buscar algo plausible, tiene más sentido defender que cuanto nos rodea es un sueño, como en Los Serrano o en el despernado supuesto final de Oliver y Benji.
Que en 1956 Samuel Shenton fundara la Flat Earth Society, bajo la premisa de la Tierra como un plano infinito rodeado por una cúpula con un punto neutral, bueno. Aun revolviéndose Aristóteles y Eratóstenes en sus tumbas, habiendo ellos encontrado pruebas un par de milenios antes de la redondez del planeta, digamos que pase. Pero, ¿hoy, que llevamos incluso décadas con aventureros espaciales mirando nuestra esférica casa achatada? Pues, hijo, no sé… Pero ahí es donde han entrado a jugar nuevas formas para que el individuo se reivindique, acunadas por los tsunamis de información de chicha y nabo en los que puede bucear cualquier hijo de vecino. Una ficción rocambolesca traída a la realidad como salvoconducto del narcisismo.
Porque, seamos claro, si yo voy al editor de esta publicación, dándole la murga con que quiero defender que Elon Musk es como el malo de MIB, una cucaracha gigante con disfraz humano, o que cuando Carl Sagan demostró que la Tierra era redonda -una vez de tantas miles-, con una cartulina y un par de palos, estaba siendo financiado por las élites de masones abigarrados de poder, el buen hombre me manda a freír espárragos y, con un sopapo metafórico, me indica la puerta de salida. Pero si me pongo a currarme redes sociales a mansalva, y hago videos luminosamente ilustrados para atraer a los incautos como mosquitos zumbones hasta mi delirio, la fantasía fácilmente encuentra sus defensores.
¿Cuáles creen que son, si no, las fuentes de información de los cientos de terraplanistas españoles que se reunieron, hará un año y medio, en un congreso en Menorca? Pues personajes como Bob Knodel, famoso terraplanista de internet. Al menos, hasta que, durante el rodaje del documental Behind the Curve (2018) se dio un tortazo figurado con un experimento que, vaya por Dios, en vez de darle la razón refutó sus teorías.
Una de las características de la amalgama de neo-eruditos de la posverdad es, sin embargo, la obstinación. Da igual la cantidad de veces que les des en los morros con pruebas irrefutables que hagan, ya no tambalearse, sino desplomarse como un castillo de naipes sus hipótesis, ellos siguen empecinados. En España, llegamos a tener incluso un club de futbol en Tercera División terraplanista, el Flat Earth FC, que vio la luz en 2019. Su lema: “Piensa por ti mismo. No dejes que te coman la cabeza”, es bastante similar a los argumentos que esgrimen otros profetas de la evidencia. “A mí no me importa lo que me digan, yo creo que todos tenemos derecho a pensar lo que queramos”, aseguró uno de los participantes, en el ya citado congreso de Menorca.
Así es como la incultura se trueca en vehemencia frenética y extemporánea, alterando el raciocinio. Convirtiendo los hechos en creencias. Abriendo la veda para que cualquier cosa, la materia mental más fecal, que abarca desde los reaccionarismos a los oportunismos banalmente bienpensantes, pueda defenderse.
Hace menos de diez años, una encuesta oficial dictaminó que el 25% de los españoles pensaba que el Sol giraba alrededor de la Tierra. No sería un dato tan desolador si no viviéramos en un país con una tasa de escolarización de más del 90%, según el INE, y un libre acceso a la información a través de cualquier terminal con conexión a internet. Por desgracia, el fuego de la tecnología, calienta a la vez que quema, convirtiéndonos en afortunados hombres dotados de conocimiento, y en torturados Prometeos inermes al incesante picotazo de la estupidez.
Los conspiranoicos, terraplanistas y demás sospechadores profesionales que reniegan del conocimiento revolcándose orgullosos en creencias, son una creciente estirpe de fanáticos que han visto en internet, y en la democratización de la opinión, un embudo para engordar su ego. Tras sus particulares gafas, están rodeados de borregos adoctrinados o de otros visionarios. Y esto sería inofensivo si no encarnaran el espectro friki, más fantástico, de la tóxica desinformación actual -y el virulento narcisismo que la acompaña-. Una plaga que ha empujado a asaltar capitolios, asesinar líderes religiosos, favorecer linchamientos con consecuencias suicidas y azuzar una polarización encabritada. Lo de David, lo de MasterChef, es sólo una anécdota, un chascarrillo televisivo inofensivo. Pero detrás de ese “despertar de conciencia”, que descarta los hechos y se atrinchera en la fábula, están los culpables de gran parte de la idiocracia, la desatención y el radicalismo que nos asolan. Un trinchera en la que nos han enterrado, tanto quienes compran esa información, ociosos y despreocupados, como quienes la divulgan para llamar la atención, y engordar, ya de paso, sus obscenos bolsillos forrados de mentiras.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.