Adictos al estímulo: ‘The Bear’ y la “vida scroll”

La última serie de Disney + pone de manifiesto nuestra tolerancia a la ansiedad y el reclamo de bombardeos de dopamina en minúsculos periodos de tiempo. Una consecuencia del trajín digital instalado en nuestra cotidianidad, y que podría definirse como vida “scroll”.

La cofradía de puristas cinematográficos suele decantarse a viva voz por una toma de John Ford como mejor plano del cine. En el crepúsculo de Centauros del desierto (1956), un escocido John Wayne mira a cámara en el marco de una puerta. Lo hace sujetándose el brazo a la manera en que lo hacía Harry Carey, un viejo hito de los western mudos. La cámara no cambia su posición. No da volteretas, ni salta a un contrapicado, ni hace un zoom brutal sobre la gota de sudor que resbala en la frente de Wayne. Durante un minuto, un plano fijo deja marchar, desde las sombras, a un vaquero de trasero aviar hacia la profundidad del desierto, haciendo consciente al espectador, con ese sencillo y dilatado gesto, de su desarraigo a la familiaridad. De su naturaleza libre, aventurera, centaura.

No diré que escasean ejemplos de planos largos y pausados en el cine actual. Sería gargajear en la nuca de directores como Wong Kar-wai, David Lynch o Sofia Coppola… por mentar algunos. En cambio, sí ha mutado su cara opuesta. La hiperactividad visual ha estallado como un volcán de bicarbonato, y hay poco audiovisual en el que nos topemos con un plano que aguante el tipo, sin moverse, caerse o desdoblarse, más de ese glorioso minuto de Centauros del desierto. Un claro y actual ejemplo de esto sería la serie The Bear en su última temporada.

Es puro mareo. La espídica vomitona de imágenes apiñadas por segundo se siente igual que un bombardeo en la retina. Hace algunos años, esto era propio de performances, pastiches locos de videoarte y traicioneros anuncios al límite de lo legal. Sin desestimar el ilustre intento de renovación, que seamos capaces de digerir secuencias que nos sitúan en mitad de semejante tormenta visual durante más de media hora, es muy significativo. Pongan a alguien ajeno a los teléfonos inteligentes frente a la masoquista propuesta de The Bear, y se sentirá igual que un blanco fijo en mitad de unos autos de choque tuneados. Lo dicho, puro mareo.

Hay que tener la sesera dopada de fibra para digerir tanta hostilidad. No en el sentido de una ojeriza sádica contra el espectador; provocando que se vaya por la pata abajo del canguelo o sufra un ataque epiléptico programado. Me refiero a la agresión contra la quietud. A la ambición de provocar una ansiedad henchida. Dar a luz a un exuberante estrés en la audiencia, supongo, con el objetivo de mostrar algo. Quizás para su creador, Christopher Storer (en una especie de ejercicio brechtiano), lo que se siente en las altas esferas de la cocina y el ajetreo vital. Para mí, indirectamente, lo que demuestra es que llevamos una vida scroll. Una cotidianidad donde la dopamina del cambio acelerado y el machaque de información superflua, automatizada; atrincherada en la adicción al siguiente estímulo, nos tiene tan pillados por el pescuezo, que somos capaces de adorar una creación artística, ociosa y mainstream, si nos brinda el mismo desbarajuste.

El impulso scroll es el dominio de lo inmediato. Imposibilita la duda o el desgarramiento porque no hay tiempo de buscarle una razón a nada. Consumir y defecar a la vez. Podría ser una canción de La Polla Records, pero es el efecto que generan series como The Bear; parecidas a una maratoniana jornada embebida por los adictivos cantos de sirena del contenido de internet.

Y, ojo, afortunadamente de la obra de Storer resta el poso de una puñalada hambrienta de ansiolíticos. La expresión artística de un agobio determinado, concreto, creativo en la psique. En cambio, el flujo constante de contenido visual (scroll infinito), habitualmente no adhiere al recuerdo ni eso. Pocas sensaciones, aparte de haber perdido el tiempo. Cosa que no sólo digo yo. Aza Raskin, creador del sistema, confiesa en el documental El dilema de las redes sociales (2020) arrepentirse -por esta misma razón-, de su bestial creación. Como un Oppenheimer de la tecnología digital. Una expresión de preocupación que comparte con el ex-ingeniero de Google,  Tristan Harris, quien en el documental habla abiertamente de adicción programada y de: «toda una generación de individuos que, cuando se sienten incómodos, solos o asustados, recurren a ‘chupetes digitales’ para calmarse».

La barra libre de dopamina creada por estos métodos de navegación es objetivamente tóxica. Se basa en la ansiedad de la pérdida y la explotación de una curiosidad orgánicamente insatisfecha. Es la forma perfecta de, como dijo Unamuno: “dar los pensamientos hechos”. Principalmente, porque no hay hueco para demasiados. Y ese estado vegetativo funcional – contrariamente a lo que dictaría el sentido común-, le chifla a nuestro cerebro, que es perezoso y bon vivant por naturaleza. La mente se repantiga en los entornos seguros y cómodos como reacción a su objetivo de supervivencia. De ahí, entre otras cosas, que los asuntos graves (o lo que se vende como tal), se vuelvan demasiado graves, pues esa gravedad que no predispone a la alegría se dirige flechada hacia las tripas, y no requiere de cordura, ni imaginación. Tampoco, claro, de mucho esfuerzo. ¿Por qué, si no, iban a estimular los bulos y la desinformación barata 10 veces más que los hechos contrastados?

Tenemos un cerebro tan domado por la hiperactividad, que digerimos con gusto la sarna de productos culturales absolutamente homologados a esa adicción scroll. The Bear es un gran ejemplo. Cualquiera que haya conocido a algún hostelero, no digamos ya uno de alto standing, sabrá que los niveles de responsabilidad y exigencia rozan la desquicia. Hay que tener nervios de acero y la sangre muy fría, para no entrar en combustión mental y empuñar un picahielos como base para un brocheta con los ojos de los comensales. Que nos sintamos atraídos por esa ansiedad, e incluso cómodos en ella, demuestra hasta qué punto habitamos una cotidianidad que nos la inyecta. Cuál rica morfina para olvidarnos de cuanto nos rodea, aunque sea un gran incendio. Al menos, quienes se sacrifican entre fogones y bandejas cobran por ello. El delirio es que paguemos y nos sintamos afortunados por vivir en esa tensión. Andamos con mono de adrenalina, se diría.  

No quisiera con esto desestimar el talento y el esfuerzo detrás del citado melodrama culinario. Hay emociones muy gourmet bajo el salpicón de ritmos acelerados, imágenes agitadas y toda la estresante coctelera que propone. Pero sí resulta preocupante que nos incomode cada día menos ver cosas así, y cada día más escenas como las de Centauros del desierto. Metrajes lentos que embriagan progresivamente, sin exhibir una forma que, en vez de viajar, teletransporta al espectador.

Este nuevo hábito del scroll como forma de vida, nos mimetiza con la premura de lo insustancial mientras nos hace alérgicos al reposo, no vaya a ser que la parsimonia traiga una sola gota de aburrimiento. Y así, progresivamente, seremos cada vez más incapaces de digerir la longitud, imprescindible para el arraigo, y la vida carecerá de sentido lejos del eterno consumo infinito. De la borrega, satisfactoria y vegetal, existencia scroll.

Sobre la firma

Galo Abrain

Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.

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