Amapolas. Por @Rhizomatika_lab

Morfina

Presentamos, en exclusiva, un extracto de Morfina, la primera novela de Galo Abraín, editada por Rosamerón. Nuestro intrépido reportero viaja, armado con una riñonera fluorescente, al corazón del Sonar.

Debían ser las seis de la tarde del sábado cuando llegué a la entrada de prensa del Sonar 2022. El asunto llevaba fraguándose desde primera hora, pero uno tiene un tiempo limitado con las masas y ya me esperaban del rango de ocho horas bregando con la multitud. Haber vacilado con echarle otras seis hubiera sido firmar mi sentencia de muerte. Casi con total seguridad, la de otro.

Debo confesar, así en petit comité, que al presentarme en la zona de acreditaciones esperaba algo un poca más… glamuroso. No es que fuese con la idea de ser recibido por una manada de relaciones públicas besándome el culo como un desfile de aduladores permisivos, ofreciéndome cualquier aperitivo que se me antojara. «¿Un refrigerio, caballero? ¿Cómo podemos hacer de su velada un acontecimiento que nos facilite un lugar especial en los corazones de sus lectores?» No, no iban por ahí los tiros. Pero sí un poco más de… reverencialidad. Yo qué sé, algo un pelín trascendente. Un poco por encima del mero trámite burocrático de entregarme un pase plastificado con mi nombre, un mapa, donde se me señaló la sala de prensa como si fuese el punto de encuentro de un viaje de empresa en un parque de atracciones, y una riñonera fosforescente marca Desigual; marciana, fea, hortera hasta la saciedad. El cacharro parecía el resultado de una apuesta perdida. ¿Esperaba un jeep Safari para ir de un sitio a otro, o una tarjeta con acceso a barra libre? A ver… no. Esa breva no le hubiera caído ni a Douglas Couplan en sus buenos tiempos. Pero un poquito más de je ne sais quoi… sí, dicho sea de frente. Con todo, ¿a qué jugaba? Yo era un maldito don nadie, cobraba como un don nadie y, vamos, que como un don nadie se me tenía que tratar. De hecho, sólo por poder pasar gratis ya debía darme con un canto en los dientes visto los marrones en los que, con la experiencia, me he acabado viendo.

Entré en el recinto. Una vasta planicie donde germinaban dos islas en el medio para servir bebidas y un escenario, el SonarVillage, que ocupaba, más o menos, la mitad del fondo norte. Ese era el centro neurálgico de la cita. Luego, a su alrededor, en forma de circo romano, había enormes salones donde otros escenarios se erguían. Como zonas análogas de un supermercado, uno podía ir descolgándose por los diferentes depósitos de vibrantes estómagos inmersos en el hormigón de la Fira, y disfrutar del menú variado del cartel. Me puse en contacto con Jaime.

–           Ey, ¿dónde estás Galo? – preguntó, antes de que yo pudiera decir nada.

–           Ya dentro.

–           ¿Te han puesto algún problema? ¿Algo?

–           Qué va, para nada -aseguré, quedamente-. Me han regalado una riñonera.

–           ¿Está chula?

–           Es una mierda horrible- sentencié, a riesgo de parecer grosero, pero honesto. Jaime se río.

–           Entonces no la despistes, seguro que es cara. Estaré allí en una hora. Date una vuelta, a ver si ves algo interesante.

–           Así lo hare. Hasta ahora, Jaime.

Colgamos. Ummm… Cara, ¿eh? Busqué en internet el modelo. Efectivamente, el artilugio valía la friolera de 80 euros. ¡Hay que ver con la moda! Cuanto más insigne es su resplandeciente antiestética, mejor valorada está. Y allí estaban quienes disfrutaban de ellas -de las riñoneras digo- exhibiendo en fotografías colgadas instantáneamente, presos de la hipervisibilidad pornográfica, en Instagram, Tik Tok, Twitter y Facebook para los de más de cuarenta, el lujo de formar parte de la élite. Había quien las llevaba por llevar, no lo negaré. Pero la inmensa mayoría la lucía como un premio. Un galón, que venía a diferenciarlos del vulgo en su condición de privilegiados. Porque no sólo los periodistas gozaban de dicho regalo, sino todos los vips. Los especiales.

En un festival de música, la tarjeta vip es como un linaje nobiliario en las altas esferas. Hay quien lo pasea tanto, que parece arriesgarse a perder todo valor propio de vérsele arrebatado. Confieso que, también yo, llevaba el pase de prensa colgado del cuello bien a la vista para que los farrucones-festivaleros supieran de qué iba la fiesta: estaban frente a un tío importante. Pasaba de lucir la riñonera, por lo feúcha y tal, pero el pase… tan liso, perfectamente cortado y con mi nombre encima… Ah, esa medalla no me la descolgaban ni con cizallas. ¿Pero Galo, tú no eras el primero que criticaba esa necesidad de sentirse por encima de los demás? Sí, bueno, ¿y qué? Soy un sentimiento y tengo seres humanos, ¿qué le vamos a hacer?

Seguí las instrucciones de Jaime y me di un voltio completo. Aparqué los pies en varios espectáculos: JASSS & Ben Kreukniet, Jyoty, Tomm¥ €a$h o Umami b2b CRKS290… Puñetas, ¿dónde quedaron nombres como Los del Rio, Las Grecas o Kool & the Gang? Estos parecen haber esnifado napia arriba medio botecito de popper para después teclearlos al azar. Aunque, si lo piensas bien, tiene sentido…

Estos nombres, más próximos de la mecánica binaria que del padrón de un pueblo de 1000 habitantes, responden a una fórmula de adaptación al transhumanismo instalado en Occidente. Los significantes digitales han tomado el control de la cotidianidad y su hambre por dominar cada ápice resulta furtiva. ¡También formidable!

¿Sabéis?, el 95% de las decisiones de compra que tomamos están basadas en sentimientos. Nada de Razonamiento & Lógica, el bufete de abogados de nuestra materia gris tiene más prontos que John McEnroe en un mal set. Y esas emociones a flor de piel son fácilmente domesticables cuando se pulsan las teclas adecuadas. ¿Quién está en primera línea de ese frente de batalla? Las tecnológicas, claro, que elaboran perfiles con patrones de comportamiento a todo quisqui, empleando para ello herramientas de medición que han evolucionado hasta la analítica predictiva a fin de inferir y extrapolar información a partir de los datos recolectados. De esa forma, la recepción de pelotazos informativos, ya sean estos, id est, publicidad para peeling capilar, Viagra industrial o las tendencias musicales, machacan nuestros sentidos de forma predictiva, solucionando anomalías y fustigando a audiencias cada vez más específicas con lo que llaman machine learning. Agárrate los machos, Macarena… ¿No había ganas de droga? Pues esta es un talego considerable de sustancia machacacerebros. Fundada en el placer del consumo, la lógica del algoritmo encamada en móviles y ordenadores usados a cada hora por millonadas de espíritus débiles y sumisos, entre los que me incluyo, toma el mando. Porque somos buscadores del goce desde tiempo inmemoriales. Aprovechamos promiscuamente las extáticas sacudidas que nos dan una recompensa con la pasión de un adolescente erecto tras la pantalla de su portátil. Y hay pocas cosas más placenteras que hacerse con lo que uno desea, lejos de disfrutarlo o necesitarlo, sólo por la satisfacción de culminar un impulso. Esa libertad… esa libertad es la droga más adictiva de todas y, seguramente, si hay que ponerle un nombre, sería Poder. Un caprichito, cruel y mezquino, agazapado en cualquier gesto imaginable.

Focalizando más en materia, esta lógica del algoritmo es otro magnífico ejemplo de lo que me gusta llamar la paradoja de la dependencia (y digo ‘me gusta’ aunque sea la primera vez que hablo de ella). La tecnología nació como respuesta a la necesidad humana de adaptar el medio a sí misma. Indefenso, desde tiempos de Prometeo, el hombre ha sacado de la inexistencia artefactos con los que llegar más lejos, ser más fuerte, moverse más rápido, en definitiva, ser más eficaz. Pero hay una paradoja inmutable en todo esto, atrincherada en cierto punto, cuando la tecnología invoca una dependencia mayor de la que, originalmente, pretendía resolver. Me explico…

El correo electrónico fue un puntazo cerval para el mundo. Adiós a los rastrojos epistolares prendidos en horas de redacción a mano, viajes a Correos y carteros con humor de perros matutino. Hola automatismo, inmaterialidad y, ¡bingo!; eficacia. Sin embargo, ¿acaso no se dedican más horas que nunca a pinchar las corneas en una pantalla para recibir, o mandar, emails? Lo que nació a fin de evitar perder el tiempo, se convierte en una pérdida de tiempo todavía mayor. Encima, asolada por la obsolescencia, que niega el libre albedrió humano haciendo carne la trilladísima expresión: «adáptate o perece».

Joder, que rabia me da esa puta frase…

En esas que la lógica del algoritmo pretende deshacer a la gente de la angustiosa tarea de pensar, descubrir, curiosear o dejarse impresionar por lo desconocido, descargando sus cansados lomos para hacerle el avioncito con el pure bien machacado de sus deseos.

Y sus creadores, mejor dicho sus arrendadores, altivos tecnólogos veganos con calcetines y sandalias; Zuckerberg, Bezos, Wojcicki, Musk, Shotwell, se cachondean del consumidor dándole jabón al mismo tiempo. Por eso no habrá protestas masivas contra Google o Meta, porque la píldora que les transfiere su poder esta oculta en una cucharadita de caviar. Son esferas intocables brindando la oportunidad de ser mejor gracias a ellos y, frente a eso, la tónica habitual es: «agacha la cabeza como un buen chico y engulle los sabrosos desperdicios que se te ofrecen». Hay un ajuste de cuentas pendiente, por descontado, de los súbditos a los mandatarios en esto de la tecnología. Pero antes de que suceda, las cosas tienen que llegar al límite. ¿Dónde está ese límite? No lo puedo asegurar. Apostaría, quizás, que detrás de un futuro inmediato en el que, de un día para otro, tengamos que empezar a pagar por nuestros hábitos en internet; desde buscadores, hasta redes sociales o plataformas de ocio. Ahí se esconde la mecha de una revulsión. No de la revolución, tampoco seamos optimistas en exceso, es pronto para odas, pero sí… honestamente, una revulsión sí es posible.

En fin, ya concluyo este análisis divagatorio. ¡Dios sea loado! Esto de escribir sobre tecnología a veces me parece como escribir sobre la guerra. No es plato de buen gusto, pero es estimulante y necesario. Total que, claro, me paseé dejándome poseer por el Gran Dios Digitalis, adorado en sonidos extraterrestres y excéntricos videos que iban desde corporalidades resplandecientes disfrazadas de colores pastel, hasta líneas inconexas, como neuronas desorientadas, navegando por pantallas de diez metros de largo por cuatro de alto. Zambullirse sin reparos en los mejunjes audiovisuales era como zamparse seis pastillas de ácido con mezcal. Imagino que esa era la idea; invitarte a abandonar el mundo. Aletargarte para entrar en ese frenético universo dominado por la tiránica fuente de poder tecnológica.

Recuerdo hacer un esfuerzo por mimetizarme con esa glorificación sin lenguaje durante la performance, porque eso no tenía otro nombre, de JASSS & Ben Kreukniet. Nada más entrar, ya me pareció un cuento para diletantes de lo inhumano. Pasé quince torturados minutos encerrado en aquella resonancia magnética. Me escocían los ojos, enrojecidos por el formol fotovoltaico de la inmensa pantalla ametrallando destellos como un fusil de asalto. Por un momento, empecé a oír cuchicheos de origen desconocido colándose en mis orejas por debajo del sonido. Tuve el impulso claro de arañarlo todo, rechinando con los dientes hasta hacerlos picadillo de perla. Un chispazo de astucia lunática me permitió retroceder de mi abstracción. «Madre mía -pensé-, ¿qué ha pasado? Se me ha ido totalmente…» Escurriéndome entre los espectadores, que se maravillaban con el show inocentes a la degradación a la que se exponían, zumbé rápidamente. Al huir, concluí que, efectivamente, hay teclas cerebrales que la tecnología puede tocar conectada únicamente a través de los sentidos. Imagine una gran persiana digital kilométrica surcando el cielo con esas imágenes, pariendo cada cien metros potentes megáfonos donde resonase la melodía diabólica. Hurgando, violenta y agresivamente, en la conciencia de todas sus víctimas, hasta someterlas a un reinado de terror y sumisión… ¡Qué yuyu!

En cuanto logré escapar, volviendo a la saneada esplanada, encendí un cigarrillo. La niebla de mi cerebro se disolvió y vi y oí de nuevo con claridad. Me vi alejado, por fin, de esa sensación medio loca, como una escafandra de propanol, ideada por Jasss & Ben Kreukniet. Fui a la barra de una de las islas centrales y pedí una cerveza. 10 euros por medio litro de una caldo mediocre… No, desde luego, de chollo auténtico no tenía nada.

Sobre la firma

Galo Abrain

Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.

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