Gentrificación gastronómica y la disneyficación de la cocina

Contar historias a través de la comida es una manera de alimentar las fantasías más recónditas. Ayuda a generar mundos fantásticos que, a veces, acaban siendo una tremenda mentira. Viaje al centro de la mesa, donde el cuento se ha transformado en el plato principal de los nuevos restaurantes que gentrifican las ciudades.

Imagen creada por Francesco María Furno utilizando MidJouney

Comer une. También divide a la humanidad. Ese acto tan primordial de nuestra civilización puede consolidar culturas y estados o destruir alianzas o desarmar ejércitos, como hicieron los ovetenses en 1836 con las tropas carlistas a base de garbanzos y tocino. La alimentación es el aspecto más importante del ser humano, el centro de toda narrativa que se respete, quizás más que el sexo. Puede parecer un sinsentido pero mexicanos, japoneses, españoles, italianos y franceses han construido imperios gastronómicos centenarios alrededor de la comida. Estados Unidos ha basado su estrategia geopolítica en dinamitar certezas con aberraciones como la pizza con piña , los tagliatelle Alfredo o los burritos. Han llegado incluso a usar la bomba nuclear culinaria, afirmando que la carbonara es una receta americana que no tiene nada de italiana. 

La cocina ha sido y sigue siendo un acto que aglutina todo tipo de persona alrededor de una mesa a través de historias que creamos cíclicamente. Relatos compartidos como el de la pureza de la paella valenciana y su diferencia de todos los demás arroces de la península ibérica o el del champagne que nada tiene que ver con los espumosos catalanes. 

El escritor y actor Héctor Urien explica cómo los relatos colectivos evolucionan a lo largo del tiempo. Historias como la de Cenicienta llevan siglos cristalizando em formas diversas hasta que Disney conformara la omnipresente en nuestra sociedad. La gastronomía no se ha quedado fuera de este fenómeno global y como el cuento de la Cenicienta, las recetas tradicionales evolucionan, se adaptan y cristalizan en v versiones diferentes de un único plato. Pese a ello, insistimos en la paella original y la pizza verdadera; tildamos de imitaciones y aberraciones históricas todo el resto. El gran poder de contar historias de Disney ha conseguido eclipsar toda la tradición oral alrededor de la Cenicienta y ha hecho que su versión edulcorada sea hoy la dominante, la ortodoxa. 

Implícitamente, cada vez que alguien decide que una receta representa la tradición, está utilizando el mismo giro narrativo para bloquear una actividad viva y libre. La idea monolítica de una receta se transforma en un emblema de seguridad que estandariza un proceso y crea una conciencia social de unidad. Los italianos consideramos la pasta nuestro invento y patrimonio sin tener en cuenta que, muy probablemente, le “robamos” a Asia a través de Marco Polo uno de los alimentos más antiguos de la humanidad. Xixona es cuna del turrón aunque los árabes llevaran siglos consumiendo alimentos similares. 

La tradición es un constructo social para generar identidad. Una visión monolítica que no tiene en cuenta las diferencias y la heterogeneidad de la sociedad. Las ideas excluyentes son peligrosas porque intentan destruir la variedad y uniformar hacia el pensamiento único y el extremismo identitario. Así como de la Cenicienta hay versiones árabes, africanas, europeas, americanas, asiáticas, hay distintas versiones de cocidos, sopas, arroces, pizzas y pastas. Y no debería generar escándalo porque tanto la narrativa oral como la gastronomía son seres vivos que mutan y cambian según la intervención y las manipulaciones de cada persona. Sí, es verdad que podríamos desembocar en el caos y que llamar a platos distintos pasta carbonara podría llevar a un metalenguaje gastronómico, pero es también verdad que si cristalizamos y disneyficamos, corremos el riesgo de destrozar la maravillosa riqueza y variedad culinaria. Estoy en contra de los estereotipos gastronómicos donde los mexicanos son sinónimo de tacos y guacamole, los franceses de baguette y cruasán, los españoles de jamón y tapas. El relato único separa, creando sensación de superioridad identitaria. 

En conversaciones privadas entre amigos, siempre hay alguien que me pregunta si entonces estoy a favor de la pizza con piña y de la salsa Alfredo y mi respuesta es siempre la misma: lo más importante es que una novedad tenga buen sabor. Si alguien sabe preparar una pizza espectacular con piña encima, ¿por qué privarse de esa oportunidad? Está claro que cada uno tiene estándares diferentes, pero allí reside la tolerancia de aceptar que cada uno se coma la pizza como quiera. Le reímos la gracia al ministro islandés que quiere prohibir la piña de la pizza, pero no podemos considerarlo más allá de un meme.

¿Y si hay personas que quieren seguir creyendo en el relato tradicional para encontrar la seguridad del pasado? Pues bienvenido sea también siempre y cuando no sea excluyente y restrictivo. En psicología se habla de endogrupo y exogrupo para indicar el contraste entre un grupo de personas que se siente parte de una comunidad contrapuesta a otro grupo de personas —el exogrupo— que es otra comunidad no reconocida por el otro. Un mecanismo de contraposición para sentirse amparados por una comunidad. ¿Os suena? ¿No? ¡Vaya! Porque lo hacemos constantemente con la comida. Por poner un ejemplo, italianos y españoles diciendo que los ingleses y los alemanes no tienen ni idea de gastronomía. O que si haces una paella con chorizo como hizo Jaime Oliver eres un ignorante que está profanando la tradición. Me gustaría hacer una encuesta a todos los valencianos para ver si en su casa la paella se hace exactamente de la misma manera que en otros lares, porque tengo la sensación que no saldrían dos iguales. 

Es difícil tomar partido y posicionarse pero asistimos a verdaderas peleas entre bandos distintos. Sin embargo, creo que la cocina suele ser un acto de sinceridad y de unión. Esta afirmación tan sencilla puede ser cuestionada por completo si tomamos como ejemplo un movimiento como la Nouvelle cuisine que radicaliza las normas o la cocina molecular capaz de espectacularizar el proceso tanto que acaba viviendo de un relato que puede resultar clasista y un pelín snob. Pero, ¿A quién no le va a gustar una experiencia gastronómica de alta cocina?

Si lo del ser humano es contar historias, estamos viviendo el momento más interesante de contraste entre narrativas gastronómicas distintas.  

La cocina vive y se entrelaza con la narrativa llegando a extremos surrealistas que crean experiencias impactantes. Desde la representación pictóricas de bodegones renacentistas o barrocos símbolo de opulencia de la aristocracia, a la iconografía detallista y familiar de Miyazaki, así como la importancia de lo de sentarse a la mesa de las mafias italoamericanas de películas como El padrino, la cocina es uno de los sujetos más relevantes que permite crear iconografías de todo tipo, transformándose en una verdadera representación de la sociedad. 

En un momento donde el dualismo entre el purismo clásico y la rebelión innovadora se hace cada vez más extremo, asistimos a la difusión global de las experiencias gastronómicas dónde comer, muchas veces, se transforma en un trampantojo que entra por los ojos y los oídos pero te deja la boca más seca que una mojama. No me refiero a determinados restaurantes que cuidan todos los detalles para crear una exaltación de un banquete, sino a franquicias y restaurantes que gentrifican y contribuyen a la creación del parque de atracción del casco antiguo de una ciudad. Un sin fin de espacios con influencia asiática, hawaiana, italiana, gringa y mexicana. 

Los centros de las grandes ciudades ya son un derroche de burgers, ahora smash burgers, pizzas gourmet, pokes, ramens, gastrotabernas castizas, sitios de super healthy food keto y proteico, masas madres, dulces sin gluten, New York rolls, cervezas artesanales, food porn y experiencias extremas con cocktails humeantes y entornos extra glamurosos y chic de increíbles garitos con más estrellas que un general. Un trampantojo ecléctico que intenta vender la exclusividad experiencial y que por detrás de la fachada de cartón, no tiene la profundidad y el gusto de un plato de los de verdad. Para entendernos, todos aquellos garitos que han profesado la religión del rulo de cabra, la cebolla caramelizada, el vinagre balsámico y los palitos de berenjena en tempura con miel.

Áreas temáticas que viven de tendencias, donde antes había restaurantes pseudo indios ahora hay izakayas japoneses y garitos fusión de comida castizo-asiática cuyos platos son la exaltación más burda del fast-food decorado con láminas de oro. Es así que, de repente, te encuentras sentado en un interior de un restaurante con cabezas de toros que son puro atrezo, o que estás rodeado del maximalismo kitsch de la Costa Amalfitana para comer una serie de platos que ni fú ni fa. Una representación efímera que exalta la estética por encima de la sustancia, transformando la gastronomía en un trampantojo donde todos nos podemos sentir grandes expertos. En esa hiperestimulación sensorial que entra por los ojos y los oídos, asistimos a la castración química del paladar. El gusto está relegado al final de una experiencia que nos llena de aire, sin alimentarnos. 

¿Es el fin de la gastronomía? Desde luego que no porque, por suerte, cocinar es una de las actividades más vivas y libres que practicamos a diario. La cocina es un espacio heterogéneo, rico donde todo está admitido. Lo espectacular no está en la puesta en escena como muchos quieren hacernos creer. Lo espectacular es que siempre hay alguien que rompe una norma, cambia un aspecto de un plato e innova el proceso. Cocinar une, es tan así que cocineros cómo Ferrán Adriá han apoyado todo su proceso en la tradición mediterránea fusionada con la asiática y el alto conocimiento de los procesos químicos metabolizando y escupiendo una nueva manera de entender la gastronomía. La cocina molecular no es una declaración destructiva y excluyente, sino una manera de evolucionar y encontrar nuevos caminos más sofisticados. Cocinar es un ecosistema y quien se radicaliza alrededor de una receta demuestra inseguridad, porque la receta solo es un elemento funcional para replicar un plato, no un arma para crear una versión única y pura.

Sentarse a una mesa o cocinar son actos de amor hacia el prójimo. Nos volcamos para transmitir calidez alimentando a los demás. Comer es un jolgorio, un festejo para los sentidos, es la realización material del placer mientras contamos historias. Comer es algo tan complejo que reducirlo a un conjunto de unos y ceros como si de un algoritmo se tratase no tiene sentido. Manipular y preparar alimentos es un arte ancestral único que evoluciona y representa la esencia de nuestra sociedad. Es un festín, un banquete para los sentidos. La representación más simple del placer. 

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