Elon Musk está últimamente muy activo en X, y tiene opiniones tan interesantes sobre la actualidad que les recomiendo hacer lo que yo, pasar de ellas. Mutearlas. Echarse lubricante en ojos y orejas permitiendo así que todo lo que salga de su boca se escurra hasta un orificio de salida. Lo antes posible. Como si, sólo por darle un par de vueltas, ya se corriera el riesgo de un enquistamiento con elevada probabilidad de mutación en melanoma maligno.
Para nosotros los masoquistas, adoradores de todo lo que nos satisfaga la curiosidad plegándonos a la crueldad del desvelo, personajes como Musk son Kryptonita. Una roca de almendrado aroma, igual que el cianuro, de la que sabemos debemos alejarnos, pero a la que no podemos evitar regresar. Por eso confieso ser un gran metepatas. Les he dicho que pasen, como yo, de las boutades mentales del gurú tecnológico y, en realidad, soy incapaz de no pecar. Caigo con todo el equipo. Se me revelan tan exageradas, tan histriónicas, tan derrapadas las conclusiones que exhibe con el desparpajo de una vedette ebria. Me derriten. No me las creo. Me pellizco. ¿Sigo en la simulación?
Desde que Elon compró Twitter, lo salpicó de libertad cacique, de bots a tutiplén y le recortó el nombre, ha pasado por la quilla cualquier principio de decoro. Los viejos proscritos, desinformadores y bulímicos del odio son los nuevos amos del cotarro. Llenando de bulos, falsedades desveladas y teorías conspiranoicas la red social. Y no son pocos cientos de millones de pares de ojos (disculparán los tuertos mi falta de integración) alambicando en el estómago sus delirios irresponsables. Sus chistes negros. Sus risueñas travesuras.
Porque yo también -y usted, no se engañe-, me rio con burradas oscuras calibradas en los escollos ácidos de la mente. Y tiro mis sesos como estalactitas al techo recriminándome por semejante ordinariez. Pero me abstendría de despachar esas risas multimillonarias e inapropiadas en una comida familiar, donde mi joven e influenciable ahijado de 10 años me escuche y crea que lo largado ha de entenderse literalmente. Al pie de la letra. Y acabe el crío trajinándose a un bebe porque lo más bonito es que le llega uno al corazón. En fin, mal gusto, esas cosas… La audiencia debería condicionar el contenido del discurso. Cosa que no parece entrarle en la cabeza a Elon.
La última mamarrachada del Alien Musk, de E.M, el extraterrestre, ha sido afirmar que una guerra civil en Reino Unido es inevitable, tras los recientes disturbios contra la inmigración. Así. Tal cual. A contrapelo y contrasentido, esa ha sido su declaración en un tweet. Que tu colega chav de Bristol con un tatuaje en la pechera donde se lea “Only god can judge me”, y la cruz de San Jorge tatuada en la nuca, te diga eso en un dipsómano audio a las 3 de la madrugada, pase. Pero Elon Musk, a tenor de su influencia, de su poder, de su… Dios bendito, ¡de quién es!, debería achantar la mui. Invocar un pellizco de responsabilidad. Y lo peor de todo esto, es que nadie puede ponerle una correa e impedir que bastonee el avispero. X es suyo. Su juguete. El altavoz masivo de su complot omnisciente. Lo que, pensándolo bien, confirma que el destino del planeta está en manos de un envenenado mental con complejo de mesías. El cual, por si fuera poco, resulta que también lleva consigo una poderosa cruz de símbolo. Oye, va en serio, ¿me he despertado ya o sigo en el simulador?
Musk, sentado en su poltrona chiripitiflaútica de platino lunar, contempla palomitero el fracaso del concilio. Elon se pasa la civilización por el arco cuántico. Es un apocalíptico vocacional. Un sincretista de la regeneración. Dice en una larga entrevista con -el ¿intelectual? ¿psicólogo? ¿individualista hipertrófico?- Jordan Peterson, que sufrió una crisis existencial a los 12 años. Con la alopecia púbica motorizando todavía sus preocupaciones, Elon Musk se descolgó por lecturas metafísicas. Las de las religiones monoteístas abrevaron algunas respuestas en la mente del joven curioso, pero parece ser que las politeístas, en concreto la hindú, lo melló con hondura.
Que un chaval muy bien avenido, sufrido de cierto grado de asperger, bucee con las agallas del narcisismo temprano en el conocimiento de las fabulaciones hindis no es para tomarlo a pitorreo. Son conceptos que, mal digeridos, edifican una colosal fe en la renovación, la falta de valor de la vida humana material en favor de algarabías espirituales y dignifica mucho el reciclaje. El borrón y cuenta nueva. Mudar la piel como un víbora saltando de agarradera en agarradera de la rueda del dharma, despreocupándose por cuanto se deja atrás.
Temo que Elon, bien temprano, leyera obras como el Mahabharata. En esta poesía-épica hindú se abordan infinidad de cosas, pero una de ellas es una explicación de los males de nuestra época. A saber, haber entrado en el Kali Yuga, la cuarta y peor etapa del ciclo de Yuga. Kali, a pesar de compartir nombre con la célebre consorte polimanual de Shiva (la más explotada en los relatos occidentales), es un bicho aparte. Un demonio mohoso, moreno-sucio, con cara de perro que se la ha pillado con el hueco de la puerta. Le gustan, además, todos los vicios; el juego, el alcohol, el materialismo… -Kali y yo nos parecemos un viernes después de recibir la paga-. En fin, para resumir lo inresumible, Kali es la trompeta que marca la llegada del tránsito por el que los humanos herejes perecerán, y los adoradores de Vishnú renacerán en una tierra donde los hombres medirán 10 metros, y vivirán 10 mil años, y los campos abastecerán sin interrupción y la vida, al final, será la tómbola, de luz y de color, que nos prometía Marisol.
Despellejemos la alegoría del oropel cuentista. Deshagámonos de la casquería para reservar la pieza limpia. Con la idea. El renacer de una humanidad más poderosa, en un nuevo horizonte donde sólo los fuertes -los mansos son ya chuletas-, heredarán, no la tierra, sino el universo. Musk, según confesó a Peterson, llama a su particular conciencia de la superación y el progreso: “la religión de la curiosidad”. Una expresión con bastante hondura.
Lo pillo, Elon. Comparto que el valor de la investigación y el descubrimiento nos ha servido a los seres humanos para clavarnos en el podio de la evolución. Pero también nos ha descargado en los fangos de la crueldad sin reparos. Exterminar razas o meter hamsters en microondas, por decir algo. La manoseada “banalidad del mal”, de Hannah Arendt, o el “experimento sobre la obediencia”, de Stanley Milgram, advirtieron con acierto hasta donde estamos dispuesto a llegar por convicciones, bien sean estas hijas de una orden jerárquica, bien por el poder, aparentemente incuestionable, de la ciencia y el empirismo. Así que reunamos ambas, la convicción de un deber y la de un valor intachable, en la mente de un hombre con el poderío económico, y el arrojo, de alcanzar la ejecución de su visión. Un ingeniero de lo imposible ilustrado, desde chaval, en la comprensión de la existencia humana como un navío dirigido hacia su superación, que no tiene tiempo de pararse a rescatar náufragos, y del que él está destinado a llevar el timón. Frente a semejantes pájaros, hay que andarse con mil ojos…
Elon Musk luce, a cada nuevo comentario, a cada nueva bocachanclada impulsiva, como un aceleracionista convencido. Un invocador del pánico que de las cenizas rescatará los eslabones duros, los sólidos, para cimentar el mundo del mañana. Su darwinismo recuerda al de otros antecesores, a quienes las rabiosas especulaciones con la supremacía hoy les brindan un asiento en el club de los tiranos. La historia los ha puesto en su sitio. Veremos qué lugar desempolva para el nombre de Elon Musk.
Quizás cuanto digo sea una cretinada. Tal vez haya caído en el colmo de la ceguera. Y no sea capaz de enfocar adecuadamente la genialidad de la mente que nos catapultará al superhombre definitivo. Por si acaso, yo seguiré con el morro avieso, refrescado en la duda. De equivocarme, asumiré con las orejas gachas y me embarcaré a la conquista planetaria bajo las órdenes de Musk (si es que no te has picado mucho por esto, Elon). Y, de estar en lo cierto. De revelarse el mesías como el pirado de autopercepción iluminada que parece ser, me quedaré a gusto en el sacrosanto “os lo dije”. No deberíais haberlo escuchado. Ni confiado en cuanto os asaltara desde su poderoso altavoz. Cada vez más claramente encamado con la libertad de desestabilizar el mundo. Al fin y al cabo, quemar el bosque es la forma más rápida de construir algo nuevo, especialmente cuando los árboles te importan un pimiento.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.