La belleza es la maravilla de las maravillas, únicamente la gente limitada no juzga por las apariencias, el verdadero misterio del mundo es el visible, no el invisible.
Oscar Wilde
Posee auténticos gibraltares de músculos. Empedrados hombros de culturista que sostienen un torso cincelado en sudorosas sesiones de abdominales. Pezones diamantinos, encogidos a fuerza de burpees, carean sus periferias con unos bíceps helénicos, fibrosos, propios de un miembro de El club de la lucha. Eso pómulos de bola de billar. Esas gruesas cejas como pelícanos planeando sobre dos ojos igual que agujeros negros. La boca viscoelástica, de acolchados labios, haciendo de alfombra a una insolente nariz Depardieu. El cuerpo lo tiene todo para hacer sentir a cualquier macho horriblemente desamparado.
Centrado en su panza de pudin, en su calva de capó encerado, en sus bracitos de alfiler o en la mirada de nausea de las sílfides urbanas, el hombre corriente toma el pulso de su atractivo y lo nota estancado. Si yo hubiera matado a un tío, piensan las barbas comunes, por muy justo que fuese, por muchas razones que tuviera, no me hubieran dado ni las gracias. Y seguramente sea cierto. Oscar Wilde llevaba razón cuando dijo que la belleza es la forma de genio más elevada, pues no necesita de explicación. A los guapos, en fin, se les perdona todo.
Desde diciembre del año pasado, el mundo no repetía tanto el nombre de Luigi como desde el lanzamiento de Mario Bros. Luigi Mangione, para ser más exactos, que es la denominación del joven y bello estudiante de ingeniería de 26 años, acusado de matar de tres disparos al consejero delegado de UnitedHealthcare, Brian Thompson, en Nueva York. Un asesinato que muchos vieron, desde su anuncio, como justicia faraónica. El pago simbólico por los miserables modus operandi de las aseguradoras estadounidenses. La bestial advertencia del cansancio y la desesperación.
Pero antes de que el magnicidio tuviera nombre propio, internet se plagó de especulaciones nacidas de los grabados en los casquillos de las balas, donde había escrito “Retrasar”, “Negar”, “Defender”: parte del título de una obra de Jay M. Feinman relacionada con el impago de las reclamaciones a los seguros.
Más allá de que el libro se haya convertido en todo un best-seller (¿quién pudiera ser admirado por un famoso magnicida?), el pueblo tuvo claro que la bilis de la injusticia había sido, al menos brutal y tímidamente, calmada por un hombre. Un héroe de la clase trabajadora. Un Joker, de Joaquin Phoenix, dispuesto a saltarse la ley jurídica y ética más antigua, poniendo la ley del talión por delante. A los poderosos, decía la sangre de Thompson ennegreciendo el pavimento neoyorkino, se les ha acabado el chollo. Y las masas digitales vitorearon. Sin importar el signo o el bando. Si el puño en alto o la palma recta. No hay nada más inclusivo que el odio frente a quien hace caja con la salud humana.
Al poco tiempo, la máscara resbaló desvelando un rostro de carne. El de Luigi. El de un atractivo zagal que había sufrido de una espondilolistesis, y al que, en su línea habitual, las aseguradoras habían dejado tirado en la cuneta. Pero no contenta la opinión pública con saber que el justiciero estaba de muy buen ver, lejos de la presupuesta cara de congrio solitario, de esmegmático tarado henchido de rabia, acné y dominado por una mirada ausente, resultó que también era de familia bien, con estudios en las altas esferas y de expediente modélico. Y así, lo que empezó a viralizarse en internet y los medios de comunicación como la encarnación anónima del nuevo Joker, se convirtió en la significación real del nuevo Batman. La histeria se adueñó de las redes. ¿Se acuerdan de 50 sombras de Grey? Pues de su protagonista gustó que fuera guapo, pero también rico. Lo mismo que Mangione. ¿Acaso humedece igual un galán saliendo de un Fiat Multipla con pegatinas de promoción que de un Porsche? Todos sabemos que no.
Ya se habrán dado cuenta de la épica de la narrativa. Que un pobre se juegue la perpetua por hacer justicia contra las aseguradoras resulta razonable. No lo hace si el enmascarado es rico. Si Batman no tuviera un duro no daríamos ni uno por él. Al igual que la verdadera infelicidad; la que se publicita, la que nos llega y afecta realmente sólo la da el dinero, los verdaderos actos de justicia sólo los cometen personas que podrían enterrar sus dramas en oro. La justicia epopéyica, la trascendente, se planifica en yates y sucede con guantes de marca. El resto no son más que ajustes de cuentas. Rencillas. Vulgaridades.
Por todos estos motivos, una avalancha de halagos industrial cayó en dirección a Luigi. Y se hurgó en su vida igual que haría un mapache en la basura de un restaurante. En cuanto fue abiertamente acusado de asesinato e incluso terrorismo, Luigi Mangione perdió su derecho al pudor. Tuvo que entregarse a la pornografía del morbo. La misma a la que se rindieron Bony y Clyde, Charles Manson, Ted Bundy, Jeffrey Dahmer o los hermanos Menéndez, aunque distinta a la que vivieron John Wayne Gacy o Dennis Rader. Todos ellos asesinos víricamente mediatizados, pero de busto bien distinto. Porque hasta los psicópatas tienen ventajas si son guapos.
No es plan aquí de poner en la misma frecuencia mental al coro de pirados citado que a Mangione. Aun así, la marabunta de memes, fotomontajes, salivaciones digitales y declaraciones de amor incondicional (algunas con abiertas peticiones de inseminación), si brindan a Luigi un pase para el clan de los rompecorazones asesinos. Un club muy exclusivo. Uno que Mangione apunta a liderar en vista de cómo se está volcando el universo digital con cientos de miles de adoradores rendidos a su carisma. Hasta el punto de que se han recaudado 200 mil dólares para el pago de sus abogados. Una cifra alcanzada gracias al bizarro cóctel de su compromiso político -muchos consideran la gesta del icónico joven un martirio ideológico-, y la mitificación de su atractiva facha.
Más allá de la hibristofilia (excitación sexual por un criminal) ligada a la adrenalina y el deseo de lo prohibido, el acto de Mangione tiene una lectura de largo alcance. En un presente donde cada vez más pimpollos dejan de ver la democracia como irreversible, y desconfían de sus mecanismos para impartir justicia, la acción directa gana admiradores. Cuando las garantías sociales de un Estado han caído en la bulimia, poseídas por la maldición del dinero y sus acólitos, el pueblo cede ante la desquicia. Y legitima una barbarie que, sean sinceros, a todos se nos pasa por la cabeza aplaudir. El planeta está cada día más plagado de tacaños parásitos y de podredumbre plutocrática a los mandos de la maquinaria. Un reino del abuso que los ciudadanos viven con impotencia. Inermes a hacer nada que no sea descargar la queja online, o confiar en la buena praxis política; con mala prensa y bajo sex appeal.
Es entonces cuando asoma un vigilante, con mucho que perder y nada que ganar, salvo lanzar un mensaje, empleando esa violencia sorda, silenciosa, que nos tritura por dentro cada día y a la que queremos dejar salir. Es tanto el mosqueo. Es tan agria la digestión. Pertenece tanto la vida del hombre corriente a los caprichos de los aristócratas multinacionales, que la salvajada del justiciero pasa de oler a locura, a estar perfumada por el viciado aroma de la admiración.
Luigi Mangione, como todo, sea una super estrella musical, un violador múltiple o un pueblo exterminado, tarde o temprano a la gente se la sudará. El caso ha demostrado, sin embargo, una vez más el titánico valor del atractivo en la era de la viralidad, así como el creciente sentimiento de indefensión que está llevando a la ciudadanía a ovacionar un asesinato. Que por muy legítimo que nos suene, que por mucho ruido que haga, no dejará de ser un paso para atrás. Una confirmación de que los mecanismos democráticos ya no son la referencia del pueblo, o peor, que ya no sirven para nada.
Una advertencia para quienes les tiente hacerse los admiradores de Mangione; apúntense al gimnasio y fichen un buen cirujano plástico. Si son de a los que cuando van a comprar una máscara de Halloween sólo les dan la goma, me temo que la honradez de su crimen pasará desapercibida. Y, por descontado, el abogado correrá de su bolsillo.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.