Ilustración: FERNANDO HERNÁNDEZ

¿Tecnófilos o neoluditas?

Ni siempre debemos dar un paso atrás, ni todo el tiempo los pasos han de ser hacia delante

Hace poco se propagó por Twitter una mentira pequeñita. Contaba el tweet que una película egipcia muy cortita, dos minutos, había ganado el premio a mejor cortometraje del Festival de Venecia: se llamaba (supuestamente: ya digo, era una mentirijilla) L’altra par. Trataba, en tono boomer y neoludita, “la alienación que producen en la sociedad contemporánea las nuevas tecnologías”, con muñequitos cual ovejas descarriadas, agarrados a su móvil-mano, apéndice en vez de herramienta, cayendo al desfiladero de tanto hacer scrolling. El vídeo lo compartió no poca gente, que vio en él su superioridad moral reconocida: justificaba perfectamente sus fantasías de ser rarunos, desacompasados, conscientes, infinitamente mejores que nosotros, los que poseemos un móvil y algunas suscripciones (o hemos vendido directamente nuestras almas al Belcebú de lo digital). Lo irónico (y chulo) era el mensaje acompañante: “no digas nada, solo retwittea”. Como se empeñan en decir todos los críticos culturales desde hace tiempo, o al menos aquellos que conservan dos dedos de frente, la subversión o la crítica a algo es perfectamente asimilable por parte de aquello mismo que se está criticando. No haga nada para combatir este infernal mundo distópico de las nuevas tecnologías, esta presunta pasarela al abismo: solo retwittee… mi contenido mentiroso creado para ser fácilmente viralizable. ¡Adiós, muchas gracias!

Confieso que yo también tengo en ocasiones deseos y aspiraciones que se parecen mucho a todas estas inquietudes neoluditas: están presentes por todas partes en el espectro político, desde los más izquierdosos (cuyo culto a la tecnología acaba en algún lugar del siglo XX, probablemente anterior a la invención de la bomba atómica) hasta los tradicionalistas (que prefieren, por mucho, no excederse demasiado y quedarse con las inmediaciones de la invención de las poleas; al fin y al cabo son también construcciones tecnológicas). De cuando en cuando me asalta la voluntad de irme al campo, o de irme al mar, pero no tanto a un mar convertido en vertedero de plástico u orilla de cemento; yo ansío las calas prístinas, todavía saturadas como en las películas, para mí inaccesibles, para corromperlas siendo humana y, al ser humana, inherentemente corruptora.

Me quejo todos los días de Twitter, de cómo ese pantano camuflado como red social degrada el correcto funcionamiento de las sinapsis, pero paso los días en Twitter, y en Instagram, y participo, uso los filtros, dejo que las redes recopilen información sobre mí gracias a las fotos, no me importa demasiado la privacidad de mi información (y menos desde que soy algo un poquitín parecido a esto de los personajes públicos: no cuelgo mucho de mi vida privada, pero no me privo, incluso, de vivir en ocasiones para Instagram). Las inquietudes neoluditas son impulsos, son ilusiones, pero para mí vienen de un tiempo completamente desconocido: no he sabido nunca nada de la vida mínima, vacía de incursiones digitales; a los siete años ya era una personita a un ordenador pegada; a los 10, quizás antes, sabía grabar un DVD con el Nero, costumbre de la época. La única nostalgia que puedo tener se manifiesta en formas muy bellas: la nostalgia de aquello que ni conozco ni he podido conocer. Como sé que es una inconformidad sentimental con pequeñas carencias y cosas que me ponen nerviosa del presente, solo la uso políticamente cuando me parece que su uso político puede ser legítimo e interesante; por lo demás, la aparto. Y evito a toda costa ponerme catastrofista. Como en la primera película de Matrix: imaginar que estamos todos enchufados a la maquinita, a una red o sistema virtual, y que no podemos escapar de ahí, porque quizá ni siquiera lo deseamos. Imaginar que la prisión es un infierno y no, que también podría ser, un dulce perderse.

No cuelgo mucho de mi vida privada, pero no me privo, incluso, de vivir en ocasiones para Instagram

La primera película de Matrix dio muchísimo material: metáforas toscas a tutiplén para los neoluditas. Era una película muy interesante, sí, pero fácilmente cincelable hasta asemejarse a otro mensaje distópico más en la cascada sin final de mundos distópicos a la que estamos acostumbrados. La tecnología toma todas las acepciones del pharmakon griego: remedio, veneno, chivo expiatorio. El problema es que, a veces, por economía mental y siguiendo la siempre recurrente tentación de pensar por lo fácil, se olvidan algunas de sus vertientes y acabamos concentrándonos sobremanera en otras: a manos de unos, la tecnología es siempre distópica, destructora, como un aparato de tortura que deshumaniza; a manos de otros, la tecnología es un futuro abierto lleno de posibilidades, felicidad, placer y estímulos interminables, cual Arcadia o tierra prometida. La tecnología del siglo XXI, invariablemente ligada a lo digital, lo virtual, a una transformación radical del mundo, a formas de herramientas disímiles de lo visto en otros tiempos, es a la vez todas estas cosas; el problema con Matrix es que la gente se queda con la primera película (¡llegan a censurar las demás!), que encima confirma sus sentimientos neoluditas, y olvida la existencia de todas las demás. Aquí viene una apología: son muy buenas, muy curiosas, y hay que defender, por ejemplo, el ejercicio creativo de las hermanas Wachowski al grabar una suerte de rave-orgía en medio de la guerra: en las catástrofes y guerras también hay deseo, siempre.

Lo interesante de Matrix Resurrections, la última y más reciente película de la saga, y que la gente ha interpretado o bien como un ejercicio woke completamente terrible o bien como una maravilla (me inclino por la segunda, puestos a elegir: es una película a ratos desigual, pero me gustó mucho), es que asume de forma mucho más explícita que el resto de la saga lo que el filósofo francés Derrida advierte en el concepto griego del pharmakon como una indeterminación, una decisión imposible entre significados contrarios, y trasciende esa frontera. Ya no hay una dicotomía estricta entre lo humano y lo robótico; la ruptura de ese límite no pasa solo por fusiones que tienen que ver con lo ciborg y lo transhumano. Lo importante es la capacidad de las personas para desarrollar empatía con las máquinas, y viceversa: cómo pueden las máquinas ser profundamente transformadas por la interacción con los humanos. Hay recelo, pero colaboran, se quieren e incluso se completan: es la interacción con el sistema (aunque este sea una estructura opresiva, aunque esté pensado para la servidumbre de toda la especie humana) lo que permite superar la persistencia dicotómica e imaginar otros futuros posibles.

Pero en Matrix pesa mucho la dimensión del engaño: toda su mitología tiene más que ver con las sombras proyectadas en la pared que con el pharmakon. Pastillita roja, pastillita azul, metáforas de Alicia en el país de las maravillas. Pesa hasta el final de la película, cuando (alerta, spoiler) Neo y Trinity, con el poder del amor, deciden rehacer la simulación virtual a su antojo, poner arcoíris, convertirse ellos también en dueños del mundo y hacer de una gran máquina de extracción de energía (o plusvalía) que convertía a las personas en baterías humanas un territorio de ensueño y escapismo. Ahí, diríamos, la dicotomía no llega a trascenderse: se pasa de un extremo a otro, en movimiento pendular, pero sin que el péndulo alguna vez se rompa.

A lo que me recuerdan esas últimas escenas de Matrix Resurrections es a los desarrollos de ficción especulativa alrededor del concepto del hopepunk: en lugar de la caída constante en el cinismo o la insistencia en la maldad inescapable de los seres humanos, los personajes de una obra calificada como “hopepunk” se revelan, haciendo de sus virtudes sus motivos y alumbrando luces en medio de la oscuridad. El problema del hopepunk sigue siendo el del neoludismo: el entorno tecnológico extraordinariamente desarrollado, mal utilizado por unas élites, es con frecuencia uno de los problemas; la salvación solo llega a través de las buenas acciones de los individuos, casi naturalizadas como algo que viene de serie en los seres humanos.

Me parecen algo más interesantes obras como El Ministerio del Futuro de Kim Stanley Robinson: en su caso, en una forma de ciencia ficción hiperrealista, busca imaginar cómo podríamos sobrevivir a la catástrofe climática, y en esa supervivencia utiliza necesariamente la tecnología; ya no como amenaza o problema, sino en tanto que parte de la solución. No es el mayor de los optimistas, aunque ya lo sea bastante: los hay mayores, también desde perspectivas de izquierdas o ecologistas, más o menos serias. En su vertiente estética, vemos sobre todo el elogio del solarpunk, con mucho verde por todos lados, árboles y plantas creciendo en edificios enormes y jardines verticales hasta donde llega la vista; en su vertiente política están los aceleracionistas de izquierdas, como Nick Srnicek y Alex Williams, cuyo deseo es liberar la tecnología de su sometimiento al capitalismo y, en consecuencia, abrir de una vez por todas el candado del futuro.

No sé si hay que ser extraordinariamente tecnófilos, pero sí sé que no hay que excederse en esto de volvernos neoluditas. Lejos estoy de cualquier culto inane al progreso, pero también de las fórmulas aplicables a cualquier situación: ni siempre debemos dar un paso atrás, ni todo el tiempo los pasos han de ser hacia delante. No sé si veremos un comunismo de lujo completamente automatizado o un nuevo proyecto Cybersyn, el sistema chileno de planificación económica que quiso impulsar Salvador Allende. Quizá lo importante sea no caer en los contenidos mentirosos ni de un lado ni del otro, y emplear a veces las armas neoluditas y otras veces las esperanzadas; responder a los cenizos tecnológicos con atisbos de esperanza y ofrecer una de cal y otra de arena a quienes creen que la tecnología, como Dios mayúsculo, resolverá todos nuestros problemas. La actitud crítica podría ser, otra vez, renunciar a que el pharmakon se quede en uno solo de sus significados: permitamos que las cosas lo sean todo a la vez, porque a partir de ahí podremos pensar.

Sobre la firma

Elizabeth Duval

Elizabeth Duval nació en Alcalá de Henares en el año 2000. Es autora de libros como «Madrid será la tumba» (2021) y «Después de lo trans» (2021), escribe en Público, colabora con Gen Playz y forma parte del Consejo de Redacción de CTXT. Vive en París.

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