El odio y el amor comparten una misma afección: su ceguera. Se pelean, ambas emociones, por capitalizarnos día a día. Fluctuamos entre ellas como patitos en una bañera agitada. Por lo general, cuando sentimos la necesidad de invocar visceralmente cualquiera de las dos, es porque su opuesto tiene en nosotros la misma fuerza. No hay odio ciego sin amor ciego, y viceversa.
El amor es sabio y el odio tonto, dejó grabado Bertrand Russell. Insobornable pacifista, el intelectual reclamó el acto de amar, tanto como un arte, a la forma de Eric Fromm, tanto como un arma, a la forma de los poetas. Un cerrojo para mantener a raya la destrucción de la raza humana, galvanizado por la tolerancia y la caridad. Sin embargo, Rusell se olvidó de algo importante. El amor es corajudo y el odio cobarde. El amor es exhibicionista y orgulloso. El odio; majadero y mascarado. Deja el primero sus fuentes al descubierto. Al segundo, en cambio, no le importa el anonimato, ni el olor a cloaca, con tal de verse satisfecho.
Eso ha hecho que las redes, e internet en general, estén sembradas de tanta ojeriza. No cabe mejor escenario para dejarse arrastrar por la bilis, desde una cobarde atalaya anónima, y con potenciales consecuencias graves en el mundo real. Es un poder irresponsable, el del desprecio digital. Y ya que no parece posible hacerle una cirugía a la inquina y la antipatía humanas, visto el historial que cargamos, se revela natural pensar en cómo limitar la propagación de su incendio.
El fiscal de Sala Coordinador contra los Delitos de Odio y Discriminación, Miguel Ángel Aguilar, cree necesario prohibir el acceso a redes sociales a quienes cometan delitos de odio, así como una débil identificación de los usuarios. La pirueta normativa es fácil de defender desde las tripas. A los mamarrachos bárbaros, dentudos azuzadores de la mala sangre, tienta encerrarlos en una cárcel analógica. Lejos de la libertad opinativa de las redes. Si un menda se pasea por un paseo marítimo nacional descargando incesantes improperios a los paseantes por motivo de sexo, raza o religión, no tardará en absorber un correctivo. Vista la importancia que capitalizan cada día más nuestras vidas digitales, suena civilizado vallar un poco tan desmelenado campo.
Dicho esto, recuerda uno sus tiempos de barricadas botelloneras, gritando a la gloria de Eskorbuto: «Mucha policía, poca diversión. ¡Un error! ¡Un error!». Cuando el poder legislativo mete mano en todo, incluso en lo inocuo e inocente, se sienten sogas injustas encoñadas contra la yugular. Y es que siempre existen peligrosos arrebatos despóticos tras cualquier ley que ponga en riesgo eso de lo que tanto nos gusta hablar (y que seguramente comprendamos poco), llamado libertad de expresión. Porque quien ama mucho algo, ve odio contra ello en todas partes. Incluso donde, seguramente, no lo haya. La línea se vuelve entonces débil y el amargor recurrente. Lo suficiente, como para pedir la prohibición de lo que no te gusta, sólo por eso, porque no te complace.
La creencia del fiscal Aguilar resulta, por tanto, contradictoria. Aunque lo es un poco menos, cediendo a lo irracional, si tenemos en cuenta que ya existe, desde la normativa europea, un buen número de normas reunidas en el Código de Conducta de la UE para la Lucha contra la Incitación Ilegal al Odio en Internet que deberían seguirse eficazmente, antes de avanzar hacia otras nuevas. Esto sin contar con que, de ponerse en marcha la prohibición que reclama el funcionario, habría sendas dificultades para hacer eficiente el castigo sin un control del usuario desproporcionado, visto que el acceso a las redes e internet es más sencillo que nunca.
No obstante, si hablamos en términos disuasorios, es posible que el riesgo de la reprimenda reduzca el envalentonamiento de quienes incitan a la matanza o se ensañan activamente con una persona hasta incurrir en las amenazas más salvajes. En 2022, el Tribunal Supremo condenó a un influencer por un delito contra la integridad moral, cuando el joven imbécil -porque no existe sinónimo más generoso para semejante carnuz-, le dio a un sintecho hambriento unas galletas oreo con pasta de dientes, en vez de crema. Kanghua Ren, nombre del valiente mamarracho, quien cayó en la horrible espiral de la búsqueda ciega de la fama y la atención, fue penado con la prohibió de acceder a su canal de YouTube, así como la de abrir otro, durante cinco años, al considerar que la red social era “el lugar de la comisión del delito”. La sentencia no ha menguado la estupidez supina que reina en la plataforma digital, pero seguro que ha hecho dar un par de pasitos para atrás a algunos frente a sus brillantes y crueles ideas.
Dicho esto, la demanda del fiscal adopta una cariz más serio a la hora de hablar de los recientes mensajes de odio y desinformación racista que se produjeron tras el crimen de Mocejón (Toledo), en el que un menor fue cosido a navajazos por otro joven de aspecto desconocido. La engorilada simplona y xenófoba no tardó en hacer su aparición en todas las redes sociales, distorsionando la realidad con fines, cuando menos, pendencieros, cuando más, políticamente espurios. La turba dictó sentencia sin pruebas, afectada por filias y fobias ideológicas que en nada se parecen a la verdad. En vista de eso, la posición de Aguilar parece coherente, pues seguro aspira a mutilar esas voces beligerantes y aprovechadas de los males nacionales para sus intereses particulares. El hándicap es, no obstante, lo ya mencionado. ¿Hasta dónde llegaría ese control y cual sería el baremo para justificar su activación?
El amor ciega los actos de odio y el odio revela la ceguera de un amor. Cuanto menos se deja llevar el individuo por el escepticismo, recalando en la versión de la verdad que alimenta sus deseos, o beneficios, más se expone a la muerte de la visión. Las redes han dado a ambas afirmaciones un escenario donde germinar lozanas. Y está claro que algo, desde las instituciones, que son las únicas con poder como para desafiar a los gigantes digitales del entretenimiento y la información, ha de ponerse en marcha. En primer lugar, actuar conforme a las leyes ya redactadas desde Europa, que ya han dado buenos resultados desde su arranque en 2016. Aunque, tal vez, no sea suficiente. Tal vez, el fiscal Aguilar esté en lo cierto, y la única forma de controlar este empecinamiento popular por la xenofobia, el racismo y la crueldad, que tanto enriquece a según que políticos y sanguijuelas opinadoras, sea apretar la correa legislativa en el universo digital. Bertrand Russell tenía razón, el odio es tonto. Pero no son tontos quienes se sirven de él para alcanzar sus metas. Y es ahí, en ese fangoso terreno, en el que nos vemos cada vez más untados hasta las rodillas. En el de ser borregos susceptibles de recibir mensajes manipulados de inquina, que hagan de la sabiduría del amor un apagado recuerdo.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.