Nos hemos acostumbrado al silencio de las monedas y a la ligereza de los bolsillos vacíos de billetes. Basta con acercar el móvil o girar la muñeca para pagar. Una huella, un código, un clic, y el dinero cambia de manos sin tocarse, sin verse. En este nuevo paisaje económico, vivimos en una época donde el dinero ha dejado de tener la materialidad, esa simbología física que tanto decía al exhibir el fajo. Hoy el tío Gilito no tendría una bañera de oro: le bastaría una aplicación. Pero esta transformación, aunque parezca silenciosa, implica algo más profundo que un cambio de formato.
Nos encontramos ante una mutación estructural del sistema financiero, impulsada por la consolidación de lo que llamamos economía digital: un entorno en el que gran parte de la actividad económica —producción, consumo, transacciones y servicios— se basa en tecnologías digitales, datos y plataformas interconectadas. En este ecosistema, el dinero ya no es materia, sino información. Es código. Y con ello, su manejo y su significado se reescriben.
Economía digital: más que tecnología, una nueva infraestructura del valor
La economía digital no se limita al uso de apps o tarjetas sin contacto. Es un sistema que redefine la arquitectura misma del dinero. Sus pilares son múltiples: desde la computación en la nube hasta la inteligencia artificial, pasando por sistemas de pagos instantáneos, contratos inteligentes y redes de blockchain.
Según datos del Banco Mundial, más del 76 % de los adultos en el mundo ya tienen algún tipo de cuenta financiera —muchas de ellas digitales—, una cifra que creció aceleradamente tras la pandemia. La digitalización ha reducido barreras de entrada, pero ha impuesto otras: la conectividad, la alfabetización tecnológica y la seguridad cibernética.
Expertos comoChris Skinner, autor de Digital Bank, señalan que “ya no es el dinero lo que cambia, sino su contexto: quién lo mueve, cómo, a qué velocidad y bajo qué condiciones”. En otras palabras, lo digital ha convertido al dinero en un flujo continuo de datos, susceptible de ser trazado, analizado y, potencialmente, manipulado.
Las criptomonedas y tecnologías como blockchain han elevado este debate a una nueva dimensión. Plantean la posibilidad de un sistema financiero descentralizado, donde el control no dependa de bancos ni gobiernos, y donde la privacidad no sea una función secundaria, sino una característica integrada por diseño. Modelos como Bitcoin, Ethereum o las stablecoins inspiran tanto entusiasmo como escepticismo: su valor es volátil, sus mecanismos complejos y su regulación, aún incipiente. Pero han logrado lo impensable: hacer repensar el concepto mismo de dinero.
Mientras tanto, los bancos tradicionales también se adaptan. Banco Santander, por ejemplo, ha apostado por el open banking, la inteligencia artificial y la automatización de procesos, buscando no solo eficiencia, sino una experiencia digital personalizada y segura. A la vez, participa activamente en foros internacionales sobre las monedas digitales de bancos centrales (CBDC), que aspiran a combinar la confianza del dinero público con la flexibilidad del entorno digital. Se trata de una convergencia entre lo nuevo y lo establecido: tecnología con respaldo institucional.
El efectivo como refugio: inclusión, autonomía y resistencia
Pero no todo el mundo transita este cambio al mismo ritmo ni con las mismas condiciones. La desaparición del efectivo puede dejar fuera a quienes no tienen acceso, habilidades o confianza suficientes para operar en entornos digitales. El dinero en papel sigue siendo un elemento de inclusión básica para muchos: personas mayores, habitantes de zonas rurales, migrantes, personas sin conectividad estable o trabajadores informales. Para ellos, el billete no es un símbolo del pasado, sino una herramienta de supervivencia diaria.
Además, el efectivo ofrece algo que ninguna tecnología ha replicado completamente: anonimato, control individual y libertad sin intermediarios. No requiere conexión, validación, contraseña ni aprobación externa. Por eso, su desaparición total no sería solo una evolución funcional, sino un cambio de paradigma con profundas implicaciones éticas. Pensemos, simplemente, en las recomendaciones de la UE de cara a posibles apagones, como el producido en todo el territorio español la jornada del 28 de abril de 2025. El efectivo fue la única moneda de cambio y lo que permitió a la economía ciudadana, más allá de su digitalización, no colapsar.
¿Un futuro sin billetes o una convivencia híbrida?
Aunque el rumbo parece claro, no está dicho que el dinero en papel desaparezca por completo. Es probable que se convierta en un medio marginal, simbólico o cultural, como las cartas manuscritas o los discos de vinilo: desplazado por lo digital, pero mantenido por razones afectivas, prácticas o ideológicas, y también como herramienta preventiva ante apagones.
Instituciones como Banco Santander, conscientes de este escenario, trabajan por una transformación digital más equitativa. Más allá de invertir en tecnología, han implementado programas formativos para reducir la brecha digital, como “Finanzas para mortales”, que ofrece talleres gratuitos sobre banca digital y ciberseguridad a personas mayores. Una forma directa de intervenir en los abismos generacionales y favorecer la inclusión de manera concreta.
El verdadero reto no está en eliminar los billetes, sino en garantizar que nadie quede atrás. La digitalización no puede construirse sobre la exclusión ni sobre la vigilancia sin control. La transformación en curso es una oportunidad para rediseñar el sistema financiero con principios más éticos, inclusivos y transparentes. Porque lo que está en juego no es solo la forma de pago: es el acceso al valor, la libertad de elegir, la privacidad de nuestras decisiones económicas.
La digitalización no debería significar deshumanizar la economía, sino repensarla. Aún hay espacio para decidir cómo queremos convivir con el dinero en su nueva forma. El futuro no está escrito en piedra: todavía está en proceso de programación, y aun podemos decidir el código fuente que usaremos.