Conectividad: de la paloma mensajera a la comunicación instantánea

Tras siglos de avances, Internet ha dado paso a la era de la hiperconectividad en la que es posible conectar cualquier cosa, desde un vehículo hasta una batidora. Fibra óptica y 5G suman fuerzas para mantener las conexiones actuales de alta velocidad, pero nos hemos vuelto tan dependientes de ellas que un gran fallo o ciberataque podrían sumirnos en un apocalipsis digital.

El ansia humana por comunicarse es tal que, antes de las ondas de radio y del reinado de Internet, nuestros ancestros recurrieron a todo tipo de ingenios para enviar mensajes a través del tiempo y el espacio. Junto a las pinturas rupestres y los primeros jeroglíficos, hemos llegado incluso a adiestrar palomas para tal fin, y famoso es el mito de la larga carrera del griego Filípides desde Maratón a Esparta para pedir ayuda ante una inminente invasión persa.

El objetivo siempre era el mismo: enviar mensajes lo más lejos y rápido posible. Poco a poco, a medida que los medios de transporte evolucionaban con la tracción animal, la máquina de vapor y los combustibles fósiles, el correo se fue acelerando. Pero el mundo seguía demandando una forma de comunicarse que fuera instantánea y a prueba de barreras geográficas, y así fue como nació el telégrafo, el teléfono, la comunicación por radio, los satélites y, como no podía ser de otra forma, Internet.

Gracias a siglos de innovaciones, guerras de patentes y multitud de avances auspiciados por conflictos bélicos, nos encontramos inmersos en la era de la hiperconectividad, en la que un diminuto dispositivo ubicado en nuestro bolsillo nos permite comunicarnos con cualquiera, esté donde esté y en cuestión de segundos. Con solo pulsar un par de teclas, lo mismo podemos hacer una llamada de voz, enviar un mensaje de texto o audio e incluso comunicarnos mediante los jeroglíficos del siglo XXI: los memes y los GIF.

La comunicación va tan rápido como la propia innovación que la respalda. Aunque algunos les cueste creerlo, incluso los SMS, aquella revolucionaria forma de mensajería instantánea que reinó durante más de una década y que tanto influyó en nuestra forma de expresarnos, acaban de cumplir 30 años convertidos en un recuerdo vintage a la altura de los CD y las cintas de VHS. Aunque todos siguen funcionando, ya casi nadie los usa y las generaciones más jóvenes los ven como una curiosa antigualla.

Ahora se llevan los WhatsApps, los Telegrams, los correos electrónicos y cualquier sistema de chat que ofrezca la red social del momento. Incluso las llamadas telefónicas están empezando a perecer, con jóvenes que afirman sentir rechazo ante la comunicación verbal en tiempo real y compañías de telecomunicaciones que ya ni siquiera ofrecen una línea de teléfono ente sus productos. Ahora todo es Internet.

La conectividad que ofrece la red incluso ha saltado de nuestros teléfonos y ordenadores personales para colarse en prácticamente cualquier cosa que se le ocurra, los smart devices que se llaman. Coches conectados, edificios conectados, televisiones conectadas y hasta batidoras conectadas conforman el nuevo mundo de Internet de las cosas (Internet of things o IoT), en el que los otrora estúpidos cacharros que usábamos cada día han adquirido la capacidad de comunicarse entre ellos y de compartir todos los datos que generan para alegría de las compañías que los reciben.

Eso es lo que significa conectividad al fin y al cabo, “la capacidad de conectarse o hacer conexiones”, según la RAE. Así que, en este contexto en el que hasta un campo agrícola puede sensorizarse para monitorizar el estado de los cultivos en tiempo real, y en el que hasta la placa identificadora de una mascota puede convertirse en un aparato conectado, lo importante es entender cómo nos conectamos, a qué y para qué.

NO TODO ES INTERNET

Aunque Internet se haya convertido en la vía de comunicación por excelencia en este instante de la historia y los smartphones sean la herramienta predilecta para ello, el entramado de tecnologías y dispositivos que habilitan la conectividad actual es mucho más complejo. Nadie lo diría si se tiene en cuenta que lo más normal es recibir un WhatsApp en el móvil mientras se escribe un correo electrónico al tiempo que salta un mensaje de chat en el buzón de Twitter. Pero lo cierto es que cualquier teléfono inteligente puede conectarse con otros dispositivos de varias formas más.

Hace alrededor de una década, cuando las conexiones a velocidades ultrarrápidas todavía no se habían colado en nuestros bolsillos, cualquier móvil disponía de otros sistemas como el BlueTooth, la comunicación de campo cercano (NFC, por sus siglas en inglés) y hasta el sistema de infrarrojos que sigue vigente en cualquier mando a distancia. Todos ellos comparten una característica fundamental: funcionan sin cables. Y, aunque su radio de alcance es relativamente corto, permitían cosas imposibles antes de que las conexiones móviles nos envolvieran de forma invisible despojándonos de los cables.

Antes de eso, navegar por la web requería un ordenador enchufado, del mismo modo que un teléfono fijo es incapaz de funcionar sin estar unido físicamente a una toma de tierra. De hecho, ambas conexiones funcionaban a través de la misma línea telefónica mediante el acceso tipo dial up, como bien recordamos aquellos que experimentamos los primeros días del Internet doméstico, en los que la conexión se perdía en cuanto alguien descolgaba el teléfono. Y, por supuesto, nada de conectarse fuera de casa, salvo que uno acudiera a aquellos sórdidos cibercafés que tan deprisa vivieron y tan feo cadáver dejaron a sus propietarios.

Poco a poco las tecnologías subyacentes se fueron refinando y evolucionando hasta llegar a hoy. Ahora, las conexiones inalámbricas habilitadas por wifi ofrecen conexión a Internet de alta velocidad desde cualquier rincón de la casa (siempre que estén bien configuradas), y las redes móviles de nueva generación incluso permiten ver una película alojada en la nube, en alta definición por streaming mientras se viaja en tren o en coche, y el avión está por llegar.

PIONEROS POR UNA VEZ

Este nivel de hiperconectividad a hipervelocidad, inimaginable hace solo un par de décadas, ha sido posible gracias a las últimas generaciones de redes móviles como el 5G y a las conexiones fijas de nueva generación como la fibra óptica. Tal vez España no sea la cuna del emprendimiento y la innovación, pero, en lo que a conectividad se refiere, puede presumir de unos niveles envidiables de banda ancha. “Fuimos pioneros en cuanto al despliegue de 4G y fibra óptica”, nos dijo hace unos meses el director de Nokia Spain, Ignacio Gallego.

Los deberes que ya hicimos con los sistemas previos y los esfuerzos actuales en la quinta generación de redes móviles nos sitúan como tercer país de la UE en cuanto a conectividad, según el último Índice de Economía y Sociedad Digital (DESI). En 2021, el 94% de los hogares del país ya disfrutaban de cobertura de banda ancha de nueva generación, frente al 90% de la media europea, y la diferencia fue aún mayor para la cobertura de la red fija de muy alta capacidad, donde el 94% de los hogares cubiertos en España superan con creces al 70% de la media de la UE.

Eso sí, nuestra posición aventajada corre el riesgo de desaparecer si el Gobierno y las compañías del sector no siguen manteniendo sus esfuerzos en cuanto a la conectividad 5G, cuya cifra de cobertura es la única que se sitúa por debajo de la media europea, según el DESI. Frente a la media del 66% de áreas europeas pobladas que disponen de este tipo de red, el porcentaje español baja hasta el 59%.

Aunque la diferencia sea pequeña, podría resultar problemática si se tiene en cuenta que el 5G está llamado a transformar radicalmente multitud de industrias y que “podría añadir un valor del 10% del PIB a la economía española”, tal y como nos dijo el director de Comunicaciones, Medios y Tecnología de Accenture España, Portugal e Israel, Eduardo Fitas.

El potencial económico de este tipo de red reside en su altísima velocidad y en su bajísima latencia en comparación con las generaciones previas. Mientras que la velocidad de las redes domésticas actuales es suficiente para las aplicaciones que los usuarios solemos consumir, como jugar a videojuegos en línea y ver contenidos de alta definición por streaming, algunos casos de uso de la industria conectada requieren unas capacidades que solo puede conseguirse con 5G.

El archiconocido ejemplo de las cirugías robóticas en remoto, en las que un profesional sanitario opera un robot quirúrgico ubicado a kilómetros de distancia para salvar la vida de un paciente, nunca podrá volverse masivo sin una red lo suficientemente robusta y rápida como para evitar la más mínima perturbación en la intervención. Del mismo modo, la promesa del coche autónomo no podrá cumplirse hasta todos los vehículos no sean capaces de comunicarse entre ellos y con todos los elementos de la urbe en tiempo real.

Su potencial para la economía y la innovación es tal que, ya en 2018 y hartas de que no llegara, algunas compañías de EEUU de sectores como la automoción y la producción energética empezaron a instalar sus propias redes privadas de 5G para acelerar sus casos de uso en sus plantas de producción. Idear estos proyectos piloto y demostrar su impacto en el negocio se vuelve estratégico ya que las compañías de telecomunicaciones tendrán que hacer grandes inversiones en infraestructura para seguir desplegando y su mejor opción para rentabilizar dichas inversiones está en los usos industriales.

Al menos será así hasta que llegue el tan anunciado metaverso (si es que llega). Como ya explicamos en el Tecno Para Mortales sobre realidad virtual, “el nivel de grafismos que requiere para generar la sensación de inmersión y la obligatoriedad de carecer de latencia la vuelven dependiente de conexiones muy rápidas y robustas para funcionar como es debido. Y si esto no se hace bien, suceden gatillazos como el que vimos en el encuentro Mundocrypto, cuya red fue incapaz de soportar tanta demanda al mismo tiempo y el sistema petó”.

¿APOCALPSIS DIGITAL?

Mientras esperamos la posible llegada del metaverso y las redes fijas y móviles siguen mejorando en velocidad y cobertura, también cabe detenerse a analizar en qué situación nos deja la elevadísima dependencia que hemos desarrollado en torno a la conectividad. Disponer de acceso a Internet se ha vuelvo tan estratégico para los negocios, la educación y la vida en general que, en 2016, la ONU elevó a categoría de “violación de los derechos humanos” la supresión deliberada del acceso a la web por parte de los gobiernos.

Solo en 2021, los ciudadanos de al menos 34 países del mundo fueron víctimas de represión por parte de sus respectivos gobiernos con un mínimo de 194 bloqueos del acceso a Internet en sus fronteras. La India destaca como principal régimen autoritario digital, con 106 cortes ella sola, seguida de lejos por Myanmar con 15 y de Irán con 5. Llama la atención que China aparezca con solo un episodio de bloqueo a Internet el año pasado, pero claro, el país ya ejerce su propia represión digital diaria con su Gran Cortafuegos, capaz de limitar el acceso a infinidad de páginas y servicios web extranjeros que no cuentan con el beneplácito del Gobierno de Xi Jinping.

En España, donde todavía podemos presumir de democracia digital, lo más parecido que hemos sufrido a un corte de Internet han sido las caídas de algunos servicios tremendamente populares, como la que tuvo lugar en octubre de 2021 cuando todos los brazos de Meta (WhatsApp, Facebook, Instagram) dejaron de funcionar a nivel mundial durante unas seis horas. Y, ese mismo año, un incendio en las instalaciones de un centro de datos del proveedor de servicios en la nube OVH provocó la caída de millones de páginas europeas durante días.

Las pérdidas económicas de ambos sucesos se contabilizaron en cientos e incluso miles de millones de euros para las compañías afectadas. Pero no serían nada comparadas con lo que pasaría si Internet colapsara a nivel mundial. Un fallo grave y en cadena, un ataque informático lo suficientemente potente o incluso una gran tormenta solar podrían provocar un apocalipsis digital. Esta idea ya ha inspirado obras como la ficción sonora El gran apagón y el ensayo Error 404. ¿Preparados para un mundo sin internet?’. En este último, su autora, la periodista Esther Paniagua, afirma que “es cuestión de tiempo que la red caiga”.

Dado que una situación tan extrema parece difícil de evitar y sus consecuencias serían incalculables, lo único que podemos hacer es confiar en que la conectividad siga funcionando mientras la reforzamos mediante la combinación de distintas opciones. El objetivo de esta redundancia es que alguna resista al teóricamente inevitable suceso o, al menos, pueda ser restaurada en el menor tiempo posible.

CONECTIVIDAD POR MAR Y AIRE

Algo así fue lo que le sucedió al pequeño estado isleño de Tonga a principios de este año, cuando la erupción de un volcán submarino cercano destruyó parte del único cable que conecta al país con el resto de la red. La gravedad del incidente, sumada a otras cuestiones logísticas sobre la reparación de este tipo de infraestructuras, provocó que el servicio tardara cinco semanas en restablecerse.

Cuatro meses después del suceso algunos ciudadanos de sus islas secundarias todavía tenían problemas para acceder a Internet, según la organización periodística sin ánimo de lucro Rest of the world. Además del caos administrativo e informacional, el suceso se cebó especialmente con la economía del país, cuyo PIB depende entre un 30% y un 40% de remesas procedentes del extranjero.

Dados los enormes riesgos de un apagón digital de estas dimensiones, la mayoría de los países se conectan a la red no por uno, sino por varios cables submarinos, lo que garantiza el acceso, aunque alguno deje de funcionar. Actualmente se estima que existen 530 cables submarinos en activo o planificados, cuya extensión suma más de 1,3 millones de kilómetros.

España puede presumir de una red robusta que la conecta por varias vías con distintos países de África, Europa y dos conexiones con Estados Unidos. Sin embargo, la isla de El Hierro, por ejemplo, solo está vinculada con La Gomera mediante un único cable. Si esta vía de conexión fallara, los más de 10.000 habitantes de la isla solo podrían recurrir a Internet vía satélite, que también fue el salvavidas de la conectividad de los tonganos durante su apagón digital por mar.

Este tipo de conexión se alza como favorita para resolver las brechas de acceso en zonas remotas y de difícil acceso donde llevar fibra óptica, líneas telefónicas y ondas de radio resulta imposible o no simplemente no compensa. Tradicionalmente, su elevado precio, su mayor latencia y su baja velocidad a la hora de transmitir datos la han mantenido como una opción de segunda categoría con solo un puñado de empresas dando servicio a nivel mundial con un reducido número de satélites cada una. Pero, cómo no, el todopoderoso Elon Musk intenta desde un hace tiempo convertir el Internet por satélite en otro de sus negocios estrella con Starlink.

No ha sido el único miembro de club de las big tech en interesarse por el sector de la conectividad. Hace unos años, tanto Google como Facebook arrancaron sus propios proyectos de conexión a Internet, pero, a diferencia del de Musk en el espacio, estos dos gigantes intentaron hacerlo desde dentro de la propia atmósfera mediante globos aerostáticos y drones, respectivamente. Eso sí, ninguno cuajó. Varios años después de sus sendos lanzamientos, ambos gigantes dijeron adiós a sus iniciativas.

Sus fracasos, los retos económicos de la conexión por satélite y la debilidad de los sistemas terrestres actuales ante un gran apagón o un fallo generalizado dejan claro que, por mucho que nos hayamos acostumbrado a estar hiperconectados constantemente, la economía digital de la que tan dependientes nos hemos vuelto podría irse al garete en cualquier momento. Por supuesto, se trata de un suceso muy poco probable, pero, tal vez no estaría demás que empezáramos a hacer acopio de palomas mensajeras. Solo por si acaso. Corto y cierro. [Enviar]

Sobre la firma

Marta del Amo

Periodista tecnológica con base en ciencias. Coordinadora editorial de 'Retina'. Más de 12 años de experiencia en medios nacionales e internacionales como la edición en español de 'MIT Technology Review', 'Público', 'Muy Interesante' y 'El Español'.

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