Con el paso del tiempo, muchos juicios, la ayuda de la ciencia y la labor de algunos activistas, tanto de la política como de la sociedad civil, supimos cómo la industria del tabaco había logrado convertir a cientos de millones de personas en todo el mundo en adictos a un producto de consumo muy pernicioso para la salud. Para ello se había valido de instrumentos de persuasión, como el cine y la publicidad (¿recuerdan los Mad Men?).
Su trabajo fue magistral a la hora de segmentar los mercados para maximizar el alcance y beneficios de su producto. Lograron que se asociara el tabaco con la virilidad masculina (ahora “tipos duros”, como el “Marlboro Man”), pero también a la seducción y la feminidad (para así llegar también a las mujeres). Lo mismo respecto a las clases sociales: fumar podía mostrar la sofisticación de las clases altas con sus pitilleras de lujo, largas boquillas y encendedores de oro, pero también honrar a las clases trabajadoras populares en sus quehaceres diarios, a los soldados en el campo de batalla con su Zippo, al periodista que tecleaba furioso con un pitillo colgando de la boca en una redacción épicamente llena de humo y hasta los condenados a muerte en su último pitillo antes de ser ejecutados.
Detrás de ese trabajo de publicidad, supimos después, estaba el dinero que engrasaba las campañas políticas y pagaba a los mejores bufetes de abogados, pero no sólo: una parte crucial iba para los estudios psicológicos y médicos sobre los mecanismos de adicción en el ser humano las investigaciones sobre cómo reforzarlos introduciendo productos y sabores (chocolate, menta, etcétera) que facilitaran la adición.
Si tienes hijos adolescentes o incluso más pequeños, y has visto su reacción de ira y frustración al castigarles sin móvil, apagarles el wifi o quitarles los datos, seguramente te habrá recordado a alguien con síndrome de abstinencia. ¿De verdad alguien piensa que unas compañías cuyo principal modelo de negocio es la “economía de la atención” (es decir, que la gente pase el máximo tiempo en la plataforma para así monetizar esa atención en ingresos) no han incorporado en sus desarrollos estudios psicológicos que maximicen la retención del usuario? ¿Y hasta dónde han llegado?
Si lo recuerdan, al principio, los videojuegos se pagaban al comprarlos: requerían precios elevados necesarios para recuperar los ingentes costes de diseño, pero que disuadían el acceso. Y como la gente intentaba, y lograba, piratearlos, su coste se elevaba en lugar de reducirse. Pero ahora, la mayoría de esos videojuegos, como el acceso a otras plataformas, se regalan. A cambio, se financian con publicidad dentro del juego, lo cual estropea la experiencia del usuario, o bien con compras dentro de la misma plataforma.
En muchos videojuegos esas compras están cuidadosamente pensadas para que los jugadores no puedan progresar sin recurrir a ellas. Al principio, tu hijo jugará gratis y progresará rápido: estará contento porque pasa de nivel y obtiene premios y galardones. Pronto descubrirá que, si no paga una pequeña cantidad (que te pedirá), no avanzará, lo cual le generará frustración. Pero si accedes, podrá pasar más fácilmente de nivel, hasta tropezar de nuevo con un obstáculo cuidadosamente planificado para que sea necesario volver a pagar.
Algunos de estos juegos convierten a tu hijo, a tus espaldas, en un pequeño empresario que maneja dinero gracias a plataformas como Paypal: obtiene premios en forma de accesorios que puede vender a otros jugadores, cobra a terceros por ofrecerles trucos con los que progresar, arma equipos para competir fichando a los mejores jugadores, a los que a su vez tiene que pagar, y juega en ligas organizadas por las propias plataformas donde hay premios en metálico que sirven de incentivo para que los chavales dediquen muchas horas a estos temas para estar en lo más alto. Dejar el juego no es solo difícil psicológicamente, sino que puede costarles dinero ya que pueden haber adquirido compromisos con otros jugadores que tengan que saldar.
Todas esas plataformas en las que nuestros hijos pasan tanto tiempo analizan cuidadosamente qué hacemos en ellas, cuánto tiempo pasamos en ellas y a qué horas y en qué entradas de texto, fotografía o video nos detenemos. Con ello estudian qué ofrecernos para que pasemos más tiempo en ellas. Esto no supone un gran problema en el caso de los adultos (que, aunque mal informados, al menos son responsables), pero sí en el caso de los adolescentes y menores de edad, que son especialmente vulnerables y están singularmente expuestos a desarrollar comportamientos adictivos.
Todo esto está llevando a que en Estados Unidos estemos empezando a ver acciones colectivas de abogados (“class actions”) que, al igual que ocurrió con el tabaco o la seguridad de los automóviles, empiezan a exigir a las compañías responsabilidades por los daños causados. Para ello, los demandantes, tanto públicos como privados, tendrán que demostrar, accediendo a sus estudios de mercado y diseño de producto, que los daños provocados no son involuntarios, sino que eran conocidos y, por tanto, intencionados, o bien ignorados deliberadamente para minimizar su impacto. No será una tarea fácil ya que la industria defenderá su negocio con uñas y dientes.
Más allá de cómo acaben estos juicios, es muy importante que profundicemos en la discusión sobre cómo proteger a nuestros menores y adolescentes. Es evidente que los requisitos que las plataformas exigen hoy en día para que accedan a sus servicios, y las medidas de seguridad y control que ofrecen no son suficientes: los productos no están evaluados y certificados para su uso por autoridades sanitarias ya que no existe la transparencia algorítmica (que nos permitiría ver el equivalente los componentes del tabaco); su llegada al mercado tampoco está visada ni supervisada por psicólogos para estudiar sus efectos sobre la salud mental o comportamiento social; no están verificados por las autoridades que regulan el juego (cuando en ellos hay menores que juegan con dinero); no se ofrece ni exige que un adulto supervise la actividad del menor (lo que podría prevenir muchos problemas, desde la anorexia al suicido pasando por el fracaso escolar); tampoco se garantiza que el menor no falsee su edad (algo absolutamente necesario para evitar el acceso temprano a la pornografía); ni se instauran controles que limiten su uso durante determinados periodos del día (especialmente los de estudio) o por un número total de horas al día. Como tampoco se advierte al aceptar los términos de uso que hay efectos secundarios por los que el usuario puede desarrollar adicciones, irritabilidad, pérdida de sociabilidad o disminución de su actividad física y rendimiento escolar (como es preceptivo en las cajetillas de tabaco).
Todas estas medidas suenan extrañas por una sencilla razón: porque exigen el mismo cambio de paradigma mental, social y de políticas públicas que hicimos cuando dejamos de considerar que el tabaco era un producto de consumo social y médicamente aceptable para entenderlo como un problema de salud pública. Pero, seguramente, según avancemos, dentro de unos años diremos: “¿Cómo fuimos tan estúpidos y negligentes como para exponer a nuestros hijos de esta manera a los daños en línea?”
*José Ignacio Torreblanca es miembro del Comité Editorial del Instituto Hermes