Monstruos del anhelo. Filtros, redes, ‘fakes’ y otros fabricantes de tristeza

En Internet todo parece mejor, la gente, sus talentos, sus casas… aunque ese esplendor es cada vez más un producto de la IA, sin nada real detrás. Y, aun así, nos aboca a un deseo constante de querer lo que vemos. ¿Qué efecto tiene esto en nuestros jóvenes? Con las tasas de suicidio adolescente disparadas, yo abogo por prohibir las redes sociales para menores y no voy a parar hasta que lo consiga.

Estoy redecorando mi casa. Para esta gesta me he puesto a seguir páginas de decoración y diseño de interiores. No os imagináis qué casas, qué muebles, qué preciosidad, yo hago cálculos mentales de cuánto deben valer esas cosas. Ni en tres vidas. Cada día me siento más pobre y miserable, veo mi casa y pienso que es enana, que es fea, que es una mierda.

Hoy le enseñaba a mi pareja una foto alucinante, de una casa maravillosa, de techos altísimos, con piscina al infinito detrás de una librería digna de Harry Potter y jardín tropical, todo junto, y me dice: “Fíjate bien, es un rénder”, y era verdad, un puto rénder. Y así con todo.

Mis hijos se creen al pie de la letra cada cosa que ven, fake videos, fake news, fake faces. Por favor, si han creído en Papá Noel y los Reyes Magos y el Ratoncito Pérez sin haberlos visto, ¿cómo van a discriminar el contenido distorsionado de las redes? Trucos hiperreales, aplicaciones de inteligencia artificial (IA) que crean paisajes, contenidos, filtros alucinantes. A mí me pasa una sombra y ya me he inventado una historia de terror entera.

Y cada vez se sienten ellos como yo con mi casa: pequeños, feos, una mierda.

Casi diariamente llegan a la prensa noticias de menores que han decidido acabar con su vida, pero desde los servicios de salud mental vemos mucho más, porque lo que sale a la luz es la punta del iceberg. La avalancha de consultas es imparable. Estamos viviendo un tsunami de insatisfacción sin precedentes.

Yo he ido notando una debilitación sistemática cada vez que hago uso de las redes sociales. Y, aunque esta experiencia es compartida, sólo los más fuertes consiguen escapar de esta red de arrastre, que acaba con todo ser humano y fondos espirituales. Los arrecifes de nuestra identidad devastados y toda nuestra mente contaminada. Los adultos al menos la tuvimos, pero ¿cómo se construye una persona dentro de esa distorsión con una brecha tan grande entre las expectativas y la realidad?

El FOMO, ahora NOMO, las cifosis por la calle que dominan, hasta encogerse el pecho y el corazón que va dentro, y quitarnos la respiración.

Por si necesitáis ilustración, FOMO es el acrónimo de Fear Of Missing Out, que significa el miedo a perderse algo o a quedarse fuera de una situación social o una oportunidad. NOMO es el acrónimo de No-Mobile-Fobia, que significa el temor o la fobia a quedarse sin el móvil en un momento dado. Ambas son manifestaciones de una adicción a las tecnologías y pueden causar ansiedad, estrés, baja autoestima y aislamiento.

Según el libro Irresistible: the rise of addictive technology and the business of keeping us hooked de Adam Alter, entre un 40% y un 50% de los adolescentes encuestados preferían romperse un hueso de la mano a tener el móvil roto.

Yo me veo carne de cañón, pero por suerte nací pronto. Me enamoré hasta de un perro de dibujos animados (¿no era guapísimo Sherlock Holmes en versión anime?) ¡Cómo no me voy a obnubilar con todo lo que veo, en colores brillantes, escenarios idílicos, y en vestidos de seda!

El espejismo es que todo el mundo parece tener cualidades extraordinarias, habilidades asombrosas; el que no hace el pino con una mano baila pole dance, o break dance, o es un chef o una estrella del rock, o sabe  maquillarse o vestirse, o resulta que es un genio del humor, joder, si es que son la pera, graciosísimos, la hostia, qué coñazo que soy yo, qué bajona.

Las playas que anhelo tienen el agua turquesa de Avatar 2, las montañas y selvas son verde esmeralda y lima, con flores fluorescentes y bichos mitológicos, y yo soy una especie de Lara Croft eternamente joven y bella, sin más necesidades que la de la seducción. Ese mundo tiene que ser mío, porque yo lo valgo. Monstruos del anhelo, morimos de hambre.

Quién no quiere ser famoso, ganarse la vida así, quién preferiría ir a un hospital a cuidar pacientes, o limpiar habitaciones, o ir a una fábrica, pudiendo exportar cualquier habilidad, o incluso defecto, para poder quedarse tranquilamente en el sofá anhelando otras cosas.

Debería ser ilegal, como el fumar o beber, o incluso más, no debería bastar con la autorización paterna para tener redes, lo mismo que no se le da de beber a un menor por mucho que le dejen sus padres, o no se le da droga, que no es legal en ningún escenario.

Este fenómeno está arruinando la salud mental de los menores, por no decir de toda la población, a un nivel que realmente debería ser prioridad de la ONU y de la OMS. Una emergencia social y sanitaria de primer orden.

No voy a parar hasta que lo consiga.

La naturaleza nos hace así, anhelantes, desde el fenómeno fan con los Beatles o que te guste el vestido de tu amiga. Queremos lo que vemos, de ahí el bombardeo de publicidad, la explosión de las necesidades adquiridas. Es el armagedón del capitalismo.

Y ahora con la IA solo nos queda anhelar, porque ya no nos permiten hacer nada más con la mente que desear, gastar, desear más, gastar más y nunca estar contentos, o tirarnos por un puente, eso es lo que nos queda. Lamento esta profecía apocalíptica, es que hoy me he levantado de buen humor.

El summum de la tristeza ha llegado con el desarrollo de las nuevas IA, ahora sí que me hago de oro. La última capacidad del ser humano, la del esfuerzo mental, la del trabajo de creación, composición, aunque fuera el mecánico, nos la ha quitado. Es estupendo, sí, pero me recuerda al capítulo de Los Simpson en que Marge tiene servicio de limpieza y se da a la bebida, pues eso.

El otro día me pidieron un artículo sobre el trastorno bipolar, adivinad quién lo hizo. Un par de retoques, entre Bing y yo 10 minutos, y listo. El resto de la mañana para beber vino. Por diversión le pedí una poesía, que expresara mi vacío existencial y descontento. Bastante decente el resultado, como una canción de Avril Lavigne.

*Elvira Herrería Martínez es licenciada en Medicina por la Universidad Complutense de Madrid, especialista en Psiquiatría por la Universidad de Alcalá de Henares y máster en Longevidad y Antienvejecimiento por la Universidad de Barcelona.

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