Ocho mil millones de cursis

¿Cómo es posible que nos hayamos abandonado tanto al consumismo, que las vidas de los niños sean grabadas desde que nacen, que los padres vivan de esta explotación, que se acepte este simulacro de crianza, de amor, de infancia? Así de terroríficamente teatrales nos hemos vuelto, y así lo cuenta Delphine de Vigan en ‘Los reyes de la casa’. Otro simulacro.

El epígrafe de la última novela de Delphine de Vigan, Los reyes de la casa, es una frase de la maravillosa autobiografía que Stephen King publicó en el año 2000, Mientras escribo, y dice: “Tuvimos la oportunidad de cambiar el mundo y preferimos la teletienda”. En 2000 no existían las redes sociales, faltaban aún 7 años para la llegada del iPhone, y vivíamos en otro mundo. Un lugar en el que si alguien te enseñaba fotos (y mucho menos vídeos) de sus hijos abriendo regalos, cantando o eligiendo chuches tres veces al día, te llamaba “cariño” y te mandaba “besitos” quedaba como un loco o un plasta al que evitarías por los pasillos de la oficina. No le responderías haciendo estallar corazones en su perfil ni le convertirías en modelo de conducta. Sin embargo, aquí estamos, convertidos en una sociedad de gente muy plasta y muy cursi que se pasa el día enseñando sus cositas (y aún peor, anunciando que tales cositas “se vienen”).

Los reyes de la casa es un thriller sobre el secuestro de una niña de 6 años, Kimmy Diore, hija de una famosísima youtuber e instagrammer. La investigadora del caso es una joven policía, Clara Roussel, que ha vivido hasta ese momento al margen del universo de las redes sociales, como si perteneciera a otra época. Para poder investigar el entorno de Kimmy, Clara se sumerge en el “contenido” de la cuenta Happy Break, protagonizada por la madre, Melanie, y sus hijos.

En ella encuentra dos o tres videos al día desde hace años, miles de horas de grabaciones en las que los niños empiezan haciendo monerías, cantando canciones, hablando con media lengua. Pero, a medida que avanza su corta vida, el contenido se vuelve más complejo y sofisticado para saciar a su ávida audiencia y, de paso, aumentar sus contratos publicitarios y sus ingresos (“compartir es invertir”). Los niños abren decenas y decenas de paquetes sorpresa, los niños compran todo lo que empieza por F, todo lo que es amarillo, todo lo que los seguidores pidan, los niños visitan parques de atracciones, los niños comen galletas, cereales, caramelos, hamburguesas, todos escogidos por sus queridos seguidores.

La novela, como tantas otras de Delphine de Vigan, trata, en última instancia, de las carencias afectivas que sufren los niños. Pero en esta, además, hay una sensación de urgencia escandalizada: ¿cómo es posible que nuestra sociedad acepte esto, este abandono al consumismo, que las vidas de los niños sean grabadas desde que nacen, que los padres vivan de esta explotación de sus propios hijos, que se acepte este simulacro de crianza, este simulacro de amor, este simulacro de infancia?

Estos días, Los reyes de la casa coincide en las librerías con un ensayo del filósofo catalán Norbert Bilbeny que se titula Moral Barroca y que busca establecer un paralelismo emocional entre el siglo XVII y nuestra época, precisamente por esta común obsesión por el simulacro. Bilbeny entresaca una serie de rasgos que definieron el barroco y que podrían también ser propios de este tiempo: el individualismo, la soledad, la ansiedad, la ensoñación, el ilusionismo, la nada o la obsesión con la imagen (con la imagen teatral en el Barroco), y con el “formato pantalla” de la actualidad. Son épocas, aquella y esta, de falta de esperanza, de sensación de fin del camino, sin mayor mecanismo de consuelo que la propia exaltación narcisista, una huida ansiosa de la pavorosa muerte social, que nos ronda a todos demasiado cerca, y con ella la invisibilidad, el desprecio y la pobreza.

Lo que busca la madre instagrammer de la novela francesa es reconocimiento, aun desprovista de todo autoconocimiento. En su momento más bajo, con su niña en paraderos desconocido, en manos de cualquier extraño, quizá muerta o sometida a tortura, Melanie informa de la situación a sus fans a través de sus redes. El mensaje, por supuesto, recibe más respuestas que nunca y el algoritmo, ciego al contenido, la felicita: “¡EXCELENTE! Tu canal ha registrado 32 millones de visitas en los últimos 28 días. ¡ENHORABUENA!” Mélanie se siente recompensada por esos comentarios. Hasta que en un (pasajero) momento de autoconciencia descubre que también se da asco a sí misma. Como si estuviera aspirando el olor de sus propios calcetines usados.

Mientras escribo esto se conoce que Elon Musk, nuevo dueño de Twitter, ha invitado a Donald Trump a volver a la plataforma de la que fue expulsado por incitar a la violencia. Musk hizo una encuesta (un simulacro de democracia) en la que preguntaba a los usuarios si querían que el expresidente volviera, y ganó el sí. “Vox Populi. Vox Dei”, concluía el hombre más rico del mundo (si este no es un título barroco que baje Calderón y lo vea). Una usuaria (pueblo llano) explicaba que la frase aparece también en una carta de Alcuino de York a Carlomagno en la que dice todo lo contrario de lo que quiere decir Musk: “No escuchéis a los que dicen que la voz del pueblo es la voz de Dios, pues el tumulto de la multitud es cercano a la locura”. 

El deseo de prosperar es fuerte en los humanos. Puede que los 8.000 millones de personas que ya vivimos en el planeta, esa tumultuosa multitud, queramos ser famosos, grabarnos de la mañana a la noche, probar suerte en la gran ciudad de colores que llevamos en el móvil, promocionarnos incansablemente, destacar entre el tumulto de la multitud, sintiendo incluso que es imprescindible participar si queremos tener una mínima esperanza de éxito. Pero, ojo, tal vez nos hemos acostumbrado al olor de nuestros propios calcetines usados y creemos que están limpios.  

Entiendo que las redes sociales han creado una nueva economía, que informan, divierten y nos conectan con personas que nos interesan. Y entiendo, sobre todo, que no desparecerán por más que nos burlemos de los géneros y personajes que triunfan en ellas. Pero, como dice Bilbeny en Moral Barroca, han contribuido a un “modo teatralizado de conducta”, que se hace aún más artificial y alejado de nuestro verdadero sentir porque la mayor parte de las veces ni siquiera estamos físicamente cerca del interlocutor o del público al que nos dirigimos “entre las mudas soledades” de nuestras propias pantallas. Hablar sin parar y no decir nada, parlotear, hechos unos plastas y unos cursis, en una teletienda en la que el producto somos nosotros mismos. Otro simulacro.

*Eva Cruz es redactora en ‘Hoy por hoy’ y autora de ‘Veinte Años de Sol ‘(ADN).

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