Olvídame y pega la vuelta. Trump, Musk y el fin del amor

Los amores comienzan entre besos de amor eterno, y acaban a escupitajos y bilis compartida. ¿A Donald Trump y Elon Musk se les ha roto el amor de tanto usarlo, o había un plan maestro detrás de todo?

Se ha quedado la actualidad de lo más aleccionadora, oiga. La jurisprudencia a la que dio nombre ese tal Murphy, la ley de lo malo como avaricioso protagonista del destino, está de moda. Enchufen el telediario y asientan.

Los Ángeles arde como si la hubieran poseído los caídos, ahora que se le imponen alas para volar lejos del nido gringo a los inmigrantes ilegales. Ucrania sigue siendo un hervidero. Un filme bélico de tan larga duración, que ya sufrimos la modorra de la guerra. El aburrimiento del drama. La pereza de la indignación original.

Eso, contando con que ver a Vladimir Putin a lomos de un misil nuclear cabalgando el cielo igual que los vaqueros de John Ford, parece cada día menos surrealista. ¿Y qué decir de Gaza? Bueno, Gaza es una fosa común colmada de cadáveres kosher. Un genocidio al que la descendencia mundial mirará con espanto.

Pero, de todas estas terroríficas llantinas, una de las menos duras de recibir y con mejor apuesta era el divorcio de los amantes del círculo polar blanco. La caldeada ruptura, plagada de platos rotos e improperios, en la Gran Casa Albina. Ese ecosistema de boutades y chulerías mafiosas dirigido por Donald Trump y, hasta hace poco, Elon Musk.

¿Alguien se sorprende? El dúo tiránico tenía todas las papeletas para acabar invocando la mala sangre.

Los señores Trump y Musk son una pareja de zurraspillas de colegio pijo, amamantados en el abrevadero de los herederos wannabes internacionales: cofradía de los nuevos ricos con presunción de arteria azul y peluca en forma de corona. Se trata de dos caballeros inmaduros, muy pagados de sí mismos, administrando el orden mundial como si fuera una partida de RISK: Dominación global.

Ambos conocen la vida gracias al capricho, la conquista de talonario y la satisfacción de sus idiosincrasias. Condiciones ideales para que disfruten de un complejo de Mesías clínico. Que yo sepa, los mesías de la historia sólo se han dado cariñosas palmaditas cuando los separaban siglos de distancia. No en un contexto coetáneo, ni compartiendo techo, donde los azotes pasan a aplanar la tierra que cubre la tumba del iluminado perdedor. Ya saben, un narcisismo así de desaforado empuja a pillar un mandoble, cortarle la cabeza al adversario y aullar: “¡Sólo puede quedar uno!”, como hacían en Los inmortales (1986).

La chispa de la bulla, sin embargo, no se ha prendido por ver quien tiene el pirulí más rosado. O hace la gañanada más gorda. No ha sido por las jugarretas a otros mandatarios mofándose de sus outfits bélicos, como hizo Trump de Zelenski. O la conquista de las novatadas universitarias apareciendo con un queso gruyer de sombrero -y facha de roedor – en un mitin político, como hizo Musk en Wisconsin. Ha sido la cartera, claro. La bolsa. La hucha. El canut.

Nuestro divorcio nacional, más rojo, más sociata, más pecador, pero igual de previsible, tuvo su razón de ser en un Presi-Ken negando el primer plano a la coleta de Rapunzel vallecana, luego galapagueña, con la que había escalado hasta la cima del gobierno. España, ay, qué bonita que es España, cuando el filo de sus puñaladas son envidias, zorrerías y oportunismos. Somos un gueto gobernado por la apariencia que no ha superado al escudero del Lazarillo.

Estados Unidos, en cambio, con conciencia de ombligo del mundo, tiene un sentido más patrimonial del poder: el dinero. Su diplomacia, exterior o interna, es plutocracia sin cortar. Por eso la ley presupuestaria que los republicanos de Donald Trump aprobaron en la Cámara de Representantes, ha sido la gota que ha colmado la peor de las verborragias entre los amantes de la Casa Blanca. Y como sucede con los enamorados, un día se prodigan enloquecedoras carantoñas y besitos con sabor a amor eterno, para, al siguiente, escupir salivazos de bilis, reproches y graves acusaciones.

De entre los peores señalamientos producidos, cabe destacar el que pone a Trump junto a Jeffrey Epstein como coleguilla de corredurías, y bautiza al presi padrino de los festejos con menores explotadas para homenaje del suicidado millonetis. Musk demuestra así ser el amante despechado, el niño rata chivato, quien, percatándose de su pérdida de fuelle e influencia en su deseado amigo, salta como saltó Caincito cuando Abelín se coronó favorito de Dios.  

Ahora, ¿quién podría culpar a Trump y Musk de haberse hecho tilín? Del Pato Donald ya conocíamos sus gustos por el mazo, los morritos y el yo mismo con mi mecanismo, y de Eloncio que estaba acuñando un nuevo paradigma político-económico designado como ‘nacionalibertarismo’. Un popurrí donde Milei se viese emocionantemente reflejado, al tiempo que lo invitara a hacerse cosquillas debajo de la mesa con figurines de la talla de Alice Weidel, del AfD (extrema derecha nacionalista alemana), partido que Musk llegó a arropar por videollamada durante uno de sus mítines. La idea de Musk prometía patria, riqueza, cachivaches tecnológicos y una purga inmediata de la majarada Woke, seguida de unos claros escarceos hacia la xenofobia y el racismo. Trump aplaudía con el culo.

Pero la estrategia de los dos magnates estaba condenada a la fricción. El tecnofeudalismo de Musk, ultraliberal, tecnócrata, antiarancelario y globalista era agua volcada sobre la balsa de aceite proteccionista y nacionalista de Donald Trump. Dos líquidos aparentemente mezclables, pero con polaridades antagónicas. Son esencias imposibles de homogeneizar dada su naturaleza invasiva, como el desodorante AXE de Chocolate intentando disimular la hedentina en el servicio de una indigestión de kebab caducado.

El Gran Tema latente es si alguno de los dos previó la estrategia. Si hubo uso y abuso, y la traición traía premeditación y alevosía. Es fácil ver a Trump haciéndole carantoñas a Musk en vista de su poderoso altavoz. Ese donde la libre pataleta, el alboroto y los charlatanes consiguen hacer ingeniería sociopolítica con la población. También es fácil ver a Musk salivando por meter hocico en la administración, todavía, con más poder del planeta, siendo su luciferino deseo de apocalipsis y conquista extraplanetaria un apaño cada vez más claro. ¿Cuál de los dos, no obstante, previó con mejor acierto la crisis matrimonial?

Trump es el americano de pro del siglo XXI. Él sólo daría para una película de Marvel si las mallas no fueran tan ceñidas, y no dudo de su estrategia pérfida para con el compadre Musk. Elon, por su parte, es otro cabroncete avispado con el engrudo cardiovascular ennegrecido, perfectamente capaz de anticipar pérdidas (ya lleva unos cuántos miles de millones) si con ello obtiene… sabe Dios qué.

Una historia gana en calidad cuando el contraste entre los enemigos proviene de una amistad traicionada. El romance entre Trump y Musk puede haber sido, como la mayoría de la actualidad, víctima de esa latosa ley de Murphy, malográndose, enmoheciéndose, rompiéndose su amor de tanto usarlo, en reverencia a la Jurado. O a lo mejor cada cual tenía su propio complot de descasamiento, anticipando el triste desenlace: gratificaciones mediante.

¿Quién sabe?, quizás todo sea parte del mismo plan. Al fin y al cabo, nunca se puede fiar uno de que los malos de la película no lo tengan todo previsto en su malévolo plan maestro.

Sobre la firma

Galo Abrain

Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.

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