Quizá era lo que tocaba, con una ronda de inversión crítica para la compañía cociendo en la olla. Pero Altman se ha pasado. Como tres pueblos. Ya en los últimos podcasts a los que asistió elevaba a la inteligencia artificial a maravilla del progreso. En el post publicado en su página personal, el CEO de OpenAI señala que estamos “a un peldaño del próximo salto en prosperidad”. Dice que en el futuro todos podremos contar con un “equipo personal de IA, compuesto por expertos virtuales en distintas áreas”. Con esta panda de alegres algoritmos podremos “crear casi cualquier cosa que imaginemos”. Ahí es nada.
“Nuestros hijos tendrán tutores virtuales”, porque esto al parecer Atlman lo considera una muestra de progreso. El nivel de prosperidad al que llegaremos “parece inimaginable hoy”, podremos hacer cosas “que le habrían parecido magia a nuestros abuelos”. Tal es la sarta de excesos que es fácil pasar por alto el que da título al post: ‘The intelligence era’. Cientos de miles, millones de años, que se ha currado la evolución para desarrollar un cerebro con capacidades cognitivas sobresalientes en este planeta, para que sean algoritmos —programados por ese cerebro— quienes nos hagan alcanzar la era de la inteligencia.
Estas ocurrencias son de alguien que es responsable de una empresa valorada en 157.000 millones de dólares, tras la última ronda de financiación. Por cierto, alguien que mantenía reuniones con líderes mundiales como el entonces premier británico Rishi Sunnak o el presidente francés Emmanuel Macron, y al que prestaba oídos el Congreso de los Estados Unidos. Altman, en aquella época —antes del golpe de Estado que le sacó fuera de OpenAI por unos días hasta que retornó empoderado—, predicaba la cautela. Casi invocaba el axioma “un gran poder conlleva una gran responsabilidad”, sabiduría popularizada por Spider-Man. Era llamativo. El CEO de la empresa más puntera en una nueva tecnología hablaba en contra de esa tecnología.
Lejos han quedado esas advertencias de repercusión internacional: pidió que se regulara la inteligencia artificial en el Senado de Estados Unidos y firmó una carta abierta donde se alertaba del peligro de extinción de la especie humana por culpa de la IA. Mucho ha llovido desde esa mirada. OpenAI ha lanzado nuevos productos, incluido su reciente modelo con capacidad para razonar, ha habido un goteo de marchas de empleados —la última y más sonada, la CTO Mira Murati—, la startup no ha dejado de quemar dinero —según The Information las pérdidas este año serán de 5.000 millones de dólares— y se lanzó a la caza de inversores.
Mientras esto pasa, o quizá precisamente porque sucede, Altman se convierte en el profeta de la IA que todos esperábamos. Solo que como ha llegado tarde, tras esos primeros titubeos sobre regulación y riesgos, viene hinchado, como después de un desayuno fuerte. Ha activado el modo evangelista y canta las maravillas de la inteligencia artificial. Justo ahora que en OpenAI el equipo original de ‘Safety’ ha quedado prácticamente desmantelado. Este grupo, encargado de controlar que los productos de IA tengan una base ética sólida, sufrió las salidas de su responsable Ilya Sutskever (recolocado tras apoyar la maniobra para deponer a Altman) y su lugarteniente en mayo. A ellas se suman las de otros empleados que trabajaban en el mismo ámbito.
Modo grandilocuencia
Altman pisa tanto el acelerador del entusiasmo por la IA que se pasa el circuito y vuelve a la casilla de salida en credibilidad. Una de sus frases casi resulta hiriente. “En el futuro, las vidas de todo el mundo serán mejores que las de cualquiera a día de hoy”. Claro, porque la pobreza, las desigualdades o los conflictos armados se resolverán también con un chorro benévolo de IA.
El discurso es hijo de esa creencia, enarbolada durante los últimos años por las grandes compañías digitales, de que cualquier problema se puede resolver con tecnología. Esta huida hacia delante perpetua del sector la reflejaba muy bien la serie Silicon Valley. Y algunas partes del post de Altman parecen extraídas directamente de sus episodios, que ridiculizan el mundo al que alude en su título.
El CEO de OpenAI se permite describir la historia de la Humanidad en un párrafo, aunque es cierto que reconoce que lo hace a través de una mirada “estrecha”. Su resumen de nuestro paso por la Tierra es que después de miles de años de descubrimientos científicos hemos aprendido a fundir arena (compuesta por silicio, la base del hardware informático), mezclarla con otros materiales y crear chips que dan lugar a sistemas de inteligencia artificial cada vez más capacitados.
Desde luego, Altman está convencido de que se conseguirá la super inteligencia artificial. Se refiere aquí a la IA capaz de superar a un ser humano en todos los ámbitos cognitivos. Esto llegará, según su profecía, en solo “unos pocos de miles de días”, una extraña forma de medir el tiempo. Al hablar de “días” parece que sucederá pronto, pero al acompañarlo de “unos pocos de miles” ya la cosa no está tan clara. Al final es como decir varios años o no decir nada. Y está bien no decir nada, al escudriñar el futuro se hace constantemente. Pero, ¿por qué esa necesidad de enmascararlo con la percepción inmediata del tiempo que connota la palabra “días”?
No da tiempo a pensar una respuesta porque vienen otros desvaríos. En la carta, Altman habla de conseguir, gracias a la IA, “arreglar el clima” (se le olvida que su tecnología consume enormes cantidades de energía y de agua para funcionar) o “establecer una colonia espacial” (los pioneros de la proto ciencia ficción ya tenían esa fantasía en el siglo XIX).
Y esta persona, que sienta cátedra con esta gracia, es el responsable de la compañía líder en inteligencia artificial. Una tecnología llamada, efectivamente, a transformar muchos sectores enteros y a alterar puestos de trabajo a gran escala. Y no solo eso, también influirá en las formas de aprendizaje, pues ya se nota su impacto en las aulas. Por no hablar de las consecuencias a nivel cognitivo que se producirán en las personas una vez que este tipo de tecnologías se generalicen.
El despliegue de entusiasmo de Altman coincidió con los momentos previos al cierre de la ronda de inversión de 6.600 millones de dólares de OpenAI. Un acontecimiento que no solo proporciona gasolina a la compañía para continuar su expansión, también empujará una reestructuración para dejar de ser una entidad sin ánimo de lucro —así fue fundada— y convertirse en una empresa tradicional. Esperemos que la carta y otros derroches de terrible optimismo solo fueran para animar a los inversores a entrar en la ronda. Si fue así, en fin, objetivo conseguido.