No sé si recuerdan la mítica escena de la película Torrente en la que un gafudo y jovencísimo Javier Cámara se queda prendado, ojiplático y alucinado, ante el revolver Llama del 38 que el personaje de Santiago Segura deja caer, vía un golpetazo, en su portal. Tras la emocionada descripción que el motivado chaval hace del arma, Torrente le pregunta: “¿Te gustan las pistolitas? ¿Te gustaría probarla?”. Y, a lo que el embriagado joven responde afirmativamente, el brazo tonto de la ley le compensa la aserción con un galletazo en el pescuezo, y el imperativo: “¡Pues cómprate una!”.
Lejos de la tontorrona escena, podemos atender a una realidad que ha cambiado mucho desde su estreno en 1998. Zagales conmovidos por las armas de fuego y el poder que se deriva de ellas ha habido siempre. Celebre es la cita: “Dios creó a los hombres; Samuel Colt los hizo iguales”, en referencia al armero que diseñó el revolver más versátil del salvaje oeste. Y, huelga decir, que esta igualdad es una lucha por la que los bravucones barbilampiños se dejan seducir fácilmente. Del salvaje oeste sólo quedan las películas. Amén de algunos forajidos refugiados en el Congreso de los Diputados. Y, de 1998, todavía se conserva el gusto por la pólvora de los adolescentes que, valga su satisfacción, hoy pueden experimentar artificialmente.
Los videojuegos de marcianitos no llegaron, ni por asomo, a alterar el imaginario colectivo como sí consiguió hacerlo el amanecer de las consolas privadas con sagas de videojuegos de guerra tal como el Call Of Duty o el Battlefield. Rara es la persona -de la generación millenial para abajo- que no se haya visto, mando de videoconsola en ristre, estallando seseras pixeladas con un rifle de francotirador o acuchillando hasta el desplome a un pobre diablo NPC. En mi caso, recuerdo camaradas de aula conocedores antes del rosario de armas de la última actualización de esos videojuegos que de la lista de preposiciones.
Que yo sepa, ninguno de aquellos nerds bélicos ha acabado empuñando una pipa, ni un trabuco de asalto. Servidor, lo confieso, tiene un cierto gusto por las armas, siempre y cuando sea en una galería de tiro (recomiendo vivamente descolgarse por alguno de los muchos gimnasios en Bulgaria, donde esta actividad es fácil de contratar y de lo más reconfortante). En cualquier caso, lejos, lo más posible, de repisas de armarios y blancos móviles vivos. Pero el gobierno estadounidense no cree que mi ejemplo sea fiel al potencial de los videojuegos de pistolitas. Que, bien mirado, no deberían ser tratados con diminutivos. Con reduccionismos minimizantes. El Fornite, por ejemplificar, es una droga dura a la hora de hablar de juegos electrónicos. No sé contar la cantidad de casos que he conocido, tête à tête, de pimpollos incapaces de hacerse cargo de sus responsabilidades ante la tentación de una partida más. Y no hablo sólo de adolescentes.
Los yanquis, que en cuestiones de llevar las cosas a su extremo son absolutos maestros -ya lo decía Julio Camba hace un silgo- no han dejado ranciarse la oportunidad de meter cuchara en la pasión granujienta por los videojuegos. Es verdaderamente formidable la ingeniería mental de los estadounidenses para indemnizarse de toda falta de ética, si con ello creen estar haciendo un bien mayor. Dotados de baja indignación, carentes de vergüenza (aunque no inermes a su futura culpa, ¡pues cómo les gusta repartirla!), la playade militar estadounidense recibió la visita de la iluminación en 2019. ¿A qué se dedican los chaveles día y noche? A jugar a videojuego, mi capitán. ¡Diantres, soldado Smith, y por qué no estamos nosotros dándoles ejemplo? Y así, como quien no quiere la cosa, ya va el 5% del presupuesto de marketing de la Marina destinado a los e-sport.
Parece cachondeo, pero de gracioso no tiene un pijo. 12 marines, oficiales de vuelo, técnicos de sonar e incluso algunos mandos medios, forman el grupo ‘Goats & Glory’, con el que compiten en distintas modalidades de videojuegos online. Y, honrando a la lógica, una vez el cebo flotando, allá que van los pececitos a picar. A deslumbrarse con las habilidades militares. A caer en propaganda que, ¿quién lo hubiera dicho?, a sacado al tío Sam de los carteles para meterlo en Twitch.
“Pezqueñínes. ¡No, gracias!”, rezaba una antigua campaña del ministerio de agricultura español. Me da que la idea no caló en los gringos. La media de edad de los jugadores de estos videojuegos, y del coto de caza de los militares, está en 13 años. No llega ni a edad pubescente. Pero, al parecer, y contra todas las críticas lanzadas y por lanzar, los mandos de los programas de reclutamiento defienden esta poco ética focalización en tan cortas edades. ¿Cómo? Con un argumento a la par realista y sórdido. A los 17 años, los chavales ya han decidido si estudiaran derecho o irán a facultades de economía. A los 13, todavía tienen la materia gris blanda y manipulable, hasta el punto de empujarlos a una precaria decisión que culminará con su alistamiento un lustro después.
Porque, vamos a ver, no es baladí que haya críos dedicando una media de 800 horas a un juego como el Counter-Strike (otro de pistolitas, que no debería minimizarse), ni que los discursos que se extraen de las plataformas donde la Marina hace sus pinitos venda la vida militar como la vida mejor. Y no sólo vía online, sino presencialmente. Existen reclutadores militares habilitados para hablar con los adolescentes en los centros educativos sobre las ventajas que tienen las profesiones relacionadas con la milicia. ¿Cómo no va a salivar un adolescente que rinde su cotidianidad a mellar el mando de la consola, cuando le venden que el ejercito es lo mismo, sólo que con consecuencias más serias? A ver, no sería capaz de mirar con rabia, si con pena, a un joven de 14 años que, al entrar en un canal de Youtube donde se ven partidas jugadas por el equipo de e-sport de los militares estadounidenses leyera el eslogan: “Marina de Estados Unidos: donde los gamers triunfan”. Sin olvidar que el Ejército presta recursos a los desarrolladores de videojuegos a cambio de insertar relatos que favorezcan a los militares… Atiza. ¿Quién no caería? Cuando a uno le venden el paraíso de infante, raro es dudar de la ambrosía buscando las ortigas. Cuando se es un chaval influenciable, los venenos subterráneos de las promesas relucientes suelen pasar desapercibidos.
Juntemos, pues, todos los ingredientes en la coctelera. Niños babeantes, casi lobotomizados, ante el placer de los videojuegos de guerra, altamente manipulables, dilatadamente receptivos a cualquier mensaje que les prometa una vida recompensada con lo que los emociona, y sometidos con regularidad a mensajes de alistamiento, tanto explícitos, con campañas, como implícitos, con la habilidad demostrada por los soldados en su ociosas pasiones digitales. El resultado, huelga decir, es una remesa bien nutrida de jóvenes motivadísimos con el universo de la milicia, cosa que no tendría por qué, a priori, ser negativa, de no ser porque está estimulada desde posiciones que nada tienen que ver con la defensa del Estado y la ciudadanía, sino con pasiones belicistas.
No parece muy propicio para una búsqueda, y mantenimiento, de la paz y la diplomacia tener las filas de uno de los líderes en inversión militar del mundo plagadas de ansiosos tiradores, deseando revivir la emoción de los videojuegos en el mundo real. Eso, sin contar con las consecuentes taras psicológicas de esas aulladoras jaurías de cachorros tras vérseles revelada la verdad. Cualquiera que haya pisado una zona de conflicto, sabrá que no hay ningún placer en ella. Una realidad muy alejada de lo que se vende en las campañas de videojuegos a los potenciales reclutas. Cuesta creer que cuando Heráclito dijo que la guerra era la madre de todas las cosas, el filósofo se refiera a esto. Iniciarse en el compromiso marcial, a edades tiernas, con espíritu ocioso es el camino ideal para producir psicópatas en masa. Hasta ahora, en Occidente los Estados Unidos han llevado la ventaja en este asunto. Sin embargo, el ejército británico entró a principios de año en la propaganda vía videojuegos. Más concretamente con Fornite. Por el momento, no se sabe si el ejército español se plantea seguir el mismo camino. Pero, lo que sí es de sabiduría popular -no hay más que ver nuestras play list musicales-, todo lo anglosajón acaba pegándose. Incluso en una tierra tan hedonista y vivaracha como la española, acaba asomando el gusto por las pistolitas.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.