Noam Chomsky, que aún no estás en el cielo

Redes Sociales y medios de comunicación dieron por muerto al famoso intelectual. Desmentir las erróneas elegías que le dedicaron ha sido una irónica forma de confirmar muchas de sus tesis. También una excusa para volver a hablar de él. Aunque, desde luego, no parezca la más afortunada.

Gracias a la prensa española, Noam Chomsky le hizo una finta al corral de los quietos. Cabeceras de varios medios, publicaciones de figuras políticas y otros tantos del mundo de la cultural, lanzaron claveles digitales sobre la tumba de uno de los intelectuales más longevos, reconocidos y capitales de la izquierda norteamericana. El tío Noam, no obstante, sigue lanzando aliento con olor a crema fijadora. Su mujer y amigos, como el psicólogo Steven Pincker, desmintieron los lacrimógenos editoriales. A pesar de que a sus 95 años la guadaña, siendo ley de vida, ronde inevitablemente al mítico pensador, este sigue dando guerra. Una batalla, la ideológica, la cultural, la lingüística, que lo ha mantenido con la lengua afilada y en ristre más de medio siglo.

Mandar al camposanto a figuras populares es algo que hemos visto en muchas ocasiones. A Perales, mismamente, se le brindó un pase mediático para preguntar en el más allá ¿Y cómo es él?, mientras el cantautor, de cuerpo vivo, en realidad se seguía interrogando por ¿Qué pasará mañana?. Son los cargos de la inmediatez, el FOMO informativo y esa morbosa cultura de la dacrifilia (parafilia en la que una persona se excita con el llanto) por la que todos parecemos un poco octogenarios clamando “Ay, señor, llévame pronto”, aunque primero llévate al resto, y a mí déjame para el final. Será que toda figura pública es hoy un artista. La muerte los revaloriza.

Lejos de entrar en esta impaciencia mortal -nunca mejor dicho- en la que nos tienen sumidas las redes sociales y la bulimia del saber, dar precipitado matarife a alguien es una ventana a su reencuentro. Quienes tenían apolillada la figura de Noam Chomsky, han visto su interés renovado ante los torpes panegíricos, y aquellos que no sabían de su existencia, han podido tomar contacto con una de las grandes figuras del pensamiento moderno. La muerte, aunque artificial, le ha sentado bien al tío Noam.

Quizás allá quien se pregunte por qué me tomo la amistosa licencia de llamar a Chomsky “tío Noam”. La respuesta la encontrarán en la película Captain Fantastic, protagonizada por Viggo Mortensen. En el film, la elevada y exótica familia del superdotado Tarzán (intelectualmente hablando, claro) rinde pleitesía una vez al año a la figura de Noam Chomsky, en vez de celebrar la Navidad. Y el villancico que le dedican tiene por verso “tío Noam, es tu cumpleaños”. Esta singular escena me viene al dedillo para exponer la importancia de su figura. No resulta irrisorio que dentro de una comuna familiar libertaria en Estados Unidos, Noam Chomsky sea reverenciado hasta tal punto, y eso da fe de su relevancia en los círculos zurdos norteamericanos. Nada de Sam… a pastar. El tío molón se llama Noam.

Aunque se lo relaciona mucho con la politología, Chomsky es, originalmente, lingüista. El lenguaje tiene esas ventajas. Una vez ostentas el control de su cabina de mando, puedes pilotar cualquier cosa. Todo pasa por él, incluso lo que no se dice, ni se escribe, con lo que Chomsky ha podido meter el hocico a placer. Con mejor o peor atino según subjetividades, lo cierto es que allá donde al intelectual le ha dado por descolgarse ha hecho escuela de pensamiento. Incluso en la teoría de la computación. Para que luego digan que a los de letras no se les dan bien los números (algoritmos, en este caso).

Es esclarecedor, para captar la vetusta importancia de Chomsky, leer la opinión que de él tenían sus amigo-enemigos. Puestos a priorizar, y por una particular devoción hacia el artífice del perfil, en la novela Los ejércitos de la noche (1967) de Norman Mailer, Chomsky aparece retratado como un gafudo moralista tan listo como alfeñique, igual de ascético que corajudo, en sus protestas contra la guerra de Vietnam. Mailer, que se las daba de gran hombre guerrero, destila al hablar de Chomsky una especie de reverencia enterrada. La de quien cree en la bravuconería inteligente como cenit del halago, y le cuesta asumir un intelecto prodigioso bajo un aspecto frágil. Aunque hablar de 1967 suene a tiempos inmemoriales, esa descripción de Chomsky, del mismo hombre que sabemos vivo, ya corresponde a la de un hombre maduro de 41 años. Al tío Noam, nada más sea por su veteranía, conviene escucharlo.

Sería difícil aquí -ambicionando un tono ligero y divulgativo- promover la lectura ansiosa de obras como Estructuras sintácticas (1957) o Aspectos de la teoría de la sintaxis (1965), donde la ilustración lingüística de Chomsky disecciona científicamente la lengua mediante la formulación de la teoría generativista transformacional. Este café, vaya, para los cafeteros. No obstante, sí hay tomos de mayor accesibilidad e interés general como: La responsabilidad de los intelectuales (1967), Media Control (1991), Sobre el anarquismo (2005), Hegemonía o supervivencia (2003) o ¿Quién domina el mundo? (2014). Les aseguro, por experiencia, que tras la lectura de estas obras acabarán soñando que están en las puertas de Berkeley, pancarta anticapitalista en mano y dialogando con Bernie Sanders sobre la autocomplacencia de las élites norteamericanas, los intereses plutocráticos de la guerra, el papel genocida de Israel en Palestina, la incultura creacionista de gran parte de la población estadounidense y el pervertido papel de los medios de comunicación domesticados por el beneficio. Chomsky es material inflamable. Hay que manejar con cuidado sus riquísimas fuentes de documentación si uno no quiere convertirse en un cínico descreído inasequible a la, a veces tan necesaria, inocente frivolidad.

Entrando en los imperiales dominios de la tecnología, sin la que es imposible tomar correctamente el pulso de las sociedades del siglo XXI (seguramente de ningún siglo), Chomsky ha hablado en no pocas ocasiones de avances como internet, los smartphones, las redes sociales o la IA. Por lo general, el intelectual de Filadelfia (sí, como Rocky o el queso), desconfía de todos ellos. Según él, la tecnología, cualquiera, en tanto que herramienta, no se revela intrínsecamente mala. Es, por así decirlo, neutra. Lo nocivo son las manos que la dirigen, pudiendo llegar a orquestar perniciosos golpes al bienestar común a fin de multiplicar el propio.

Por ejemplo, en lo que respecta al revolucionario cambio de internet, Chomsky opina que se lo sobredimensiona. Para él, el telégrafo o las bibliotecas públicas supusieron avances mucho más significativos, dado que la red sólo amplia y automatiza lo que estos dos inventos lograron. A saber, una comunicación fluida alejada de la bochornosa e insegura espera epistolar y un acceso a grandes cantidades de información. Eso descontando que, para él, las interacciones online construyen espejismos superficiales, muy alejados de la sensibilidad del cara a cara. Favorecen, además, el acceso a la desinformación más puntera y permiten a las grandes tecnológicas albergar información que no deberían tener. Por si fuera poco, con la complacencia de nuevas generaciones acostumbradas al exhibicionismo y con una peligrosa tolerancia al autoaislacionismo. 

Si nos vamos a la última gran alteración, la Inteligencia Artificial (IA), Noam Chomsky mantiene igualmente sus anteriores reservas y añade otras. A grandes rasgos, ve la IA como un sofisticado software de plagio. En su popular artículo, “La falsa promesa de Chat GPT”, publicado en marzo del año pasado en The New York Times, Chomsky y sus colaboradores, Ian Roberts y Jeffrey Watumull, declaran temer que la IA generativa: “envilezca la ética al incorporar a la tecnología una concepción fundamentalmente errónea del lenguaje y el conocimiento”. A Chomsky le sale la vena lingüística a menudo. Por eso su inquietud radica en las diferencias fundamentales entre cómo piensan y utilizan la lengua los seres humanos, y cómo lo hace Chat GPT. A diferencia de la IA, la mente humana: “no busca inferir correlaciones brutas entre puntos (…) sino crear explicaciones”. Lo cual es bien distinto a la recolección masiva de datos de los motores de estos programas.

Al estar la IA dominada por una amalgama de información, Chomsky no es capaz de tener “conciencia crítica”, lo que la limita a la descripción y la predicción. El ser humano, en cambio, es capaz de especular, de deducir instintivamente y establecer “conjeturas contrafácticas”, que es lo que lo dota de lo que llamaríamos inteligencia. Resumiendo, para Chomsky y sus colegas, ChatGPT es incapaz de llegar a un equilibrio entre la creatividad y la restricción. Puede sobreproducir, llegando por tanto a respaldar todo tipo de posiciones, sean o no éticas, o bien infragenerar, limitando cualquier compromiso con las decisiones y una matemática indiferencia frente a las consecuencias.

Resulta, a cuenta de todo esto, cuanto menos irónico que a Noam Chomsky lo mataran prematuramente actores que se han encontrado en el centro de sus críticas. Un red de información cibernética que por lo instantáneo abreva en lo superficial. Un sistema de medios de comunicación que cae en el titular morboso y el rótulo llamativo, con tal de atraer las lucrativas miradas de un mercado de la información cada vez más furtivo. Y, seguramente, una IA a la que de haberle preguntado el día de la avalancha de elegías públicas por la supuesta muerte de Noam Chomsky, dada su incapacidad de duda y razonamiento, hubiera asentido ante el interrogante funerario. Quienes lo dieron por muerto, al hacerlo, le han dado la razón a muchas de sus tesis. Lo dicho, cuanto menos, irónico.

Por suerte, y de momento, uno de los intelectuales estadounidenses más destacados de este siglo y el pasado, sigue dando guerra. Los años pasan por su cuerpo y su mente, no podemos negarlo, pero, como dijo Perales cuando también se especuló con su muerte, “estamos bien, se acabó”. Confiemos en que el resbalón popular de todos los agentes comunicadores digitales respecto a la erronea muerte de Noam Chomsky, haya servido de lección para avivar dinámicas eficaces de verificación, cierta paciencia y menos frivolidad a la hora de mandar a alguien al fosal en titulares. Como punto positivo, bien, ha sido una excusa para hablar de él y su extensa obra. Ahora, desde luego, no ha sido la mejor.

Sobre la firma

Galo Abrain

Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.

Más Información