Dándole cera a la manida cita: “Me encanta el olor a napalm por la mañana”. Sentir el calorcito de los insurgentes, lanzando berridos al aire desvelando su posición, me resulta primoroso con los primeros rayos de sol. Pero como no puedo planear sobre selvas filipinas con un Cessna Dragonfly -igual que hicieran los mandados de Coppola en su Apocalipsis-, purgando vergeles prehistóricos a base de flamígeros pedos aéreos, me conformo con abrir X (antes Twitter).
La sangría está escanciada en el viejo nido del pajarito azul, hoy convertido en un ciborg de nombre galáctico (fetiche de su actual Shōgun). Antes de entrar en esos dominios, ya voy preparando el estómago para morcillas frescas; cruditas, ricas. Es la energía que mantiene en órbita la red social. Si alguien se siente tocado por la divinidad creativa, y pare una criatura que entrega al mundo, ahí está X para echar por tierra cualquier amago de concilio ecuménico. Un sarao que para los espectadores, no para los involucrados (o quizás sí), es un lujo. Todo el mundo se cree un puto crítico y el sparring queda garantizado.
De las muchas escaramuzas que me han saltado recientemente, me vengo quedando con dos. No porque sean las mejores, ni las más sonadas. Sólo han sido las que se han cruzado conmigo en el hostil botellón de la plataforma. Empezaré por la, a mi entender, sobradamente desnortada, y seguiré por la, de nuevo a mi entender, muy justificada.
Lo saben quiénes me leen; no soy adalid del Ragnarok de lo analógico. Abogo por la concordia. La armonía entre el pasado y el presente -seguro por mi inocencia-, me ha sido revelada como la fórmula idónea para el futuro. Por eso, cuando vi el spot del nuevo IPad lanzado por Apple, sentí la tentación de calzarme mi traje diplomático. Una armadura de batalla mental destinada a lanzar opas hostiles (sí, como la del BBVA, vean con esto que estoy en la honda de la actualidad, aunque me desespere) y luchar por esa mentada concordia. Pero me pareció tan obvia la jugada, y tan tonta la indignación, que me resistí. Y hasta me ríe, miren ustedes, sin tomar parte en la masacre opinativa.
Para quienes despisten el anuncio, al equipo de la compañía se les ocurrió la genialidad de poner, bajo una gigantesca plancha hidráulica, una orgía de artefactos analógicos. Desde instrumentos musicales, a televisores de tubo y plastiqueros muñecajos de emoticonos. ¿La gracieta? Una vez aplanado el montaje, se da a luz al nuevo juguete de la Big Tech. El bárbaro abordaje de críticas, claro, no tardó en producirse. Miles de indignados usaron sus dispositivos digitales -¡qué ironía!- para mordisquear mortalmente el trasfondo de la publicidad, que viene a rezar algo como: “frente a un IPad, ¿quién quiere mamotretos apolillados sin pantalla táctil?”.
Pudiendo empatizar con la discordia, le vi poco sentido. A ver, una empresa dedicada a la transición; totalitaria, absoluta, napoleónica (sí, Ridley, esto te atañe) de lo analógico a lo digital, sería raro que esquivase vender esa ósmosis, ¿no? Pongamos por caso que una firma dedicada a los aumentos de pecho colgara carteles a favor de los bodys no-normativos, y las cajas torácicas asimétricas. Tendría poco sentido. En los negocios, tirar piedras contra tu propio tejado es la mejor forma de irse a pique.
Lo cual me lleva a mi segunda movida. El cartelón de la compañía de cirugía estética Dorsia, descolgado a principios de mes en la Plaza de Callao en Madrid. A la vera del lema: “otro verano más cambiando el panorama de las playas”, la empresa de apaños plásticos tuvo a bien poner la fotografía de una modelo con escotazo Emily Ratajkowski. Uno de esos inevitablemente destinados a llamar la atención de todo ser vidente, sin importar género u orientación sexual. El carnoso escaparate capturaba la vista, previa de ser atraída por el leitmotiv de la fullería: una promoción en aumentos de pecho.
Estaría chupado entrar aquí a criticar la dictadura del canon. La acelerada conversión de la mujer en un filtro de Instagram humano cincelado por la cirugía estética, o en la rentabilidad de arrollar la autoestima. Pero esto no va del “qué”, sino del “por”. Incluso domesticados los agentes de Dorsia por el afán de la alteración física, fijo que a ninguno se le escapaba la polémica a cuclillas tras la presentación de la campaña. Sabían quienes idearon la boutade que ese escote sería como una navaja. Sabían que su filo heriría sensibilidades. Y, huelga decir, sabían que esa estocada los haría virales.
Confieso estar bastante orgulloso de mi pechera ursina. Jamás ha entrado en mis planes darle forma con un par de cojinetes de silicona. Gracias a la tormenta de Dorsia, sin embargo, ahora sé que lo tendría por un poco más de 2 mil boniatos. Dudo que albergara semejante información de no ser por la controversia publicitaria. Mi caso particular es la encarnación del trillado dicho sobre la inexistencia de la mala prensa. Toda publicidad es buena si sirve de altavoz.
Decía una escritora cuyo nombre no recuerdo -lo más seguro es que fuesen muchas y muchos a quienes se lo haya oído-, que hagas lo que hagas siempre habrá quien te critique. Las voces de los verdugos resonarán por encima de los susurros complacientes de los admiradores. Las redes sociales son el ecosistema perfecto para la indignación, y la bulla que la acompaña. Una bronca que mueve compulsivamente los focos hacia los cientos de incendios diarios prendidos en las esferas de la política, el entretenimiento, la cultura o, vaya, el márquetin. Lanzar la piedra y esconder la mano sale barato cuando son tantas las chinas que llueven cada minuto. Una forma eficaz de tocar hueso haciéndose ver es remover el polvo, atraer miradas, disculparse al poco por la jodienda y dejar que la siguiente tormenta empañe la indignación de tu guirigay. Exactamente lo que ha hecho Dorsia. El teléfono de la compañía debe andar tan quemado por las quejas como por el aluvión de clientes. La campaña, desde luego, les ha salido barata.
Esto me recuerda a la apuesta de Disney por una sirenita afroamericana en la última versión del clásico. Lanzarse a una diversidad así de forzada supuso una avalancha de comentarios, a favor o en contra, con lo que se ahorraron la millonada en publicidad. A nadie le importaba un pimiento, antes de su estreno, si la película iba a ser buena o mala, irían a verla por esa sirenita a tope de melanina. A favor, o en contra, Disney ganaba.
Las mujeres que tuvieran en mente operarse los pechos han recibido la información de la empresa de cirugía estética, y la indignación-basilisco de quienes criticaron la lona sólo han logrado hacerle la cama a la compañía. A palabras necias, oídos sordos, se ha dicho siempre. Y es que la indiferencia es el peor de los castigos, especialmente en un cosmos donde ser discreto sin estar en boca de alguien, es no-existir. Habitar un no-lugar, que diría Marc Augé, en una era atrozmente mediática.
Si bien suena bastante porquerizo reverenciar el nihilismo desentendido, abogando por el silencio antes que por la vociferante indignación, conviene revisar los intereses de quien agita el avispero. La provocación es imprescindible para avivar conciencias y bucear en las catacumbas de la sociedad, pero también puede ser el arma más rentable de una cotidianidad incansablemente torpedeada con información atmosférica. Tanta, que no cabe recordar sino ligeros retazos de su contenido.
Herir sensibilidades es una forma eficaz de atraer miradas, sembrar el origen de una idea y esfumarse, como una sombra, a la luz de los nuevos jaleos meteoríticos que no paran de colisionar a cada hora en redes. Por la viralidad, y el consumo derivado de ella, todo vale.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.