París tiene la Torre Eiffel. Londres el Big Ben. Nueva York el Empire State Building. Y Madrid… Madrid no tiene nada. La falta de un monumento emblemático (y la desgracia de un “aprendiz de río” en palabras de Quevedo) suele esgrimirse como la causa principal de la supuesta falta de relato de la ciudad. Madrid, poblachón manchego, megamix genómico, rompeolas de todas las Españas, es comúnmente visto como una capital cutre y de segunda, que todavía huele a cocido y sacristía, una imagen que quizás sea una rémora del gris Madrid del franquismo y de un secular complejo. Por eso el alcalde, Martínez Almeida, ha propuesto, para acabar con esta lacra largamente arrastrada, edificar un monumento, “un gran icono”, como Dios manda (no sabemos cuál) que nos ponga en la primera división de las ciudades globales. Mucho tendrá que arreglar ese monumento.
Se ha definido tradicionalmente el paletismo como esa actitud reaccionaria, ignorante, atrasada y miope de los pueblos, las ciudades pequeñas, la provincia. Creo que en estos tiempos de coolness lo que abunda es el cosmopaletismo: la actitud provinciana (en el peor sentido de la palabra) de las ciudades que quieren ser cosmopolitas y competir en el mercado internacional de las urbes globales mirando más hacia afuera que hacia dentro, copiando a los más listos de la clase en una carrera hacia la homogeneización planetaria, antes que explotar sus propias bondades y, sobre todo, preocuparse por la vida de sus vecinos.
Ese cosmopaletismo se encuentra, pues, en las ínfulas faraónicas de Almeida, pero también en la propaganda de la teniente alcalde de Ciudadanos, Begoña Villacís, cuando habla del Madrid D.C. (en su día propuso construir la “noria más grande de Europa”), y, en fin, en todas las ciudades que quieren tener su Off Broadway, su SoHo, su Silicon Valley o su Williamsburg. ¿Cuándo Madrid querrá ser Madrid y no, Nueva York?
El cosmopaletismo está verdaderamente loco por atraer el turismo, sobre todo si es de lujo (como se ve en el anuncio de la Comunidad de Madrid protagonizado por Mario Vaquerizo), y le gusta sacar pecho por los musicales, los grandes eventos deportivos, las cumbres políticas internacionales y las distinciones de la Unesco antes que por la calidad del aire, la red de bibliotecas, las escuelas de música municipales, el transporte público o el comercio tradicional. Así se acaban generando ciudades que expulsan a los vecinos de sus barrios más céntricos (y luego incluso de los periféricos), que pierden todo aquello que las podría diferenciar de sus hipotéticas competidoras, carcomidas por franquicias clónicas y pisos de AirBnB.
A estas derivas se oponen ideas como de la ciudad de los 15 minutos, propuesta por el urbanista Carlos Moreno (y en la capital de España por Más Madrid) que, en sentido contrario, propone generar un tejido urbano más amable y vivible para los vecinos, el verdadero sujeto de la vida urbana, con especial atención a los cuidados, al uso de la urbe no solo para la producción sino también para la reproducción, la vida cotidiana y el disfrute. Se trata, simplemente, de que las ciudades se parezcan un poquito más a los pueblos y un poquito menos a las grandes capitales del mundo, encaminadas a la creciente desigualdad, los precios estratosféricos, la ineficiencia y la destrucción de la ciudadanía urbana.
La derecha conspiranoica ha puesto el grito en el cielo por una idea tan inocente, tal y como recoge Miguel Ángel Medina en El País: se ha dicho que la ciudad de los 15 minutos consiste en crear guetos, cobrar por pasar de un sector a otro, prohibir los coches, destruir la economía, someternos a todos, y, en definitiva, la llegada de las siete plagas de Egipto de mano de la malvada Agenda 2030 y, probablemente, del olor a azufre que siempre rodea a George Soros.
Se difunde el miedo a una horrenda distopía fantasiosa para no pensar en la colorida distopía a la que se dirigen las urbes. La ciudad exitosa no será la que quiera convertirse en otras ciudades a cualquier precio, vendiendo su carácter por un plato de lentejas, sino la que explote su propia idiosincrasia y cuide a sus vecinos. Al menos si todavía pensamos que la ciudad es ese lugar donde viven las personas y mejoran su vida gracias a la convivencia, y no nos empeñamos en destruir esa convivencia para poder enviar mejores postales, levantar rascacielos más grandes y salir guay en las revistas de tendencias.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.