¿Qué demonios es el tiempo? “Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé”, escribió Agustín de Hipona. Uno no es tan listo como el filósofo: sigue sin saber lo que es el tiempo aun cuando no se lo pregunten. Ocho horas de juerga por bares y discopubs pueden pasar en un plis molecular, mientras que ocho horas de jornada laboral pueden ser una travesía en el desierto. Un rato esperando en las urgencias del hospital puede masticarse como hormigón armado, ese mismo rato jugando al Grand Theft Auto V se escapa con la fugacidad de un colibrí. Según envejecemos el tiempo parece transcurrir más rápido. Nuestra vida está hecha de tiempo, somos tiempo, y sin embargo el tiempo nos resulta misterioso, elástico y al mismo tiempo implacable. Se empeña en irse y con su huida nos vamos agotando hasta hacernos desaparecer. “Instante, detente, eres tan hermoso”, dijo el Fausto de Goethe. Y dijo bien. Más allá de psicologías y filosofías el tiempo empezó a medirse utilizando los fenómenos naturales (más o menos) periódicos: la rotación de la Tierra que produce la sucesión de los días y las noches, o su traslación, que nos ofrece el ciclo de las estaciones y el paso de los años. Algunas de las tecnologías más antiguas, bastante sofisticadas para la época, aunque también bastante imprecisas, como el reloj de sol o de agua (la clepsidra), servían para poner en orden el tiempo, o sea, la vida.
Un gran cambio llegó cuando los relojes mecánicos se pudieron colocar en lo alto de los campanarios: el tiempo ya estaba coordinado para todo el pueblo, que sabía cuándo era la hora trabajar o de ir a misa. El tiempo tomaba cierto aspecto social y se convertía en fundamental para el capitalismo naciente: en las fábricas los relojes y las alarmas compartimentaban las grises y mecánicas vidas de los proletarios. Era necesario conocer la hora exacta para hacer negocios, para transportar mercancías, para el correcto funcionamiento de las bolsas. Para que los primeros trenes humeantes salieran y llegaran a diferentes lugares sin que sucediera el caos horario. El tiempo, tal y como ahora lo utilizamos y concebimos, es un producto de la Revolución Industrial.
Por eso el tiempo se desvinculó del campanario, donde solo daba la hora del pueblo, y se hizo universal. Antes cada lugar del mundo tenía su propio tiempo, su propio mediodía, es decir, cuando el sol estaba en el cénit. Ahora había un mediodía universal, el del meridiano de Greenwich, y los demás husos horarios iban sumando o restando horas de esa hora de referencia. El tiempo, a pesar de regularización, a pesar de los relojes atómicos que lo miden con la máxima precisión conocida (la definición ultraprecisa actual de segundo es “la duración de 9.192.631.770 periodos de la radiación correspondiente a la transición entre los dos niveles hiperfinos del estado fundamental del átomo de Cesio 133”), sigue siendo un asunto esquivo.
En la Física vigente, basada en la Relatividad General y la Mecánica Cuántica, el tiempo transcurre a diferente ritmo según el observador o se hace borrosa la diferencia entre pasado y futuro. El tiempo ya no es un flujo constante, universal, ajeno al mundo, como el concibió la Física newtoniana. A veces se especula con que el tiempo ni siquiera sea una propiedad del mundo, sino de la mente humana, que sea una forma en la que nuestros cerebros perciben y ordenan eso que llamamos Realidad.
Pero lo más raro que le ha pasado al tiempo en los últimos tiempos probablemente no es materia de estudio para los físicos, sino para los sociólogos: el tiempo se ha acelerado tremendamente, y cada vez parece más escaso (véase el libro Esclavos del tiempo. Vidas aceleradas en el capitalismo digital, de Judy Wajcman, que publica Paidós). Parece que ya no hay tiempo para nada, que vamos corriendo a todas partes, que todo tiene que ser instantáneo, mientras los humanos del capitalismo tardío vivimos inmersos en el desenfreno y el desaliento. Hasta han aparecido iniciativas, como el Instituto del Tiempo Suspendido (ITS), convencidas de “la necesidad de reapropiarnos del tiempo de vida expropiado, constante y diariamente. Una manera de pasar de ‘la vida no me da’ a ‘yo tengo mi ritmo”. Una apuesta por la “cronodiversidad”.
La tecnología ha tenido bastante que ver en el proceso: si los relojes de los campanarios comenzaron a marcar férreamente los ritmos vitales, ahora la hiperconectividad nos fiscaliza al segundo y nos hace estar alerta, disponibles y asediados por estímulos desde que abrimos el ojo por la mañana para mirar el smartphone hasta que nos despedidos cariñosamente del aparato antes de dormir. Es curioso: la tecnología, que tenía la teórica misión de hacernos ahorrar tiempo, nos lo está robando.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.