Como en casa en ningún sitio, reza el viejo refrán. Parece una perogrullada pero, ¿acaso no es totalmente cierto? ¿Para qué iba uno a salir de su zona de confort, sometido al gélido aroma de la hostilidad? ¿Qué sentido tiene exponerse a ser la diana de una estampida de flechas como en Trono de sangre, de Kurosawa? Lo mejor es estar entre amigos, conversando panchamente, sin que nadie te lleve la contraria. Ahí el ego se siente como bajo un edredón en una fría mañana de enero. Nada de escenarios donde la verdad, de oler a podrido, pueda salir a la luz. Hay que buscar espacios donde mi coba sea la única unidad de medida, y las voces que se careen contra ella silenciadas sin dilación.
Pero, ¿cómo hacerlo en un contexto en el que asomar el hocico, hacer apariciones públicas para que el mundo sepa de ti, es una obligación impepinable? Una deuda palmaria en este panóptico del millón de ojos que te graban, y del billón de ojos que te observan. La respuesta, que ha mutado de la timidez a la vanidad titánica en tan sólo unos años, tiene por nombre un concepto: los podcasts.
La erosión de los medios de comunicación tradicionales es palpable. Como si se tratara de un queso gruyer, la admiración que se les brindaba se ha ido escurriendo por los agujeros que han mordisqueado las alternativas digitales. La hiperactividad del consumo de información, su demanda de gratuidad, la transhumanización derivada de la adicción a los smartphones -y la creciente falta de capacidad de atención-, han pateado hasta las periferias de la conciencia popular a los medios clásicos. La principal arista de este mutación es la crisis a la que se ven sometidos los estándares éticos y normativos de los que depende el periodismo, pero a los que no están sometidos los “creadores de contenido” que configuran una realidad tallada por sus sospechas particulares, y vaciadas de toda responsabilidad que no sea el beneficio personal.
Huelga decir que esto es una generalización. Nadie despista que los medios tradicionales, condicionados por el framing (teoría del encuadre) y las distintas devociones presentes en sus redacciones y cuadros de mando, también pueden ausentar la objetividad. Leyendo la realidad con unos ojos ventajosos para su cojera ideológica. Lo mismo que pueden existir “informadores digitales” preparados, solventes y dignificados por una pulsión divulgativa honesta. Aquí no se pretende hacer la parte por el todo. No obstante, es un hecho empírico que el sensacionalismo se ha extendido como la sarna. Más del 50% de los habitantes de la Unión Europea afirman enfrentarse, desde algunas veces hasta muy frecuentemente, con la desinformación. Una cifra que se ha multiplicado, sin sorpresa alguna, desde que la digitalización ha hecho del embuste, la cosmética y el delirio un producto en sí mismo.
Pero, vayamos al asunto que nos trae; los podcast. Son la auténtica revolución mediática. La radio a la carta mejor repartida de la historia. Los capitanes de aquellos programas más sonados son admirados como antaño lo fueron los columnistas estrellas de las mejores revistas nacionales. Esas que no faltaban jamás a la vera del inodoro. La creación de podcast se ha convertido en asignatura para muchas escuelas de periodismo. En el negocio edificado a su alrededor se incluye el alquiler de espacios, material de grabación, productoras, decoradores de interior, programadores, community managers… vamos, un tinglado del que muchos dependen y que, por su propio bien, sólo puede ir hacia arriba. Hay en el mundo más de 4 millones de podcast. Hace 3 años la cifra era de 600 mil. En 2025 el mercado global de la industria de los podcasts alcanzará los 30,03 mil millones de dólares. Háganse cargo de su mostrenco poderío.
Existen diversas razones que justifican este boom del autoservicio auditivo. Puestos a concretar, el profesor de los Estudios de Ciencias de la Información y de la Comunicación de la UOC, Efraín Foglia, destaca: la diversidad de contenidos (los programas se especializan en cualquier materia imaginable), su adaptabilidad de formatos (video, audio, interactivo) y, en especial, el argumento generacional. La radio se presenta como un estímulo vetusto, mientras que la propia palabra “podcast” ya es sinónimo de modernidad. Una lástima que el anglicismo de las ondas tradicionales sea igual a la palabra original en español. El lenguaje crea la realidad y los anglicismos se han apropiado de la realidad moderna.
Las ambiciosas cifras que rodean el comercio de los podcast también provienen de un hecho que, a veces, suele obviarse: su facilidad de producción. ¿Cuántos oyentes se pondrán al otro lado de los altavoces o auriculares con la intención de absorber ideas con las que llevar a cabo su propio proyecto? ¿Cuántos, si bien jamás lo pondrán en marcha, rumian ese objetivo en la parte cóncava de la sesera? La accesibilidad de su creación es también uno de los atractivos del formato. Una simpleza que, por un lado, democratiza el contenido, y por otro, otorga un gran poder a aficionados de la información sin habilidades, ni voluntad, para mitigar las trolas oportunistas de sus entrevistados. O rendirse a campañas coyunturales sin profesionalidad.
«Es fácil, barato de producir y más viejo que cagar», afirma el músico y presentador del programa El sentido de la birra, Ricardo Moya, en entrevista exclusiva para Retina. «Hablar con una persona y que los demás escuchen es lo más añejo de la historia. Tenemos los diálogos de Platón, que aunque sean ficticios, están marcando el concepto del diálogo en tanto que línea de desarrollo de una idea, y es nuestra forma de crecer como sociedad, hablando unos con otros».
No obstante, sí que se está abriendo una nueva veda de escucha en lo que respecta al formato podcast. Distinto, muy diferente del de la radio, dado que se están manejando programas de una duración desorbitada con sorprendentes cotas de atención. «El contenido largo», enfatiza Moya abordando el tema, «empieza a funcionar porque permite consumirlo mientras haces otras cosas, como trabajar en una fábrica, ser jardinero o diseñador. Así, sientes que no estás perdiendo el tiempo, ya que el aburrimiento se ha vuelto algo intolerable, y necesitamos llenar esos momentos. Yo lo llamo «esquizofrenia voluntaria«: escuchar voces mientras haces otras tareas y piensas en algo distinto. Para el creador, es fácil producirlo y genera rédito, y para el oyente, es una forma de entretenimiento en momentos que no requieren entretenimiento, pero en los que lo buscan».
Otro de los aspectos que más llaman la atención de los podcast, es el grado de nuclearización ideológica del que van haciendo gala. En Estados Unidos, podemos asumir que los podcast más escuchados están orquestados, a la gloria del nuevo presidente, por simpatizantes conservadores que han dado voz a toda la caterva de aduladores de Donald Trump. Hablamos de nombres como Joe Rogan, Tucker Carlson, Megyn Kelly o The Ryan Show, que patinan con descaro hacía la subjetividad reaccionaria, el nacionalismo despendolado y la voluntad de apagar el fuego con etanol. Una línea que podcast como Red Pill, Worldcast o Wall Street Wolverine han imitado en nuestro país, enarbolando las idiosincrasias y paranoias diestras. Y que, en el caso americano, parece una explosión directamente ligada al boom del actual mandatario.
A este respecto, el presentador de El sentido de la birra opina: «Yo creo que el movimiento alt-right nace como respuesta al movimiento woke, que ahora ya está desdibujado. De hecho, Joe Rogan existe antes de todo esto, y durante el auge de lo woke en los medios, gana más relevancia como voz alternativa al discurso generalista, buscando combatir ideas que se podrían criminalizar o señalar. No sé si la ultraderecha crea este entorno o es solo una respuesta a las ideas woke. Además, no olvidemos que Joe Rogan fue el primer podcast con esas dimensiones en entrevistar a Bernie Sanders, cuando se presentaba a las elecciones, siendo de una ideología totalmente opuesta».
Y es que, halando de opuestos, por el lado contrario tampoco podemos despistar que existen otros podcast con un enfoque también bastante restrictivo en la bancada zurda. Estirando el chicle o Bimboficadas, han demostrado ser espacios con poca, o ninguna, ambición de pluralidad, recreándose en su fórmula y mimando el discurso que gusta a sus oyentes. Equiparándose, irónicamente, a aquellos que más critican en su pulsión censora.
Ricardo Moya, por su parte, niega que se produzca esa “sectarización”. Hay, mejor dicho, una: «especialización o creación de nicho. Una vez que el formato se empieza a replicar muchísimo, empiezas a buscar el hecho diferencial que va a hacer que tu podcast se vea más que otro, o encuentre su público más fácilmente. Cuando hablas del internet hispanohablante, si quieres que tu canal se vea, necesitas hacer más ruido. Esto a menudo implica sesgar tu discurso para encajar en clasificaciones ideológicas que se puedan comercializar con mejores resultados. No es que lo haga una agencia, sino que el algoritmo lo coloca mejor en esas categorías».
Una vez más, y despojados de sorpresa: el dinero. El mercado, de una forma u otra, sigue marcando la agenda. Da igual si hablamos de información, ocio o, por supuesto, ideología. «Tienes quienes creen en ciertas ideas y crean espacios donde esas ideas tienen más valor», incide Moya. «Por otro lado, hay quienes crean contenido para ganar relevancia en su carrera, aunque no se identifiquen completamente con esas ideas. Así se crean líneas editoriales que buscan un público concreto, fácil de identificar si se presenta como ideológico»
En el caso del programa que dirige Ricardo, cabe destacar que la pluralidad es el denominador común. Frente a él han transitado personalidades de toda coba política, y a ninguna se les ha bailado el agua, o vilipendiado. «El problema principal de nuestro crecimiento en El sentido de la birra es que el algoritmo no sabe bien dónde ponernos», comenta Moya a colación. «A veces cree que sabe, pero cuando el público ve el recorrido del podcast, se da cuenta de que no es un contenido ideológicamente claro y eso lo confunde. Mi ideología es humanista, hay lugar para todos. Las ideas no son tú, y aunque algunas no me interesen, quiero saber qué más tienes que ofrecer, porque tal vez llegamos a algún lugar común»
Y todo esto nos lleva al inicio de este texto, en el que hablábamos de la conveniencia en la asistencia a los podcast. Ya no de agentes culturales varios, como escritores o actores, de los que la sociedad puede sacar en claro únicamente lo que ellos deseen dar. También del creciente número de políticos, desde Pedro Sánchez, en La pija y la quinqui, hasta Alberto Núñez Feijóo en Worldcast, que han identificado el formato íntimo, cuidado, muchas veces amateur que brindan los entrevistadores, como una ventana para hacer campaña de lo más comodona. Una herramienta, como veníamos comentando, que ha alcanzado su máxima expresión en las últimas elecciones estadounidenses, con las 14 apariciones del actual presidente Trump en medios no tradicionales, o las que protagonizó Kamala Harris en podcast como All the smoke o Call her daddy.
«Claro, hay una predisposición cuando tienes una agenda política o empresarial clara, y sabes que en ciertos lugares se te dará espacio», dice Ricardo Moya al respecto. «Vas, sueltas tu mensaje, y sabes que lo tratarán con mucha atención. Zuckerberg o Musk se sienten cómodos en lugares como Joe Rogan o Lex Friedman porque saben que ahí pueden reforzar su discurso. Y si hay desacuerdo, se aborda con interés o curiosidad, no con ataque».
De esto último se desgrana un interrogante y es: ¿dónde queda la actividad periodística? ¿Por qué podemos asumir que lo mencionado en un podcast está a la altura en calidad de información que un reportaje, o entrevista, realizado por un profesional experimentado? «¿Cuánto más periodista es Ferreras que Jordi Wild?», salta el presentador al abrir este melón. «O sea, ¿cuánto más periodista es uno que el otro cuando claramente están defendiendo una agenda política muy marcada, muy concreta y sesgando el discurso en una dirección concreta? El código deontológico del periodismo asume que conocerlo convierte a alguien en una fuente fiable, pero este código está disponible en internet y se puede suscribir o no. Quizás deberíamos hablar de una profesión distinta. No de un periodista en el sentido tradicional, sino de alguien que abre las puertas de su casa para conversar. Como un creador de opinión. Aunque esta opinión pueda ser contrastada, el periodista busca lo más cercano a la verdad según ese código. Pero, ¿cuántos periodistas actuales no entrarían en esta definición y deberían ser considerados creadores de opinión en lugar de periodistas tradicionales?». Una pregunta que, francamente, pondría en serios aprietos a un incontable número de profesionales de la información.
No podemos despistar que la actualidad informativa tiene nombre propio: podcast. Son escenarios amigables, cercanos, concebidos como vivarachas charlas de whisky o Chardonnay, donde estrellas y políticos están cada vez más convencidos de alcanzar al gran público con riesgos mínimos. Por el momento, la novedad y el formato parecen inclinar la balanza del interés colectivo hacia ellos. Esta es la nueva realidad a la que deben atender quienes quieran estar informados, quizás alcanzando un rico equilibrio entre lo tradicional y la modernidad. Pero, ¿y qué sucederá en el futuro?
«Me voy a poner un poco ciberpunk en esto», asume Ricardo Moya al respecto. «Cuando avancemos con los implantes cerebrales y chips, ya no necesitarás un podcast. Simplemente te descargarás ideas como el comunismo o el nacionalismo español directamente en tu cerebro y empezarás a pensar de esa manera. No hará falta que te expliquen por qué pensar así. Dirás, «hoy tengo un poco de tiempo libre, me pongo existencialista», y te empezarás a cuestionar todo, pero el jueves, como a mí me gusta ser de derechas los jueves, te pondrás el chip de derechas y te irás a los toros y a misa». Un veletismo un tanto esquizofrénico que si llega nos acercará un poco más a Matrix. Porque, al final, vista la línea que llevamos, fijo que las Wachowski acaban por llevar razón.
Sobre la firma

Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.
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