Bryan Johnson y el pene de la eterna juventud

La incapacidad de asumir tanto el sufrimiento como el aburrimiento, han llevado a Bryan Johnson a intentar trampear la muerte. En el proceso, lleva a cabo excéntricos rituales cotidianos. Algunos relacionados con su hijo y su pene.

Por @RhizomatikaLab

Una de mis teorías favoritas sobre la esencia humana lleva la firma de Schopenhauer. Verán, según el pillastre de alocada crin, el homo sapiens péndula toda su vida entre el sufrimiento y el aburrimiento. Con el deseo como vaso comunicante entre ambas caras de la moneda; sufro cuando no satisfago mi deseo y me aburro cuando lo he satisfecho. Qué palo que estoy en paro. Qué sopor estar en la oficina. Qué boñiga la soltería. Qué pelmazo la pareja. Y suma y sigue…

De la tesis del filósofo germano pueden extraerse numerosas conclusiones. Comprender que hay aburrimientos más golosos que otros. Y recrearse en ellos. O percatarse del placer del tedio compartido, frente a la desesperación del sufrimiento solitario. Personalmente, me identifico con un maridaje entre Schopenhauer y Camus con su Mito de Sísifo. Hay que digerir la pesadumbre como condición sine qua non del mal trago de la conciencia, e intentar enfrentarse a él con todo el gozo posible. Y el humor, a mi truhana forma de ver, es el antídoto que convierte el veneno en festival. Como cuando te zampas unas setas con bien de psilocibina, y la reacción del cuerpo a la intoxicación es regalarte una realidad caleidoscópica poblada por koalas rosas.

No me quiero ir más por las ramas, así que afinaré las razones de esta digresión. Pienso que a las personas les sienta bien el frío, como a los jamones. El malestar las hace inventivas, originales e ingeniosas. Lo mismo con el aburrimiento. Sin tedio, la gente se acelera, derrapa y se da piñatas de campeonato. Pero el mundo de hoy no está dispuesto a bregar con ninguna de las dos caras de la moneda schopenhaueriana. Espanta ambas sensaciones como moscas zumbando sobre la ensaladilla rusa.

La exégesis de mi anterior chapa remata con la siguiente conclusión: El bienestar se ha convertido en una mancha benigna para algunos. Gente que lo tiene todo, o casi, y ya no saben qué hacer con sus vidas con tal de alejar el aburrimiento. Cualquier cosa por patear el hastío, incluso los retos más abracadabrantes. En estas que los menos ambiciosos y normalitos, no sé, se hacen veganos hermanándose con las gallinas o se coronan jefes de algún club de fans. Y los más acaudalados, en tiempo y dinero -que básicamente son lo mismo-, se cuelgan la chapita de Consejero Superior del presidente gringo o deciden que quieren revertir totalmente el envejecimiento. Marcarse un Benjamin Button médico. Y ahora sí, por fin, llegó el personaje que me invoca estas ideas. El biohacker de Silicon Valley.

Lo primero, hablemos de su cara. Robert Eggs no se ha inspirado para el Nosferatu en la cinta original de Wilhelm Murnau, o en la de Werner Herzog. Apostaría a que su fuente primigenia ha sido nuestro hombre. Bryan, Bryan Johnson. Lo digo en plan James Bond porque parece el malo de una de sus películas. Enseguida verán por qué. Apunten también que he puesto Bryan con ‘y’, y no con ‘i’. A Brian Johnson, de AC/DC, lo dejamos tranquilo que lleva asfaltando décadas su carretera al infierno con una pasión que casi lo deja como una tapia. También carga arrugas y panzilla con orgullo. Bryan, en cambio, lleva más de un lustro careándose a golpe de talonario la vejez.

Hace unos días, Kirsten Grind publicó una investigación en el New York Times en la que desvelaba las grietas éticas y morales de este extravagante millonetis. Pero antes de eso dejen que les cuente lo que ha sido vox populi hasta ahora. Bryan Johnson es un exmisionero mormón de 47 años que hizo fortuna en 2013 cuando PayPal adquirió su empresa por 800 millones de dólares. Han tomado nota, ¿verdad? Ya sólo con esos datos, debería bastar para que cualquier amígdala lanzará gritos de amenaza. Exmisionero mormón millonario en la crisis de los cuarenta. Jesús… un mono con un Kaláshnikov me daría más confianza.

Con un exceso de dinero, de egolatría y ese grumoso sentimiento tan norteamericano del Destino Manifiesto, Bryan se decidió a “conquistar la muerte”. Ni corto ni perezoso. A Johnson se le encendió una bombilla en forma de peineta al ciclo natural de las cosas. Un hecho interesante, si tenemos en cuenta que tanto él, como su familia -pronto hablaré de su hijo- han estado muy cerca de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. A ver, no seré yo quien saque un curil dedito acusador, ni me tengo por teólogo, sin embargo, ¿acaso no es la muerte el tránsito hacia la necesaria reunión con el altísimo? ¿Ese momento en que las puerta del cielo se abren para los elegidos y una banda de querubines te aplica polvos de talco entre las nalgas? Eso creía yo, vaya. De ser así, la misión en vida de Bryan Johnson se diría, de primeras, bastante herética ¿no? En fin, ni idea. Como comentaba, no tengo madera de seminarista.

Otro punto paradójico de la premisa del mandamás de Blueprint (la empresa que vende lo que Johnson predica) es el cómo. El qué, parece ser, lo de revertir el envejecimiento de manera descabellada, lo está llevando a buen puerto. Según informes, Bryan ha logrado revertir su edad biológica en 5,1 años. Comparando fotos, es cierto que se lo ve más joven que hace una década. Si por joven entendemos el aspecto que tendría el resultado del proyecto soviético de un soldado cíborg. Pero la dismorfia es un asunto peliagudo. Escarbemos mejor en el cómo. Para lograr sus objetivos, Johnson ingiere diariamente más pirulas que un parroquiano de la ruta del Bacalao. Un cóctel, en forma de batido, con unas 50 cápsulas al que él llama ‘El gigante verde’. Suponemos que en honor al color adquirido por su colón.  Por si el pastillamen no fuera suficiente, hablemos de su rutina.

Madrugón ineludible con el primer canto del gallo. Acto seguido del batido cerúleo, terapia del oído, estimulación del sistema nervioso y sesiones con una campana de pelo marciana para asegurar su crecimiento. Turquía pilla lejos. Y Dios nos libre de una juventud alopécica. Deporte, deporte y más deporte. Comidita a una hora muy temprana, 100% vegana y libre de todo azúcar. Si fuera por este tío Panishop se iba a la bancarrota. Algunos días, después del piscolabis, Johnson practica un poquito más de deporte y hace promos de su invento. Otros se da el lujo de una buena transfusión de sangre adolescente para dejar los manguitos corporales frescos. Los Rolling Stones llevan haciendo esto desde los años 70, pero al menos ellos se metían tanto jamaro en vena y cocaína napia arriba que quedaba justificada la puesta a punto. Johnson, desde luego, ni fuma, ni bebe y, por no hacer, ni siquiera ama. Al menos románticamente. Dice que no tiene tiempo, aunque se preocupa bastante por sus erecciones y que parezcan las de un adolescente.

Hablando de alzamientos… es menester mencionar, si tratamos el tema, al hijo de Bryan; Talmage Johnson, de 19 años. Uno de los 3 hijos que el forajido de la muerte comparte con su exmujer.

En primer lugar, Talmage tiene cara como de INCEL arrepentido. Si el personaje fuese vigoréxico tendría un aire a Jaeden Martell en la película Knives Outs. Porque Johnson junior ha heredado la paranoia ortoréxica de su viejo. Y sus ojos. Dos canicas de un azul antillano igual de bello que inquietante. Hay algo en su mirada que huele a eugenesia. Será porque cargar con el título de ‘joven más sano del mundo’ es todo un baño de narcisismo. O de papitis, si tenemos en cuenta que el cargo se lo otorga la empresa de su padre, Blueprint. Una compañía en la que está igual de volcado que el progenitor, más a más teniendo en cuenta que la mayor parte de las actividades del proyecto por la inmortalidad a base de comprimidos tiene lugar en la casa de los Johnson. Una de las principales razones que han llevado al New York Times a exclusivas bastante sórdidas sobre acuerdos de confidencialidad gordianos, que han sido violados desvelando costumbres como poco inapropiadas por parte de Bryan Johnson. Nudismo, flirteos nada discretos con las empleadas o una bizarra relación con Talmage, que no contento con ser la bolsa de sangre ocasional de su padre -lo de las transfusiones queda en familia-, también le sirve para comparar su rejuvenecimiento. Pitorro inclusive.

Me imagino a la pareja paternofilial poniendo en marcha, los domingos de misa, un análisis sintáctico de sus miembros. Observan si está, como decía Sánchez Drago, «dura, dura con brillo o reventona». Son las únicas opciones aceptables. Intolerable transigir ese castizo estado de casquería que la lengua patria tiene a bien llamar «morcillona». A fin de purgar la flacidez de su vida, es sabido que Johnson se aplica descargas eléctricas en la cerbatana espermática. Pero no con pretensiones de invocar el engrudo. Sólo para tonificar. La pasión fálica de Bryan es un renovado espíritu masculino. Ha nacido el tecnomamporrero millonario. Una raza inmortal de falocéntricos vampiros. Suena de lo más prometedor.

Pero, entendamos a Johnson, por favor. Hacerle la competencia a Matusalén con el escroto como la cara de un Basset hound no mola. Hay que admitirlo. Aunque tampoco es de buen ver que muchos miembros de tu empresa estén dispuestos a arriesgar sus economías desvelando ‘secretos’ confidenciales al New York Times, en vista de la preocupación que los invade. Entre ellos, por ejemplo, Oliver Zolman, antiguo médico de Johnson, que salió de Blueprint a hurtadillas tras asegurar que el cóctel que vende la futurista compañía es homeopatía de la buena. Más placebo sacacuartos que otra cosa.

Siempre la misma historia. El reciclaje, del reciclaje, del pintamonas que se hace de oro vendiéndole a los incautos la alquimia de la riqueza. Ojo, no quiero decir con esto que Johnson sea un Amadeo Llados de la longevidad. El comandante de Blueprint es, huelga decir, un tipo avanzado intelectualmente. Lo cual no lo exime de la sociopatía, el engaño y un peligroso mesianismo, coincidente con la creciente obsesión por la salud en Occidente. Preocupaciones físicas al alza que en grados mundanos llevan a contar calorías y volverse abstemio, y en las élites a vacilarle a la parca. Porque, ¿para qué iba Johnson a emplear su musculado capital y genio en desarrollar vitaminas que impidan la muerte por inanición en zonas devastadas? Lo normal, lo lógico, vamos, es gastar 2 millones de dólares anuales en revertir el paso del tiempo en su cuerpo, pregonando que es algo accesible al vulgo. Al vulgo adinerado, entiéndase. Una logia de posmodernos american psychos tecnólogos eco-veganos. Una vez más, prefiero con creces al mono y al Kaláshnikov.

La justicia estadounidense, casi con total seguridad, no tardará en señalar a Bryan Johnson. Tarde o temprano, por mucho acuerdo de confidencialidad existente, la mierda huele. Acaba por asomar. Por mucho que no lo crean sus dueños. Porque, lejos de las excentricidades del biohacker de Silicon Valley, como querer acabar con su muerte llevándose por delante todo lo bueno de la vida, uno de los grandes problemas de estos gerifaltes es que se piensan por encima del bien y del mal. Así que, como culmina el reportaje de Kirsten Grind, sólo cabe esperar que los valientes que han alzado la voz encuentren un mínimo de justicia. Por ellos, en primer lugar. Pero, sobre todo, por los que vendrán. Johnson no es el primer tecnólogo que se excede con sus trabajadores y, visto el tecnofeudalismo que se avecina, seguro que no será el último. 

Sobre la firma

Galo Abrain

Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.

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