Me cuesta saber cuándo, o dónde, digerí por primera vez el término “dictadura de las minorías”. Doy por sentado que en algún pase del telediario. Quizás en clase de algo. O puede que uno de mis amigos, muchos politizados en los lados más opuestos y batalleros del tablero, sentara cátedra en mi con la expresión. Venga de donde venga, veo dictadura de las minorías por doquier. Hasta en el calcetín rojo al que le da por colarse en la colada de la ropa blanca, tiñéndola toda como si se hubiese usado para secar el pasillo de las gemelas Grady en El resplandor.
Ciertos antropólogos apuntan a que las idiosincrasias reinantes en los archipiélagos -lugares cercados naturalmente que pueden rozar la endogamia cultural-, son homologables a subsistencias autárquicas en escenario continentales. En otras palabras, que la forja de conciencias individualistas no es sólo menester de quienes, como presos de Alcatraz, huelen la sal marina a pocos kilómetros a su alrededor. Cualquiera puede iniciarse en una tribu, reconociendo sus pijadas particulares en tanto que las únicas válidas.
Descorcho con esta parafernalia a razón del nuevo “Decreto Influencer”, recién aprobado por el Gobierno de España, que ha salpicado contundentemente las rotativas. A grandes rasgos, la ley quiere obligar a los influencers a identificar y etiquetar expresamente el contenido publicitario, restringiendo que esté sea de tabaco, alcohol o medicamentos, al igual que veta los anuncios susceptibles de generar un perjuicio psicológico o físico a los menores. Además, deberán poner una etiqueta de la edad a la que van dirigidos los contenidos y asumir un código de conducta acordado, previamente, con el Ministerio para la Transformación Digital y la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia.
En base al interés avivado por el Real Decreto, pareciera que todo pájaro alimentándose, incluso en una pequeña parte, de las redes sociales fuese a pitar en el radar. La realidad, en cambio, es que menos de mil personas sentirán ese tocadito en el hombro. Dulceida, Ibai Llanos o María Pombo, en lo que se refiere a creadores de contenido, Rosalía en el espectro cultural o Sergio Ramos en el deportivo, son algunos de los pocos, poquísimos, nombres señalados por el decreto del ministro José Luis Escrivá.
Y, gracias a Dios, porque si fuesen más quienes cumpliesen con los requisitos (ingresos mínimos anuales de 300.000 euros y más de un millón de seguidores en una única plataforma, o más de dos entre todas aquellas en las que esté presente), la deseada distopía de los jóvenes en la que la mayoría son profesionales de esta actividad, se tornaría cierta. ¿Se imaginan un país con el 16% de su población siendo mega-influencers? ¿Un terruño con 7,6 millones de “celebridades de internet”? Piensen en una España plagada de pavos y pavas ahuecando sus plumas frente a la cámara del iPhone, lanzando retos y retando a la idiocia con sus egomanias públicas, momentos antes de ahogarse chapoteando en un compulsivo scroll… Pensándolo bien, mejor imaginen que todos ganan la millonada. Según por donde se paseen, ya estarán acostumbrados a semejante show.
La cesta de los huevos de oro, por desgracia para los millones de aspirantes, y por suerte para el resto de los millones que no lo somos, es zona VIP. Un patio de butacas reservado, desde donde sus afortunados inquilinos lanzan escupitines a los de abajo, igual que sucedía en Cinema Paradiso. De ahí que resulte sorprendente la implicación monacal de una parte de la población digital, que se ha volcado, ya desde los primeros amagos de la ley en 2022, en apoyos a estos aristócratas del algoritmo. Movilizaciones masivas de likes y comentarios defendiendo declaraciones tal que las de Cristina López Pérez, conocida como Cristinini (¿Cristi-NINI? ¿En serio?), alegando que las propuestas del ministerio quieren “arruinar, básicamente”, a los influencers y amenazando con pillar las maletas “y a tomar por culo”. O los comentarios indignados de streamers, como Carola, diciendo: “Que venga el Gobierno español a decirte cómo tienes que hacer tu contenido… ¡Venga hombre!».
Ahí, en esa implicación popular, es donde siento entronizarse la dictadura de las minorías por la que el cosmos digital respira el minúsculo, pero diamantino, eructo de las élites influencers. La particular idiosincrasia del archipiélago hiper-consumido, pesca las miradas de quienes habitan un arrepentido anonimato en compulsiva exhibición. Los famosos ponen tanto y azuzan un espejismo tan real de conexión, que tomamos por propios hasta sus pleitos.
Yo qué sé, será por lecturas de alemanes decimonónicos barbudos, al compás de rusos iracundos puño en alto, pero reverenciar la élite como si sus problemas afectaran al resto me mina la moral. Un papiloma podal vampirizaría menos mi paciencia. Sin embargo, se entiende. Cualquier sociedad que babee por emular una vida que se le presenta tal que si contemplara una cinta por donde se deslizan infinitos escaparates, sembrados por maniquíes ricachos e ideales, está condenada a la adulación invidente.
Por norma general, un Gobierno debe velar por el bienestar de sus ciudadanos. Ha de ser garante de libertades y derechos. Por eso mete las narices en tantos asuntos. Y, al igual que vigila las cadenas de televisión o radio, para que la publicidad no se coma las buenas maneras, o califica por edad las películas para que niños de 8 años no se traumaticen la infancia con un film serbio de terror, parece lógico que meta mano a contenidos con millones de visualizaciones, y ciña un poco la correa de quienes los monetizan. Pues, aunque las multas del nuevo decreto van desde los 10.000 hasta los 750.000 euros en función de la gravedad de la infracción y de los ingresos que el influencer genere -lo cual suena a pastón fuera de órbita-, hablamos de individuos que llegan a generar 150 mil euros al mes. Por un post, los cabezas de cartel cobran alrededor de 10 mil euros (Dulceida), y unos 4 mil (Anabel Pantoja o Laura Escanes) los teloneros. Siempre hablando, claro, del festival de las estrellas.
No es menester descargar vinagre sobre todas las cabezas de los más de 900 implicados en esta nueva etapa de la relación, cada día más arrimada, entre gobiernos e influencers. Muchos han salido en su defensa. Celia Rubio, por ejemplo, una de las creadoras de contenido sobre finanzas e inversiones más seguidas en España (un millón de seguidores en Instagram y más de medio en TikTok), declaró la semana pasada a Business Insider: “El hecho de que exista una regulación para que todos actuemos bajo las mismas líneas realmente es algo positivo”, y puso el foco en la importancia de que los consumidores sean conscientes de cuando se enfrentan a publicidad financiada. Otros creadores han guardado silencio. Quien calla otorga, ¿no? La dictadura de las minorías es un hecho en el universo de las redes. La oligarquía de los millones de seguidores encarna el Gargantúa que se alimenta bajo el embudo de los algoritmos, y marca la agenda. El pueblo llano, la pelusa digital que está, ya no lejos de hacerse rica con Instagram o TikTok, sino siquiera de monetizar su contenido, debería sencillamente alegrarse de que se la tenga mejor informada. Porque, hasta ahora, los toros pastaban a su aire en el prado digital, disfrutando de una inmunidad diplomática impropia de cualquier creador audiovisual con semejante poder. La denominación de origen “en internet”, comienza a dejar la ancha castilla. Tal vez no por el bien de quien disparaba cornadas a diestro y siniestro bañándose en pan de oro. Pero sí, seguro, por el bien del resto.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.