Marié pasa por ser una chica de San Francisco (EEUU), muy activa en Twitter. Tiene una enorme habilidad para, cada cierto tiempo, aparecer en la sección “Para ti” de muchos usuarios. Un día enfadó a media España señalando a Sevilla como mera ciudad turística con pretensiones. En otra ocasión compartió un hilo sobre cómo casarse con un millonario, aunque seas una mujer de atractivo medio.
En otras redes, digamos YouTube, es habitual cruzarse con Will de Futbolistos. Sus vídeos con más alcance suelen coincidir con sus opiniones más originales. El escaso valor de Maradona, la superioridad del River respecto al Boca o de Cristiano frente a Messi. En su discurso esto no son apreciaciones, son factuos. Will y su compañero ya pertenecen al olimpo de los que han conseguido crear un meme generacional.
En otra latitud internetera, TikTok, las cocineras del perfil JaneBrian triunfan con sus recetas. Mi favorita, sin duda, es la de la hamburguesa cocinada con forma de cara humana, regada con nata, huevos, patatas chips, queso y mantequilla. Tienen otras maravillas que ofrecer, como recogía hace poco Betina Serrano en su pieza sobre el fascinante mundo de las guarro-recetas.
Hay una rentabilidad inmediata en el bait, esa captura de la atención, ese provocar reacción, sea un enfado, perplejidad o risa tonta. No suele derivar en conseguir más autoridad sobre un tema, crear una marca sólida siquiera en muchos seguidores directos (aunque hay quienes se suman a estos creadores en una suerte de complicidad traviesa). Pero sí que son un buen atajo para agradar a los algoritmos que sojuzgan la visibilidad en las plataformas.
Un punto crucial al que se enfrentan todos los sistemas arbitrados algorítmicamente es que están limitados por su propia naturaleza. Aunque los dueños de las plataformas quisieran que sus algoritmos escogiesen el contenido de más calidad, no podrían hacerlo. ¿Por qué? Porque no pueden preguntar a los consumidores qué nos ha parecido, si nos resultó interesante, enriquecedor, una basura o algo informativo. Tampoco pueden adoptar un criterio de calidad menos popular ni contratar a un grupo de críticos expertos para que valoren los millones de tiktoks diarios que se suben a la aplicación.
Esta limitación la resuelven mediante pistas, indicios de cierta satisfacción del usuario, ciñéndose a lo que sí pueden medir. Si se paró a verlo durante el scroll es que le interesó. Ver un porcentaje alto del vídeo es mejor que dejarlo de inmediato. Comentar, dar al “me gusta” o compartir (sí, todos esos que se indignan o se escandalizan cuentan) parecen indicios de interés por el contenido. Es lo que la plataforma puede medir. ¿Coincide con la calidad? Realmente no, y los creadores que llevan sus piezas al extremo, que sorprenden y enfadan, acaban haciéndose los amos de la app.
En una poco sorprendente coincidencia, estas métricas se correlacionan mucho con las visualizaciones y el tiempo de atención del usuario, que a su vez se corresponde con más ingresos para el dueño de la app y diseñador del algoritmo. Pero el fenómeno se queda ahí.
En una segunda vuelta tenemos la reacción que denuncia a los que usan el truco de la provocación. Es el caso de los vídeos contra el rage farming (la estrategia que consiste en generar indignación) en TikTok. Pero, para su desgracia, suelen resultar mucho menos interesantes que los que producen el fenómeno. También está quienes ganan y cosechan atención compartiendo contenido extremo, pero perfilándose como el adulto en la habitación. Es el género del nutpickero en Twitter o el del vídeo doble en el que un usuario sojuzga a otro. Una tentación para conseguir alcance incluso si eres el tiktoker más seguido del mundo.
El fenómeno de la exageración y el esperpento no se ha quedado en los nuevos creadores. Lo vemos en los medios que empujan los titulares hasta el paroxismo, rozando el amarillismo sabedores de que otro juez algorítmico (Google Discover) les concederá el alcance. Y encaja con un género de éxito, el de las familias influencers, en las que el hilo conductor de su contenido es su vida doméstica. Se suele señalar la pérdida de privacidad de los niños y su incapacidad para elegir como los motivos de preocupación con estos canales. Pero hay un punto más, la guionización de la vida familiar, la obligación de que los niños y las niñas hagan cosas graciosas, traviesas, ocurrentes. Tú, como hijo, no resultas tan interesante si no ayudas a provocar alcance, si la audiencia no te prefiere.
Esta adaptación al algoritmo, la optimización de la propia presencia digital se ha ido colando en las rendijas del estar en lo virtual. Nuestro yo en el metaverso está afectado por lo que señaló Susan Sontag en su estudio acerca de la fotografía: nuestro sentido de la realidad se ha desplazado. Para la escritora, el verdadero primitivismo no consistía en el temor de los individuos de sociedades remotas porque las imágenes capturadas por la cámara les robaran la identidad o su cultura, sino por el giro de los países industrializados en los que la gente de procuran hacerse fotografiar porque sienten que son parte de las imágenes, que las fotografías les confieren realidad.
En Blanco, Bret Easton Ellis apunta: “La mayoría de nosotros llevamos en las redes sociales vidas más basadas en una interpretación de lo que habríamos imaginado tan solo una década atrás y, gracias al pujante culto al gustar, en cierto modo todos nos hemos convertido en actores. Repensamos los medios mediante los que expresamos sentimientos, pensamientos, opiniones e ideas en el vacío [..], hemos entrado en una peligrosa suerte de totalitarismo que en realidad aborrece la libertad de expresión y castiga a la gente por mostrarse tal cual es. En otras palabras: el sueño del actor”.
Me acordaba de estas lecturas cuando me deleitaba con la pieza en que Esther Miguel Trula experimenta y analiza el fenómeno “ir a la Tagliatella por San Valentín”: “Como todo lo que acaba siendo devorado por la discusión digital, el concepto ha pasado ya por todos sus ciclos de posicionamiento posibles: de criticar a esos paletos horteras a respetarlos en su autenticidad, después a hacer su reivindicación desprejuiciada y, por último, a reivindicarlos con tufo a superioridad intelectual. La conclusión lógica es que es ya imposible ir (o decidir no ir) a La Tagliatella en San Valentín sin estar haciendo algún tipo de statement”
Anticipaba Christopher Lasch a finales de la década de 1970 en La cultura del narcisismo que la vida moderna estaba tan mediatizada por imágenes electrónicas que no podíamos evitar reaccionar ante los demás como si sus actos —y los nuestros— estuvieran siendo grabados y simultáneamente transmitidos a un auditorio invisible, o fueran almacenados para un escrutinio detallado en alguna instancia posterior. El caso es que en la era de iPhone, Instagram y TikTok ha acabado siendo así.
La vuelta al fenómeno es que sospechamos de toda autenticidad, ¿la chica estadounidense que desprecia su semestre en Florencia (Italia) es sincera en su original apreciación o es una actuación? ¿El challenge de la pareja en TikTok que se propone tener sexo todos los días del mes, lo hacen para ayudar a otras? ¿El chaval que canta y baila sobre cómo murió su tía en Acción de Gracias, pero acabaron el postre, es realmente porque su abuela era una cachonda y se reía de hasta la muerte tras sobrevivir al Holodomor o es todo un invento?
Cada vez más todo huele a impostado, a actuación barata. Se ve en esos hilos de Forocoches con situaciones rocambolescas que son contestados con “qué buena película te has montado”. Se confirma en el regreso de los insultos argentinos cuando pierden al fútbol, contaminados de autoconsciencia y carentes del puro desprecio despreocupado de los originales. El reverso, la contestación a este fenómeno, es el shitposting, que elogiamos en estas mismas páginas. Pero, aún en las declaraciones fuera de la norma encontramos otra forma de actuación, otro personaje: el que vive según sus propias reglas ajeno a los límites que marca la aceptación en el grupo.
Como antropólogos en busca de culturas no afectadas por la revolución industrial, algunos autores y perfiles exploran Internet a la caza de perlas de autenticidad. Cuentas como Buena respuesta, IHOF y Absolutely insane youtube comments, o el trabajo de Chiara Camisola constituyen el reflejo de una cultura de la web que se pierde. Una inocencia todavía no contaminada por la autoconciencia de que tarde o temprano alguien reparará en nuestro personaje en Internet. Y nos juzgará.
Sobre la firma
Ingeniero Informático, pero de letras. Fundador de Xataka, analista tecnológico y escritor de la lista de correo 'Causas y Azares'