¿Qué era aquello de las discotecas de carretera, las drogas, las salidas de jueves a domingo, el musicón electrónico y repetitivo? Cuando lo de la Ruta del Bakalao yo era un prepúber del norte de España que veía esa cosa por la tele transitando entre la intriga y el horror (esto último era lo que se pretendía). Luego me vine a Madrid y, a principios de siglo, me convertí en un joven que trató de replicar todo aquello 10 años después (siempre a destiempo), entre clubs de electrotechno, sórdidos after hours y casas de desconocidos donde nunca se levantaban las persianas para que no interfiriese la luz del sol.
La Ruta del Bakalao fue vista en su época por las mentes biempensantes como una cosa de descerebrados, viciosos y drogadictos, en contraste con La Movida Madrileña, que fue receptora de admiración internacional. Y eso que no eran fenómenos tan diferentes: la explicación ahora canónica es que la segunda la protagonizaban los hijos de la burguesía y la primera los de la clase trabajadora. Ahora la Ruta vuelve a estar de moda, por enésima vez (su fama es cíclica como la economía) por una serie de Atresmedia que recrea aquellos años locos de discotecas como Chocolate, la Barraca y Puzzle.
Una cosa que llama la atención al ver los documentales de la época (uno muy bueno se emitió en Canal + y se puede ver en YouTube) es que los que frecuentaban la Ruta del Bakalao no se parecían en nada a lo que posteriormente se conoció como un bakala: un tipo con ropa deportiva y moto, con complementos de oro y peinado como de cenicero. Lo que se ve en la Ruta era algo más ochentero y teatral, y la calidad musical era mayor a lo que se le presupuso en su día: allí sonaban Bauhaus, Sisters of Mercy, Cabaret Voltaire, Lords of The New Church o Alien Sex Fiend. Es decir, post punk, synth pop, new romantic, new wave y no solo la electrónica de baile que luego se conoció popularmente como bakalao.
En general, la música electrónica, hecha con máquinas en lugar de con instrumentos analógicos (que también son máquinas), ha sufrido estigma casi desde sus inicios, mayormente por su vinculación con algunas drogas recreativas, que en nuestra cultura están mal vistas, y supongo que también por su apuesta fuertemente hedonista: la música popular pensada para bailar ha tenido baja consideración, quizás por ese odio velado al cuerpo y al placer propio de la cultura judeocristiana.
No es cierto que para disfrutar de la música electrónica de baile haya que consumir ciertas drogas, aunque no se puede negar que el maridaje funciona bien. Sin embargo, estilos como el techno y el trance ya tienen algo de droga incorporados, algo primitivo y trascendente en su interior que conecta con algunas capas de nuestro ser, o con unas profundidades arquetípicas de la mente, que otras músicas como el rock o el pop no creo que tengan fácil conectar. La experiencia de bailar en un club oscuro, con un buen equipo de sonido (especialmente unos graves poderosos), unos buenos efectos de luces y, sobre todo, un buen DJ tiene algo de extraña experiencia mística, incomparable a un concierto de rock, de pop o de funk.
Sin embargo, como hace hincapié el periodista Javier Blánquez en su monumental obra Loops (Reservoir Books), que es la principal referencia en español sobre la historia y la compleja diversificación estilística de la electrónica, la música electrónica ha ganado la partida por goleada. Ya no se trata de unos estilos para los raveros salvajes o pertinaces juerguistas que viven alejados del día ocultos en clubs de techno, drum n’ bass, deep house, minimal o electro: la música electrónica se ha popularizado y se infiltrado en todas las músicas el mainstream. Rosalía es música electrónica.
Desde su gran popularización y revalorización en la década de 1990 (cuando pasó a ser considerada también una de las Bellas Artes con artistas como Björk, Massive Attack, Portishead, Aphex Twin, Autechre, Squarepusher y un larguísimo etcétera) hasta hoy en día, las bases de cualquier diva del pop o el rhythm n blues son electrónicas; el hip hop, el reguetón y las músicas urbanas en general, también de base electrónica, son los grandes estilos universales, y, en fin, la música de cualquier anuncio de la tele o el hilo musical de cualquier franquicia textil en grandes superficies es electrónica. Los chavales ya forman pocas bandas: hacen música en su casa, en su habitación, con su ordenador, y cantan encima, lo que está llevando a una especie de nuevo individualismo musical. Pero ese ya es otro tema. Mucho ha cambiado la cosa desde la Ruta del Bakalao.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.