La democracia en llamas. Desinformación como ciencia de la violencia

Los creadores de bulos y noticias falsas buscan producir ciudadanos irracionales, unidos por el desprecio del entendimiento y la glorificación de una violencia legítima para apaciguar lo que les disgusta de la realidad. ¿Lo peor? Que lo están consiguiendo.

Combatir las noticias falsas con hechos no está funcionando. A pesar de que las estrategias de desinformación digital están siendo bien monitorizadas y documentadas por multitud de organismos y expertos, sus capacidades reales para contener o curar los daños de las campañas de propaganda continúan siendo ambivalentes o de bajo impacto para evitar la polarización de las sociedades. Por consiguiente, podemos afirmar que se cumple aquel célebre aforismo de que los datos no significan nada si no se hace algo efectivo con ellos. En realidad, es el mismo talón de Aquiles de quienes se alborozan por tener unos valores éticos incorruptibles o unos elevados principios morales, pero que no se hacen responsables cuando aplicarlos les supone un riesgo personal, físico o económico.

Hay que destacar los encomiables esfuerzos, entre otros, del East StratCom Task Force, que la UE lanzó en 2015 para confrontar con las estrategias de desinformación de Rusia, y del Centro para la Resiliencia de la Información (CIR por sus siglas en inglés) y su proyecto Eyes on Russia, que ha logrado,  al menos, prestar soporte a los medios de comunicación y periodistas para evitar errores, suministrando pruebas para que responsables políticos, jueces y fiscales tomen medidas, y presionando para que las empresas dueñas de las principales plataformas de redes sociales se vean en la obligación de revisar los modos de operar sus negocios. Entre sus mayores éxitos destacan los diagnósticos y señalizaciones de operaciones digitales a gran escala patrocinadas por estados para desestabilizar a terceros.

Sin embargo, en el frente de la lucha por la atención y las creencias de los ciudadanos europeos y estadounidenses, los miles de simulacros de realidad alternativa que se lanzan a diario continúan encontrando en sus mentalidades la suficiente acogida como para propiciar una metástasis acelerada de los referentes democráticos, es decir, un declive cognitivo y afectivo sin precedentes de todo lo relacionado con saber distinguir a los amigos de los enemigos, del propio sentido de por qué hay que prestar ayuda incondicional a los más desprotegidos, y de la ventaja evolutiva que supone renunciar a cualquier tipo de agresión.

Así, ha acabado asentándose en el funcionamiento democrático una ciencia negativa para combatir la guerra de las noticias falsas (su propósito no es el de afirmar o descubrir la verdad, sino el de negar con criterios objetivos las supuestas verdades cuya falsedad se puede demostrar), pero lo cierto es que tiene que competir con otra ciencia más trabajada en el tiempo, con más casos de éxito a lo largo de la oscura historia humana y con más intereses creados de lo que cabría esperar dentro del progreso de nuestro siglo. En efecto, la desinformación es una asignatura dentro de la ciencia de la violencia, y digamos que este proceso se ha hecho muy popular con el apogeo de la digitalización ¡Hay superávit de aprendices de brujo!

Las primeras preguntas para plantearnos serían: ¿por qué hay tantos millones de personas dispuestas a escuchar, ver o leer justamente lo que no es ni está? ¿Por qué hay un grado de influenciabilidad tan elevado entre las masas cuando son impactadas por las promesas de mentirosos reconocidos o fuentes sin credibilidad?  Además de documentar y desacreditar la desinformación, ¿qué más se puede hacer?  Tal y como sucedió en otras fases de crisis políticas y económicas similares a las presentes, hay dada una estética singular en el propio modo de engañar, pues en gran medida la fabricación contemporánea de noticias falsas se ha transformado en un movimiento artístico parido por la era digital, propagándose sus efectos deformadores de una manera incontenible por los redaños de aquello que solía proporcionar un rumbo seguro a la civilización: la lógica. Dicho con otras palabras, el sujeto irracional que cae en las redes de las noticias delirantes o falsas deviene en sujeto lógico para este momento de la historia:  el sujeto se vuelve una representación simbólica de la locura colectiva.

INDULTAR EL SENTIMIENTO DE CULPA

Una primera línea de indagación desde la que ofertar explicaciones factibles sobre nuestra inclinación a dejarnos hipnotizar por discursos alucinatorios, a mi modo de ver, nos conduce a interesarnos por el funcionamiento de nuestra psique y su ligazón con todas las derivadas de la vida social. La atracción que supone creer en una mentira sin saberlo conscientemente o a priori se puede extrapolar a la dinámica de la catexis libidinal

La catexis implica que cada uno de nosotros posee una determinada cantidad de energía que repartimos de forma variable entre nuestro organismo interno y determinados objetos externos que deseamos o aborrecemos. Desde un prisma clínico, la catexis estaría sucediendo cuando el sujeto invierte un volumen energético desproporcionado sobre un objeto de deseo que una vez creyó que tuvo, pero que luego perdió y demanda recuperar, o bien busca deshacerse del mismo por la renegación que le produce.

En este contexto, renegar designa un modo de defensa mediante el cual una persona rehúsa el reconocimiento de una percepción que le resulta traumática. Esta renegación de ciertos tipos de percepción de la realidad, cuando se repite como fórmula aceptable para funcionar en el mundo, provoca una escisión en la conciencia del sujeto: surge un Yo que se adapta sesgadamente a la cultura que le permite aparentar que cumple con la ley, a la vez que con disimulo adopta fobias hacia cierto tipo de personas, ideas, objetos o fenómenos; y un segundo Yo que retorna a un estado de minoría de edad, en el que la conducta infantil encuentra un reconocimiento positivo, puesto que se le permite oponerse abiertamente a la ley y, simultáneamente, deshacerse del sentimiento de culpa: una paranoia de inmunidad.

Cuando alguien decide creer que la esposa de Pedro Sánchez está involucrada en una mafia de tráfico de drogas descubierta por el servicio de inteligencia marroquí, que Bill Gates injertó microchips a la gente con las vacunas para despoblar la tierra, que los demócratas en EE. UU. dirigen una red satánica de pedofilia, o que la mayoría de la sociedad ucraniana son militantes nazis, no podemos limitarnos a buscar pruebas que ridiculicen su nula veracidad para acabar con el encantamiento de su estupidez. Todos esos relatos son claramente absurdos, pero paradójicamente los esfuerzos por refutarlos provocan la confirmación de su validez ante el público al que iban dirigidos. Esta dinámica sucede no porque el rigor de los argumentos que se utilizan para desmentirlos no sea lo suficientemente claro o persuasivo, sino porque en las masas hay presente un goce por haber trasgredido un tabú, y canalizan sus pulsiones de agresividad hacia el objeto expiatorio.

Uno de los problemas más espinosos de la teoría de la desinformación es la célebre ley de Brandolini: la cantidad de energía necesaria para refutar una noticia falsa es siempre de un orden de magnitud mayor que lo que ha costado producirla. Refutar las noticias falsas no resulta ni barato ni suficiente si no se acompaña de una explicación que proyecte luz sobre la naturaleza de los autoengaños, los cuales son los que transforman aquellas en armas tan destructivas.

Las masas, cuando se autoengañan a sí mismas, están expresando que no quieren saber nada de la realidad fáctica. Sin lugar a duda, las colectividades y los grupos políticos que abrazan los relatos falsos se autoprotegen de la misma forma que cuando somos niños: “Si me equivoco tengo la inmunidad de mi propia condición de niño; si sufro una reprimenda se debe a que no os importo o no me comprendéis; si hice algún mal se debió a que fui obediente cumpliendo con lo que me enseñasteis que tenía que hacer”. Como se observa en estos supuestos, ninguna intelección está presente para asumir una crítica hacia la conducta de uno mismo.

Podemos deducir que los creadores de desinformación conocen en profundidad la ciencia de la violencia y saben articular sus campañas teniendo en cuenta los resortes afectivos que hemos descrito. Además, aprenden que su rol es muy parecido al del dueño de un casino: siempre ganan bastante más de lo que dejan por el camino. En cierto modo, estos creadores cortocircuitan las interdependencias de los fenómenos. Por ejemplo, cuando deviene una dictadura tras un colapso democrático, con frecuencia se cae en la idealización de que tal irrupción totalitaria es un proceso previsible dada la naturaleza social de los hombres como colectivo. Por consiguiente, se asume la creencia de que su advenimiento no tiene relación con los destinos individuales, sino que pasa por encima de ellos, quedando como víctimas forzadas.

Esta formulación permite que las personas se exculpen de su responsabilidad por lo sucedido gracias a haber practicado cierto civismo democrático hasta ese momento. No es que este tipo de ciudadano tenga que asumir la culpa principal de que un dictador haya dado un golpe de estado con el apoyo de ciertos sectores de la sociedad, pero igualmente sería una verdad a medias no asociar las disfuncionalidades democráticas consentidas por todas las personas en su plano de responsabilidad individual como parte de los factores con influencia en el desenlace antidemocrático.

La culpabilidad por el incumplimiento de las leyes y los principios éticos implican un proceso complejo y ambiguo, del mismo modo que su relatividad no debería ser la justificación para disolver la responsabilidad del conjunto de ciudadanos que componen una sociedad. Digamos que la participación en el derrocamiento de la democracia absorbe una culpa más amplia y evidente que la no participación o participación pasiva, pero esta segunda posibilidad también es portadora de una dosis de culpa que, aunque marginal, no se puede obviar.

La desinformación tiene éxito cuando conecta con la partícula del afecto que se haya en el impulso de la renegación, es decir, el creador de la falsedad ha logrado su objetivo cuando logra una deflación del sentimiento de culpa en quienes deciden creer en la mentira. Estos crédulos no tienen por qué ser ineludiblemente nazis, antisemitas, machistas, racistas, fascistas o practicar la homofobia. Pero, por el hecho de ceder su afecto al goce de la agresión que va contenida en la noticia falsa, se adscriben no solamente a legitimar el relato del creador de la mentira, sino que, además, facilitan que a sus espaldas se articule una masa expectante para ser movilizada por algún tipo de caudillaje.  

LA POSVERDAD EN LA MINORÍA CHINA

En EE. UU., la desinformación política difundida a través de las redes sociales en lengua china más utilizadas (como Weibo y WeChat) durante la reciente campaña legislativa se focalizó en afirmaciones como que los demócratas de California habían legalizado el robo de mercancías de hasta 950 dólares o que el fraude electoral generalizado distorsionó las elecciones presidenciales de 2020. La aplicación de mensajería WeChat, a menudo conocida como el “WhatsApp chino”, es uno de los principales lugares de difusión de información errónea en los Estados Unidos. Es utilizado por millones de estadounidenses de origen chino y personas con amigos, familiares o negocios en China, incluso como herramienta de organización política. La versión que se ofrece en China, conocida como Weixin, es muy influyente y se utiliza para mucho más que chatear, con funciones que incluyen llamar a taxis y almacenar códigos de vacunación COVID. Weixin está sujeto a la censura del Gobierno y prohíbe anuncios y contenido patrocinado sobre temas políticos.

Cuando la desinformación en chino aparece en plataformas estadounidenses como YouTube y Facebook, los activistas afirman que el contenido se modera de forma menos activa que cuando éste se encuentra en inglés, un patrón que también se ha documentado para otras comunidades de Estados Unidos que utilizan idiomas distintos del inglés, especialmente el español. Aunque tanto Meta como Twitter han anunciado esfuerzos para etiquetar la información engañosa en otros idiomas, los informes de los denunciantes y los medios de comunicación sugieren que la moderación se queda corta en los idiomas que son distintos del inglés.

Al igual que en las plataformas en inglés, Donald Trump domina actualmente gran parte de las conversaciones sobre política en las plataformas en lengua china. En una reunión informativa para los medios de comunicación celebrada el pasado septiembre, la Asociación de Salud Mental para las Comunidades Chinas (CCA), y APIAVote, un grupo que trata de involucrar a las comunidades asiático-americanas y de las islas del Pacífico en el proceso político, advirtieron sobre el caudal de falsedades que circulaban sin límite. Entre ellas se comparaba la redada del FBI para recuperar documentos clasificados de la casa de Trump con las realizadas durante la Revolución Cultural de China para purgar a los opositores.

TEROR Y VIOLENCIA CONTRA LA RAZÓN

La desinformación pretende invertir la confianza de los ciudadanos en el propósito y el valor de las democracias liberales, de modo que nuestra conciencia se vaya desilusionando hasta que acabemos postulando que las pretensiones buenistas del sistema son un ardid que esconde astucia, ideología, violencia y realismo sin principios. Así que, el creador termina por convencernos para que exiliemos a la razón y la lógica como fines culturales, reduciéndolos a instrumentos de los que se valen los “malos” para justificar la persistencia de la explotación, las desigualdades y las trampas.  

La propaganda se convierte así en un mecanismo que no solo destruye la tradición de héroes establecida por los valores democráticos, sino que también sirve para designar a los que deben ser considerados como tales a partir de ahora bajo otro tipo de ordenamiento. El héroe clásico retratado tanto por Sófocles como por Hegel abarcaba una persona que ya venciera o fuera derrotada, no juzgaba a sus adversarios como sujetos totalmente “malvados”. El héroe era alguien capaz de reconocer que ni en sus propias motivaciones ni en las de sus oponentes había una pureza o un sinsentido absolutos; el héroe consciente puede darse cuenta de que hay causas que explican las decisiones de cada cual y que es la necesidad de comprender lo que equivale a una verdad absoluta.

La conciencia del soldado suele ser un baremo adecuado para entender aquella dualidad compasiva. El que ha estado en un frente bélico entiende mejor que nadie la incomodidad de recibir elogios y palmaditas en la espalada. Incluso, aunque sienta que ha defendido ideas honorables, sabe bien que las hizo valer por medios que no lo son. Las campañas de desinformación buscan eliminar esa empatía y el consecuente sentimiento de responsabilidad hacia uno mismo y hacia el Otro con el fin de que el mundo sea percibido por las masas como un lugar peligroso y polarizado hacia el odio. Un mundo descarriado que es necesario incendiar, probando a disparar misiles perdidos sobre Polonia o mediante una hipotética guerra nuclear, para que después pueda regenerarse.

Hay una causa final que pronostica que el irracionalismo que domina sobre la cultura y la política de la globalización puede fácilmente desembocar en nuevos rostros de la misma efigie de la que nació Hitler:  la condición necesaria es que la mayoría de los ideólogos con más poder, recursos económicos, tecnológicos e influencia mediática tengan como constante una inferioridad intelectual y moral similar a la que tuvo Alfred Rosenberg para enamorar a las clases medias y trabajadoras de Alemania valiéndose de una interpretación simplista, burda y errónea de la filosofía de Nietzsche o del idealismo culto y trascendente de Schelling.

Si el imperio de lo vulgar continúa creciendo tal y como parece que avanza la historia del mundo (bajo el eslogan de que “hay que escribir para que lo entienda hasta un niño de 8 años), la resucitación del arquetipo será completa: no podrá existir una democracia fuerte. Es decir, en vez de tener un nivel de cultura política profunda y nítidamente democrática entre la mayoría de la población, lo que prosperará será un régimen oligárquico disfrazado de elitismo democrático que explotará la ignorancia de las masas a través de las plataformas de redes sociales y el impacto de la desinformación.

Sobre la firma

Alberto González Pascual

Alberto González Pascual. Doctor en Ciencias de la Información y de Pensamiento Político, y profesor universitario. Responsable del programa de Transformación Cultural de ESADE. Director de Cultura, Desarrollo y Gestión del talento de PRISA. Su último libro es Los Nuevos Fascismos. Manipulando el resentimiento (Almuzara, 2022).

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