La imagen que ven encabezando este artículo no es de Kurosawa. No hay sangre y carne en las siluetas de ambos samuráis, detenidos en el preludio del juego. No han existido nunca este tío y este sobrino que tuvieron, por los rigores del destino, que reinventarse como padre e hijo destinados, sin saberlo, a un futuro duelo a muerte. Pudiera ser que se tratara de un fotograma de Los siete samurái, o Trono de sangre, el Kurosawa del blanco y negro, de los contrastes al aguafuerte sobre un Japón telúrico.
Sin embargo, es una imagen de un videojuego, Ghosts of Tsushima, creado por un estudio sito en Bellevue, Washington, que decidió recrear una sangrienta guerra de la historia de Japón: la invasión mongola que sufrió el archipiélago entre 1274 y 1281. Que dicho título incluya un formato de visualización bautizado como Kurosawa Mode, con el permiso de la institución que vela por el legado del cineasta, lo dice todo de dónde surge este deseo de un estudio yanqui de reflejar el Japón Feudal: cinefilia. Cinefilia obsesiva porque no solo recrea el feeling visual en blanco y negro. Hasta el audio cambia gracias a una herramienta digital que recrea cómo sonaba un largometraje japonés rodado en los años 50.
En la anterior entrega de esta serie, que dediqué a escribir un palimpsesto al magnífico artículo de Susan Sontag, La decadencia del cine (1996, The New York Times) concluía con una puerta abierta a la esperanza apoyándome en unas palabras desesperanzadas de Sontag. Estas: “Si la cinefilia ha muerto, las películas han muerto también… No importa cuántas películas se hagan, ni siquiera las muy buenas. Si el cine puede resucitar, solo podrá ser por el nacimiento de un nuevo amor por el cine.” El nacimiento de un nuevo amor por el cine.
Volvamos a esos samuráis detenidos en blanco y negro, a lo que hay bajo esa imagen en palabras de su director, Nate Fox, durante una entrevista concedida a Entertaiment Weekly: “Creo que Sanjuro es la más cristalina. Es un filme que, en su desenlace, tiene un duelo entre dos samuráis. La tensión entre dos guerreros que tienen que esperar a que el otro haga el primer movimiento y de pronto uno de ellos muere con un solo mandoble de la espada. Teníamos que traducir ese duelo en nuestro juego con mucha exactitud.” Tan exacto es que en Ghosts of Tsushima hay una mecánica que consiste en esa espera.
Al llegar a un asentamiento mongol, el jugador tiene dos opciones, la vía del samurái, del honor, que consiste en llamar a gritos al invasor y esperar que este salga de su guarida para luchar o la de la infiltración sigilosa y de ética cuestionable, la del ninja, que por aquel entonces, en el siglo XIII, aún no estaba consolidada pero comenzaba a moldearse. Cuando el jugador elige la vía del samurai, los mongoles se sitúan frente a él, y hay un momento de pausa, real, en la que el jugador debe decidir el instante exacto en el que hay que desenfundar la espada, trazando una frontera de sangre entre vivir o morir.
El videojuego está siendo un lugar de donde surge ese nuevo amor por el cine. La glosa es, evidentemente, uno de los termómetros para detectarlo. En el Castlevania Lords of Shadow de Mercury Steam se puede apreciar un guiño a El jovencito Frankenstein de Mel Brooks, el cadáver que se agarra al libro e intenta no soltarlo bajo ningún concepto. En el arranque de Metal Gear Solid hay un plano idéntico al del arranque de Abyss, un travelling cimbreante alrededor de un submarino en una atmósfera casi mágica. En la secuela de ese título, Metal Gears 2. Sons of Patriots, una pareja de amantes se llaman Jack y Rose, de nuevo, por el Cameron de Titanic. Un cineasta adorado en lo indie, y que incluso ha protagonizado un papel en la superproducción Death Stranding, como Nicholas Winding Refn era citado por los creadores de Hotline Miami en los agradecimientos del juego; la estética hiperviolenta del danés con sus paisajes de neón y sus personajes hieráticos habían fascinado al dúo de de autores suecos Dennis Wedin y Jonatan Söderström. Y los ecos del expresionismo alemán, de Mürnau principalmente, son evidentes en Limbo, un juego que pudo ser posible gracias a que el Instituto Danés del Cine dedicó unas becas al desarrollo del arte interactivo.
Pero no solo hay glosa en esta pasión del décimo arte por el séptimo. También hay deseos de llegar más lejos en desafíos que el cine ha afrontado como sus peculiares Everest. Uno de los más conocidos es el rodar una película en un único plano secuencia. Los hay reales y los hay figurados, evidentemente. A la tercera, en el último intento que tenía, logró Sokurow filmar El arca rusa en las dependencias del Hermitage. Con todos los trucos de los que dispone la cinematografía, cineastas como Gaspar Noé (Enter the Void e Irreversible), Sam Mendes (1917), Alfonso Cuarón (Gravity) o Alejandro González-Iñárritu (Birdman) lograron engañar a los ojos para que todo parezca una única secuencia; con mucha menos ayuda digital, pero un ingenio infinito, Hitchcock ya se había adelantado en La soga (1948), usando trucos como puertas que se abren o se cierran y luces que se encienden y se apagan para hacer invisibles sus cortes. Béla Tarr, el genial cineasta húngaro, se destapó en su Macbeth con un plano de 57 minutos sin cortes.
Pero en duración y complejidad, nadie ha afrontado un reto como el de Cory Barlog, director del videojuego God of War (2018). El director de este título llevaba obsesionado con una idea del plano continuo desde hacía lustros. Intentó que la sosias de Indiana Jones en el medio, la Lara Croft de los Tomb Raider, pudiera tener una aventura en la que jamás había cortas: “Lo quería hacer y cuando se lo planteé a Crystal Dynamics cuando estaban trabajando en Tomb Raider me contestaron: ‘Es una locura. No queremos hacer tal cosa’. Mi reacción fue: ‘Pues sí, ¿sabéis? Tal vez este no sea el mejor lugar para mí’. En ese momento ya me encontraba hablando con Sony y dándome cuenta de que éste (su God of War) era el proyecto en el que podría hacerlo”, aclaraba Barlog en una entrevista a Daily Star.
Había una razón narrativa y estética muy poderosa detrás de la idea del plano secuencia en God of War, un pathos que solo podía encontrar su mayor expresión a través de esa técnica concreta. En todos los juegos anteriores del personaje, Kratos, uno de los más populares del medio, se lo presentaba como un antihéroe consumido por la violencia y la venganza, un hijo de Zeus que, cegado por Ares, mata a su familia sin saberlo y viste, desde entonces, sobre su piel sus cenizas. De pronto este personaje sin redención se veía en el papel de padre; con una nueva familia y la obligación de criar a un hijo.
El juego arranca con una acción demoledora emocionalmente y que solo se entiende a posteriori: cortar un árbol. El árbol en el que arderá la mujer de Kratos con él y su hijo como testigo. Después del rito funerario, el objetivo del juego queda claro: llevar las cenizas de la fallecida a su montaña natal y arrojarlas al viento. La cámara acompaña siempre a Kratos. Lo encuadra a él durante todo el viaje. Durante decenas de horas. Porque es él quien tiene que presidir ese viaje ya que su interior, su ethos, está transformándose sin remedio. En un momento inolvidable, la diosa Atenea le recuerda que es un monstruo y él, observando sus viejas armas con las que mató a su familia, le responde: “Sí, pero no soy tu monstruo”. La cámara, como decíamos, está siempre con Kratos, con Atenea en fuera de campo, difuminada, como un fantasma del pasado.
El trabajo técnico y de planificación para lograr este hito del plano secuencia fue tremendo. Pero Barlog no estuvo dispuesto en ningún momento a renunciar a ello. ¿Por qué? Lo explicaba así en una entrevista de Polygon: “Tenían que tener fe (su equipo) en lo que les decía: ‘Mirad, vais a sentir una inmediatez y conexión con estos personajes, un sentimiento tempestuoso de la aventura, que no se puede lograr de ninguna otra manera.” La recepción del juego, uno de los más aclamados de todos los tiempos y elegido como mejor juego de la historia en una reciente y populosa votación del público en el medio especializado IGN, dio la razón a Barlog.
Pero tal vez la mayor demostración de amor al cine, de cinefilia, que hayan hecho jamás los videojuegos se encuentre en una pequeña obra para móvil llamada Hollywood Visionary. Es un juego enteramente de texto, uno de los primeros géneros que explotó en el medio allá por los años 70 y que vive, en formato app, una segunda juventud. Aaron A. Reed es el autor de esta novela interactiva que obliga al lector a ponerse en los zapatos de un productor durante la época de la blacklist, cuando el senador McCarthy convirtió Hollywood en una caza de brujas con los comunistas en el punto de mira. Mi recuerdo más poderoso de Hollywood Visionary es una imagen que conjuró en mi mente tras tomar una decisión muy arriesgada: no delatar a mis amigos afiliados al partido comunista. Mi estudio, pasto de las llamas; y yo, mirándolas en silencio, acompañado por mi pareja, un mozo de los que montan los decorados del que me había enamorado a primera vista. El inmenso trabajo histórico y el atractivo de poder pujar por nombres como los de Greta Garbo y Hitchcock palidece ante las emociones, sin duda cinéfilas, que provoca ponerse en la piel de un líder de un estudio con cientos de empleados a su cargo. Entre otros parámetros que van cambiando mientras uno lee y decide se encuentra el estrés y el riesgo de sufrir un infarto.
¿Y del cine a los videojuegos? ¿Hay retroalimentación de este fenómeno? La hay. La más clara la dan dos nombres: Craig Mazin y Neil Druckmann. El primero es el showrunner de Chernóbil, probablemente una de las series más celebradas del último lustro, en mi opinión con todo merecimiento. El otro es el vicepresidente y director creativo de Naughty Dog y responsable de una de las franquicias más icónicas y polémicas del videojuego: The Last of Us. Ambos se han unido para llevar a HBO la adaptación del videojuego desde una posición de igualdad, algo que a Hollywood le ha llevado décadas lograr. A lo que el videojuego estaba acostumbrado en su relación con el cine era a dos constantes. La primera, ser el juguete que acompañaba a un lanzamiento sonado con una licencia poderosa, fuera esta Star Wars, Batman o lo que se terciare. Lo segundo, a verse adaptado por una meca del cine completamente desnortada y sin interés artístico real en las obras que tomaba como referencia en una larga marcha de pésimas adaptaciones (cómo olvidar, ahora joya de culto de ese cine cutre que tanto gusta revisitar, el Mario Bros con Bob Hoskins de fontanero bigotudo).
Pero esa tendencia se está rompiendo una y otra vez. La serie más valorada del año en agregadores como IMDB es Arcane, una expansión del universo del archiconocido League of Legends. Las últimas adaptaciones de Hollywood, como por ejemplo la del erizo azul Sonic o la del adorable pokemon Pikachu, están en otra órbita de calidad, respeto y entendimiento de lo que adaptan. Y la guinda es, desde luego, esta serie a cuatro manos entre Druckmann y Mazin, donde parece que esa cinefilia se convierte también en videojuegofilia, donde se hermanan, en dos de sus creadores más brillantes del presente, el séptimo y el décimo arte. No en vano, Mazin contestó a un tuitero a la pregunta de sus cinco videojuegos favoritos con una lista de 16. Y en ese hermanamiento hay una oportunidad para que el arte de masas que ha marcado el siglo XX encuentre nuevas sendas en el XXI para desplegar lo único que debería importarnos a los cinéfilos: la poética de las imágenes. Vengan de donde vengan.