¿El cine ha muerto? (I)

La posibilidad de ser cinéfilo con la dieta streaming es una tarea infinitamente más ardua y compleja que la de serlo tirando de la colección de un padre, un hermano o un amigo. Y ese hábito va calando en nosotros, encadenándonos a las imágenes que se nos proyectan nada más encendemos la aplicación. El resto, no existe.

 

Adéntrese, querido lector, y por su propia voluntad, en un palimpsesto. Manuscrito en el que se ha borrado el texto primitivo para volver a escribir un nuevo texto. Si pudiera superponer a las palabras que lee en este instante, pues de eso va el ejercicio, otras, esas serían las escritas por Susan Sontag allá por 1996 bajo el título (profético) de La decadencia del cine. Tal vez con su ojo izquierdo, el que mira al pasado, pueda seguir la senda de Sontag mientras con el derecho, el del porvenir, lee estas líneas.

Hace más de un cuarto de siglo, decía Sontag: “El siglo del cine parece tener la forma del ciclo de la vida: un nacimiento inevitable, la constante acumulación de glorias y, el comienzo en la última década de un ignominioso, irreversible declive […]. Tal vez lo que haya terminado no sea el cine en sí mismo sino solo la cinefilia, la palabra para un tipo de amor muy específico que el cine inspiraba. […]  El cine tenía sus apóstoles. El cine era, a un tiempo, el libro del arte y el libro de la vida”

El cine era, a un tiempo, el libro del arte y el libro de la vida

Susan Sontag

Me quiero detener aquí, al menos por un instante, para viajar a mi pasado. De dónde me nació mi cinefilia, mi amor por ese doble libro, del arte y de la vida. Sé su origen a ciencia cierta, una cinta VHS de recortes de películas que usaba mi padre para sus alumnos de COU. Era un compendio de múltiples escenas inolvidables: la escalera de Odessa de El Acorazado Potemkin; Vietnam en una habitación de hotel en el arranque de Apocalypse Now; un hueso que asciende en vuelo vertical y se transforma en una nave espacial en 2001. Una odisea en el espacio; los planos infinitos, de tiempo suspendido, del Sacrificio de Tarkovski. Entre cada secuencia, una pausa de estática, la del proceso manual antes de la era de Tik Tok donde hacer un video así, casero, era tan arduo como tener que acumular una pila de cintas en un doble reproductor e ir sacando y metiendo para captar esa escena que te iba a permitir, como profesor, enseñar algo a tus alumnos.

Recuerdo que fue con nueve años cuando le pedí a mi padre, que alguna escena me había enseñado de tal cinta, que me diera la clase completa, la que le daba a los alumnos de COU. Quería saber qué era aquello del cine con otro tipo de mirada. Quería entender, de veras, de dónde venía todo aquello, cómo se construía aquel lenguaje de imágenes que me fascinaba. Y sé que esa hora u hora y pico que pasamos juntos con esa enseñanza nos moldeó tanto a mí como a mi hermano (cineasta, amén de cinéfilo) un amor que, como decía Sontag, nos había transformado en apóstoles. Apóstoles del cine.

Claro que en nuestro hogar teníamos una Biblia. Es decir, una historia, coherente,  con una secuencialidad que podíamos seguir, para ir explorando ese amor en todos sus sabores. La colección de VHS de mi padre, muchos de ellos tomados de ese programa esencial que fue Qué grande es el cine de Garci, con sus coloquios con Torres-Dulce, De Prada y tantos otros, era una panorámica por un arte, el séptimo, que explorar en todas sus regiones y al paso que uno escogiera. Para acabar, como decíamos, convertidos en apóstoles.

Hoy dudo mucho de que pueda seguir el mismo camino con mi hijo. Debería de poder, porque los conocimientos sobre el cine me han sido legados; podría prolongarlos para la siguiente generación, pasar la antorcha, como quien dice, de lo aprendido. Cultivar ese amor loco, pasional, descrito por Sontag con tanta belleza. Vuelvo a su texto, por segunda vez:

“No hay llantos que puedan revivir los rituales desvanecidos -eróticos, ronroneantes- del teatro oscuro. La reducción del cine a imágenes asaltantes y la manipulación descabezada de las mismas (con una edición más y más rápida) para hacerlas más apremiantes, ha producido un cine descarnado, que no demanda la atención plena de nadie. Las imágenes aparecen ahora en todos los tamaños y sobre una gran variedad de superficies: en una pantalla de un teatro, en una discoteca o en las megapantallas de los estadios deportivos. La presencia continua de las imágenes en movimiento ha minado el rasero que se tenía para el cine como arte y para el cine como entretenimiento de masas.”

Recordemos, reflexiones del 96. Antes de que asomara la pata el smartphone.

Pero no es ahí donde da el dardo en la diana, en mi opinión, para impedir ese legado del cine que yo pudiera otorgarle a mi hijo (que aun fantaseo, en los días más alegres, con legarle). Sontag no conocía el smartphone en el 96 pero no conocía algo mucho más importante y transformador: el streaming. El streaming, la era de las series y las películas exclusivas, es lo que va a hacer la cinefilia clásica una quimera. Y es fácil de explicar.

Arranquemos con un dato objetivo; pelado. De 2005 a 2018, la industria del video doméstico, DVD, Blu-Ray, lo que se tercie, se dejó por el camino un 86% de su facturación. según datos de la CNBC. No es un desplome; es la muerte de un formato. ¿Qué está ocurriendo? ¿Por qué ha desaparecido el video doméstico, que es sinónimo de cinefilia, porque implica una decisión individual que exige un criterio previo, un conocimiento antes de decantarse por tal o cual obra?

Pues ha desaparecido, principalmente, por el streaming. Es una cuestión socioeconómica muy profunda. Por un lado, comprarse un DVD de novedad implica, aproximadamente, un gasto de unos veinte euros; digamos la mitad para una obra de catálogo. Eso sí, ese título, salvo deterioro, se posee para siempre; es del cinéfilo. Por un montante que oscila entre 60 y 120 euros uno se suscribe a un servicio streaming, llamémoslo Netflix, HBO Max, Amazon Prime o Disney+ y tiene miles y miles y miles de títulos al instante. Pero es un menú degustación. No se puede salir uno de la carta. No se pueden pedir sabores exóticos. Hay lo que hay y la aventura ha pactado todas sus reglas antes de empezarla.

Y luego está la otra gran cuestión del streaming. Es cómodo y permite estar al día. En nuestros espacios sociales, se habla de la serie o la película de moda en tal o cual plataforma; si uno no ve El juego del calamar o The Mandalorian, se pierde oportunidades sociales de comentar la jugada. Nadie está hablando de La soga, La puerta del cielo, Hiroshima, Mon Amour o Fresas salvajes. Ni siquiera los que las conocen porque, al final del día, cuando vuelven a casa y quieren desconectar, lo más fácil es abrir el menú de degustación infinito y elegir ese siguiente plato.

Pero ese plato será, casi indefectiblemente, una novedad. Es decir, que la posibilidad de ser cinéfilo con la dieta streaming es una tarea infinitamente más ardua y compleja que la de serlo tirando de la colección de un padre, un hermano o un amigo. Y ese hábito va calando en nosotros, encadenándonos a las imágenes que se nos proyectan nada más encendemos la aplicación. El resto, no existe. Ni siquiera si sabemos que existe.   

Entonces, ¿no hay esperanza? Este artículo tiene dos interrogantes y un Parte 1. Excluidas ambas cosas, no la habría. Pero sí la hay. La hay porque incluso en estas condiciones de desarraigo del cine y su legado, este encuentra aliados inesperados para continuar lo esencial. ¿Y qué es lo esencial del cine? Me voy de Sontag a Bazin: el lenguaje de las imágenes, los planos como palabras. El sentido de cada una de esas palabras y el conjunto que todas forman.

En la parte 2 les hablará de cómo Kurosawa vive, revive, en los videojuegos. Y esa resurrección viene, precisamente, de las últimas palabras de Sontag en su artículo inolvidable.

“Si la cinefilia ha muerto, las películas han muerto también… No importa cuántas películas se hagan, ni siquiera las muy buenas. Si el cine puede resucitar, solo podrá ser por el nacimiento de un nuevo amor por el cine.”

Continuará…

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