El 25 de marzo, Anitta se convirtió en la primera brasileña en alcanzar el primer puesto de la lista del Top 50 de Spotify, con más de seis millones de reproducciones. La periodista Marília Marasciulo explicó en Rest of the world que pudo confirmar con fans de la artista y especialistas de la industria de la música que parte del éxito de Envolver tuvo que ver con que los fanes manipularon los algoritmos de la plataforma, acercándose a una infracción de los términos y condiciones. Al menos en parte, la estrategia fue fomentada por el propio equipo de Anitta, que instó a los fans a inflar las reproducciones.
Tener una comunidad de seguidores tan comprometida parece el reflejo del éxito y, a la vez, el augurio de que este se va a mantener durante mucho tiempo. Los fanes son persistentes en el consumo de las obras de sus artistas favoritos, son evangelizadores natos de la excelencia que atesoran, son aquellos que no les fallan cuando críticos y medios señalan que el último trabajo publicado no es el mejor. El fandom no apareció con Internet, pero, como otras muchas facetas de nuestra sociedad digital, lo ha transformado y agrandado a niveles nunca vistos.
En toda historia de los fanes que se precie aparece la ‘lisztomania’ o fiebre de Liszt (que llegó a ser considerada enfermedad mental cuando las mujeres empezaron a lanzar su ropa interior al pianista que le dio nombre) o el caso de Sherlock Holmes, al que Conan Doyle mató provocando la reacción virulenta de sus lectores: cancelaciones masivas de la suscripción a la revista en la que aparecía, cartas agresivas al autor y hasta alguno que se atrevió a seguir por su cuenta y riesgo escribiendo sobre el detective. Como primera prueba del poder del fandom (y de lo que aprieta la economía) Conan Doyle acabó resucitando a Sherlock.
Con la sociedad de consumo llegaría el momento de la cultura pop y con ella la normalización del fandom. Llegó Star Trek y las primeras Comic-con, luego vendrían las boy bands, Buffy Cazavampiros y Harry Potter, y todo eso antes de que llegaran Taylor Swift, el actual momento de Marvel y el K-Pop. En cada fase del fenómeno fan observamos una progresiva ampliación del público, de la edad de los participantes y del número de ídolos que obsesionan y son seguidos.
Internet lo ha agrandado porque ha facilitado la comunicación y coordinación entre los fanes. Star Trek pudo revivir gracias a la campaña de cartas considerada como el primer esfuerzo colectivo por salvar una serie de televisión en la década de 1970. La devoción por ella originó un fenómeno de comunicación por correo postal entre sus seguidores, la creación de convenciones de aficionados y también un anticipo de la otra cara del fenómeno. William Shatner todavía se está defendiendo por su sketch ‘Get a life’ en Saturday Night Live ¡de 1986! por el que muchos trekkies se sintieron degradados
Con las posibilidades de Internet surgen más fandoms que nunca, más intensos y más notorios. Si las cartas de los trekkies supusieron una excepción, los seguidores de cualquier producto de entretenimiento actual se hacen notar en redes y plataformas, con mensajes directos, vídeos y tiktoks, peticiones change.org y todo tipo de campañas. El movimiento ha generado finales felices, como cuando salvaron a la película Sonic de estrenarse con un horrible diseño del personaje protagonista gracias a una furia incontenible del fandom. Hay otros escenarios más problemáticos: uno de los conflictos que tarde o temprano aparece es la tendencia conservadora en la que se asienta el fenómeno.
Los seguidores del creador en muchas ocasiones discuten el canon con el autor o con los propietarios de los derechos que desarrollan la obra. Dicen cosas como: “Me hice fan cuando cantabas con un determinado estilo, tus libros fijaban un lore determinado, en tu universo había un cierto tipo de personajes y no otro”. En el momento en el que perciben que el creador está explorando nuevas inquietudes es cuando surge el conflicto y el fan se erige en una figura fiscalizadora: esto que se hace ahora no representa su valor auténtico, se ha traicionado el espíritu original, el fenómeno se ha llenado de arribistas, se has vendido para ser comercial.
Para estudios y productoras con una propiedad intelectual a desarrollar (franquicias de comics, de videojuegos, de libros) el dilema está entre abonarse al fanservice (no arriesgar, dar a los mayores seguidores lo que esperan) o introducir cambios con vistas a hacer progresar la obra en una determinada dirección (y correr el riesgo de que los fanes caigan encima y les machaquen). Conflicto que hemos visto una y otra vez los últimos años, desde la nueva serie de El Señor de los Anillos a Estirando el chicle, los seguidores de siempre fiscalizan e intentan fijar los límites de lo que puedes hacer, muchas veces con ataques tan agresivos como entregados eran al principio. A veces parece que para el fan cualquier cambio va a peor, nadie lo ha ejemplificado mejor que Rob Zombie con este meme
El sentimiento del fan no es el del consumidor corriente, sino que se lleva a la identidad. De repente se es parte de algo más grande que uno mismo. Como el mejor seguidor y el mayor evangelizador, el fan se siente parte del proyecto, de cuyo éxito se considera cómplice. En ocasiones es esta base de seguidores la que amplía y reescribe la obra original, el llamado fanfiction abarca desde la novelista Ann Rice hasta la enorme cantidad de contenido que ha generado la actividad en el servidor SMP de Minecraft.
El fandom se erige en una subcultura que se resiste a ser contagiada. La ensayista Kaitlyn Tiffany considera que es el fandom el que ha creado el Internet de hoy, y lo que cuenta de la actividad online de los y las fanes de One Direction es posible que evoque fenómenos sociales y políticos que trascienden al ámbito creador-seguidores. Es un molde en el que encajan bien Qanon, parte del separatismo catalán y los grupos de seguidores de Macarena Olona o Pablo Iglesias. No hace mucho Amanda Hess hablaba en The New York Times sobre la “fandomización de la política”, describiendo una democracia reimaginada como fandom de celebridades convertida en el modo dominante de experimentar la política (el fenómeno desde luego existe, pero quizás Hess exageró su importancia).
La mayoría de las historias de fanes terminan en un distanciamiento de la realidad o, en los mejores casos, en melancolía. Cuando Zach Sconfeld consiguió entrevistar a Neil Young se topó con una personalidad hosca y respuestas monosilábicas, una desilusión con la que nos dejó la siguiente reflexión: “Puedes adorar a un compositor durante décadas de tu vida. No significa que le importes una mierda. El fandom es una droga extraña”.
Sobre la firma
Ingeniero Informático, pero de letras. Fundador de Xataka, analista tecnológico y escritor de la lista de correo 'Causas y Azares'