Ya son casi 80.000 las personas a las les gusta un vídeo de Ángel Martín en el que simplemente se queja de que TODO MAL. Desde luego hay razones para quejarse, y él no se deja ninguna. Confinamientos, incendios, volcanes, olas de calor, no encontrar mesa en una terraza, una china en el zapato… ¿quién no siente la necesidad de vomitar un poco? ¿de gritar a pulmón que está hasta el moño? Todos lo estamos, Ángel, usted y yo, pero, como dice mi psicóloga, “deja de preocuparte, y ocúpate”.
El discurso fatalista engancha, lo sabe hasta Zuckerberg y su caja registradora. Facebook promueve el contenido extremo porque es el que más nos pega a la pantalla, caiga quien caiga, polarice lo que polarice, deprima a quien deprima. Y es que quejarse es gratis y odiar, extremadamente barato. Mucho más fácil que apagar la pantalla, levantarse de la silla y hacer algo. Eugeni Morozov llamaba ‘slacktivist’, o activistas vagos, a esos cientos de miles que quejicas pasivos.
Siempre hay excepciones. Kylie Jenner no se queja. Vive en ese maravilloso mundo de Instagram donde no hay incendios ni confinamientos y la ola de calor no es más que una excusa para lucir cacha. A más de 8,3 millones de personas, de las que sí sufren incendios, calor y confinamiento, les gusta una foto de Kylie presumiendo de jet privado. Los comentarios aspiracionales de alabanza al lujo y al derroche se entremezclan con lamentos del tipo “¿y yo para qué reciclo?”, “¿para qué seguir usando pajitas de papel?”.
¿Quién está dispuesto a hacer esfuerzos constantes por el planeta cuando una millonaria los aniquila en una simple tarde de ocio? Dan ganas de quemar las naves, dejar que el mundo arda, y a tomar por culo. Pero esta emoción tiene nombre, se llama derrotismo climático y, como dijo hace tiempo el periodista especializado en futuro y sostenibilidad Alex Streffen, “es una forma de negacionismo que ayuda directamente a quienes se benefician de la destrucción continua”.
Con mapas meteorológicos dignos de Mad Max, granizadas que requieren casco, y unas reservas hídricas que acabarán provocando más guerras que el gas ruso, resulta tentador asumir que todo está perdido, que ya da igual lo que hagamos, que para qué molestarnos en consumir menos carne mientras el clan Kardashian siga existiendo.
Pero eso es justo lo que quieren esos mismos que hasta hace bien poco decían que el cambio climático era un invento de los hippies-progres-ecologistas-rojos-fanáticos del clima. Si antes frenaban la lucha afirmando que no había nada contra lo que luchar y que todo era un invento, ahora lo hacen alegando que ya es demasiado tarde para arreglarlo. Y, lamentablemente, está comprobado que “pensar que el cambio climático es imparable reduce la respuesta conductual y política”.
Sin activismo, sin esperanza y sin ejercer presión a gobiernos, empresas, amigos y vecinos, ganan los que quieren seguir contaminando impunemente. ¿Para qué reducir el uso de combustibles fósiles si ya estamos condenados? ¿Para que invertir en transición energética si dentro de poco ya no habrá planeta en el que vivir? ¿Para qué esforzarme por mejorar mis hábitos de consumo si las colas de la tienda efímera de Shein dan la vuelta a la manzana?
NO LO OLVIDE: TODO SUMA
El cambio climático es la gran amenaza de nuestro tiempo, la distopía probable, y no hay quien la pare o quizá sí. Como dijo el periodista y autor de La tierra inhabitable, David Wallace-Wells, “cada pulgada marca la diferencia”, la diferencia entre vivir mal y no vivir, entre lo malo y lo terrible. Si usted prefiere dormir a 22 °C que a 23 °C, al planeta le pasa lo mismo. Los modelos de predicción (que solo fallan cuando se quedan cortos), muestran que los efectos del cambio climático serán mucho peores con un aumento de la temperatura de 3 °C que de 1,5 °C.
Por eso, aunque ya estemos parcialmente condenados, es importante recordar que cada gesto cuenta, por pequeño que sea. Y esa es la mejor razón para no caer en la desesperanza y en la queja llorica angelmartinesca. No le culpo si le pasa. El derrotismo climático ya ha infectado espíritus como el del autor y otrora activista ambiental Paul Kingsnorth, quien en 2011 empezó una serie de ensayos en los que anunciaba que abandonaba la lucha ecologista en una especie de “no puedo más”.
Nos decían que el coronavirus no entendía de clases. Mentían. Lo mismo pasa con el cambio climático. Los millonarios que no piensan en las consecuencias de sus actos y aquellos que quieren que sus empresas puedan seguir contaminando impunemente son precisamente los que escaparán más fácilmente de la catástrofe. Los más ricos del planeta serán los primeros en abandonarlo. Cuando lo hayan destruido del todo y la Tierra se vuelve inhabitable, sustituirán el jet de Kylie por el Falcon Heavy de Elon Musk. Tonto el último, que dicen los amantes del capitalismo.
Por eso ni siquiera le pido que no caiga en la desesperanza para salvar a los osos polares, se lo pido por su propio bien (y por el mío). Si está harto de la inacción política, de la perversión empresarial y del inconsciente derroche de los acomodados, ¡HAGA ALGO! Aunque sea con una estúpida pajita de papel y un nuevo cubo de reciclaje que probablemente no quepa en su diminuta cocina. Resista la tentación de bajar otro gradito el aire acondicionado y de cogerse un avión para llegar lo antes posible a la playa, recuerde que no todo está perdido y que, si al final cae en la desesperanza, las peores consecuencias recaerán en usted y en los más vulnerables. Hágalo aunque sea solo por demostrarles a negacionistas, inconscientes y lloricas que no tienen razón.
Sobre la firma
Periodista tecnológica con base en ciencias. Coordinadora editorial de 'Retina'. Más de 12 años de experiencia en medios nacionales e internacionales como la edición en español de 'MIT Technology Review', 'Público', 'Muy Interesante' y 'El Español'.