Lo reconozco. De pequeño adoraba las mentiras. Tengo presente saberme poseedor de una idea, y adornarla con guirnaldas de lo más llamativas para que su relato cautivara al máximo. No eran, entiéndase, manipulaciones capciosas. Ni destinadas al maltrato ajeno. Se trataba de estrategias granujas, casi gamberras, con las que hacer de lo banal lo épico. De lo intrascendente y leve, algo pesado. Mentiras, podrían llamarse piadosas, como diría Joaquín Sabina, a fin de pimentar la, por lo general, sosaina cotidianidad de un niño.
Lejos de emplumar aquellas fantasmadas, al crecer uno se va dando cuenta de que la ética impone la verdad. La cohesión es hija de la confianza. Y flaco favor le hace nadie a la armonía -especialmente a la propia-, si se revela que va por ahí alterando la realidad. Eso, contando con que el umbral de la credulidad, cuantos más pelos brotan en el cuerpo, más reducido queda. Sin embargo, hay quien crece y se profesionaliza en la trápala. Lo mismo que hay quien se queda anclado en la inocencia. Dos caras de una moneda que nada tiene que ver la una con la otra, y que el distanciamiento digital, el discurso de lo supuestamente verídico filtrado a menudo por una pantalla, ha alterado en forma, aunque no en esencia.
Prueba de ello son las mujeres que han metido la pata en una estafa -hasta la zona alta del muslo, esa hecha por cientos de miles de euros- creyendo que estaban en pleno idilio amoroso con Brad Pitt. A través de redes sociales, hace un año, una mujer de Granada creyó haber cazado al madurito guaperras más cotizado del planeta, hasta el punto de que le dio 170 mil euros. Y la misma historieta acaba de repetirse para una señora de Vizcaya, de la que la Guardia Civil ha revelado un pago a una organización con mismo modus operandi de 150 mil euros.
Lo del timo es tan viejo como el tener. Hay fórmulas a patadas. En España cobró merecida fama el de la estampita que, oye, pues tenía su coña. Y hay también películas a tutiplén sobre tahúres del engaño que resuelven sus trucos con la maestría de un orfebre. Al igual que servidor de infante, la ficción manipula la realidad para hacerla más jugosa, pero está claro que existen fórmulas atractivas y virgueras de sacarle los cuartos al personal. Hay otras, sin embargo, que, ni aun tomando distancia con la víctima, tienen elegancia alguna. No alcanzan ni ese frágil respeto al ladrón robinhoodiano, al príncipe del vulgo, que se dedica a sablear a los que llevan la cartera con exceso de equipaje. Que es el caso de la estafa de Brad Pitt.
El pillastre romántico es de los más zafios, a mi modo de ver. Una cosa es jugar con la egomanía de un tarado, sacarle cuatro perras a una despistada con un buen discurso y lágrimas de cocodrilo, o vender con pico de oro un reloj de chuches a precio de Rolex fino. No es como para defenderlo, pero tiene su desagradable encanto. Puede que, incluso, un código. Por otro lado, robarle a alguien los ahorros de una vida empleando su soledad, su desconexión con el mundo y su hambre desaforada de amor, me parece de cepo público. Digno de una lapidación no-mortal a base de chinas y guijarros.
En decenios analógicos, estos embustes se llevaban a cabo por cartas manuscritas. Ahí, al menos, era exigencia del guion una buena caligrafía y mejor pluma. Hoy ya ni eso. Como venía diciendo, ahora son las redes las que capitalizan estas falsas excavadoras destinadas al corazón, con el objetivo de sajar un cuantioso botín. En el caso de las víctimas del falso Brad Pitt, el contacto se llevó a cabo por redes sociales abiertas, como Facebook, según la Guardia Civil. Y aunque luego volveremos sobre ellas, viene a cuento recordar a Simon Leviev. Que, ¿quién es este zutano? Simon, majo chaval, mejor chafardero, fue el conocido como: El estafador de Tinder. Sí, el mismo que logró lo que a otros les exige un trama de violaciones infantiles o asesinatos múltiples: un documental de Netflix.
A grandes rasgos, la fórmula de Leviev no dista enormemente de la de los estafadores del Brad Pitt de pega. Es más, desde la salida del documental en 2022, han asomado muchos imitadores de la fórmula. Algunos en España. Hombres y mujeres, de hecho. La dinámica, siempre igual, es seleccionar personas con un capital elevado, problemas personales y, a partir de ahí, comenzar a urdir una telenovela. Y uso el término a sabiendas, pues no se me ocurre otro escenario salpicado por el drama y el delirio, que permita medias de 350 mensajes diarios durante más de un año sin haberse visto en persona (como le sucedió a una mujer en Alicante en 2023). Si ya se hacía latoso tragarse el trajín esporádico de mensajitos en Tienes un email, plantearse semejante correduría diaria sostenida en la justificación virtual, a mí, honestamente, me parece infumable.
No obstante, tenemos en este mundo overbooking de orejas frías soñando con el calor de un pecho. Y otros tantos gualdrapas trileros dispuestos a explotar esa necesidad en beneficio de sus bolsillos. Hablando de bolsillos… Resulta revelador que, en todos los casos, los estafadores vayan de ricachos. De terratenientes del dinero con botas de cocodrilo auténticas y coches a precio de vivienda en el barrio Salamanca. Está visto que los pobres no son tan atractivos. Sólo puede salvarlos ser guapos. Y eso tiene poca chicha de no disfrutarse en persona. Lucido del brazo. Mezclando sudores.
De esto se saca una conclusión muy clara; si el interlocutor de la red social acepta no tener un duro, entrar con regularidad en el INE y no planea irse a Andorra para pagar menos impuestos, seguramente sea real. Mucho cuidado, en cambio, con quien pasa fotos de destinos afrodisíacos y luce trajes de marcas italianas. No es habitual que los princesos -y princesas- herederos de grandes fortunas vayan de cacería por Tinder o Facebook. Ellos tienen sus cotos privados. Exclusivos. No aptos para profanos.
Dicho esto, pase que una persona flagelada por una existencia flemática, más aburrida que una sardana, pueda encapricharse de un estafador (o estafadores) tras un perfil de una red social de contactos. Se digiere peor comprender cómo alguien puede creer que está manteniendo un idilio con Brad Pitt y que este, con 400 millones en el banco, te pida perras. No lo olvidemos: el mundo está repleto de personas que, como ya casi no son, buscan ser a toda costa. Viviendo en fantasías, de ser necesario. Gente con neurodivergencias. Hombres y mujeres de vidas solitarias, escasos apoyos y muy poco por lo que existir salvo la débil ilusión de haber sido bendecidos con lo imposible. El milagro es el consuelo de los desesperados.
Visto lo visto, no deberíamos echarnos las manos a la cabeza y preguntarnos; pero a ver, Francisca, ¿cómo se te pasa por la cabeza que Brad Pitt te tire los trastos por Facebook? No seas tan pánfila. Lo suyo, creo, sería mirar a nuestro alrededor y pensar en quién podría querer creer en algo parecido. Y acto seguido, advertirle. Iluminar un poco la oscuridad de su ingenuidad, para que esta no se explote a cuenta de la inmoralidad de unos hijos de su madre, impermeables a la falta de humanidad que hay detrás del abuso a los crédulos y desubicados. Decir, oye, Francisca, revisa bien esa conversación con el tipo ese, que hay mucho mangante suelto. No te creas todo lo que te llegue por internet. Es más, lo mejor que puedes hacer, es no creerte nada. Que las redes las carga el diablo y Brad Pitt, mira, seguro que tiene mejores cosas que hacer. El presente digital deja muchas deudas con la desconfianza. Y lo seguirá haciendo. Así que, cuanto antes espabilemos: mejor. Por Francisca, y las que puedan venir…
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.