En aquel tiempo, mis padres tenían un bar. Cuando tus padres regentan un negocio de hostelería, te acostumbras a dos cosas: a la gente y a los bares. No tardé en sentirme cómodo con la segunda. Con la primera, bueno, digamos que trabajo en ello. Sea como fuere, picotear en nidos de toda índole y condición desde muy temprano te educa el gusto y la vista para la decoración. En mis reposiciones mentales, tengo presente que, prácticamente todos los garitos, gozaban de una pintura visible y catalogable.
El vestido de las paredes de los bares siempre llevaba garabato. Bien fuera de estampados florales, animales, de los monumentos de la ciudad o de orden abstracto, como una prendita de Desigual, todos llevaban grapada una firma. Alguien, con cariño, no obligatoriamente con talento, pero sí con cultivado afecto, había mimado el pladur. Le había conferido, mediante el juego y el hallazgo de la forma, una singularidad. Y la zalamería del creador con su obra, fuese esta maestra o cutre, vaya, te intoxicaba.
La impresión digital hizo entonces su barata aparición. La hostelería, a la que sigo presentando mis respetos (quizás con excesiva devoción) pasa desde entonces a pie enjuto por la decoración artesanal. La pela, qué coño, es la pela ¿no? Qué importa si el local parece sacado de una presentación de Power Point, o Canva para los de buen paladar, si las perras acabarán igualmente atrincheradas en la caja registradora, cuando no viajando de banco a banco subidas a lomos de un datáfono. Y es así, con un “¿qué más da?”, cómo la mediocridad golpea la mesa y la uniformidad hiere de muerte la belleza de lo único.
David Foster Wallace dijo algo así como que la tecnología no iba a parar de mejorar y cada vez iba a ser más fácil y placentero estar a solas con una pantalla vendida por gente que no nos ama, y sólo desea nuestro dinero, y que, claro, si esa se convertía en toda nuestra dieta, moriríamos. Hay que tener en cuenta que este pensamiento nace de un hombre que padeció la adicción menos morbosa que se podía tener en los años 90: la televisión. La caja, bien llamada tonta para él, lo absorbía. Y, conociendo David los riesgos de semejante abducción, le brindó esa advertencia al futuro.
Lo que el autor de Hablemos de Langostas esquivó en su reflexión fue el verdadero pecado capital al que somete el superdesarrollo tecnológico: la pereza. La tecnología nos hace perezosos por encima de nuestras posibilidades. Y si hay algo que se puede explotar económicamente, si existe una presa a la que hincar el diente para absorber todo el nutriente en forma de beneficio, es la aceleración derivada de la pereza.
Hacer las cosas rápido, no obligatoriamente mal, pero sí con facilidad, sale a cuenta en el bolsillo. ¿Quién se niega a una bolsa de risotto de microondas, cuando el tiempo aprieta, cuando flaquean las ganas? Huelga decir, nada tiene que ver con un plato casero. Empapado por el chiqueo. Ahora, saca del apuro y cuesta cuatro duros. Esta misma psicología se filtra en la decoración de los bares de la que hablaba, como también permea el quid de este artículo: las ilustraciones en obras y medios de comunicación.
Hasta ahora, que las portadas de libros, revistas, carteles cinematográficos, por no hablar de los eslóganes publicitarios, hubieran pasado de la artesanía y el dibujante tradicionales, al diseñador gráfico acoplado a un Mac, no nos parecía tan dramático. Adáptate o muere, ¿no? El poder, mal que bien, seguía en manos humanas. Pero, para sorpresa de nadie, la inteligencia artificial (IA) ha vuelto a hacer de las suyas. O, mejor dicho, quienes se deciden a usarla para rentabilizar procesos. Porque no nos llevemos a engaño, lo que pueda hacer una IA sin intervención humana acabará imponiéndose a lo que hace una persona. Ese Homo sapiens quejica, con tendencia al orgullo y las excusas, siempre resultará más cansino y difícil de torear que un oráculo virtual dispuesto a proporcionarte lo que deseas por un módico precio.
La liebre saltó el mes pasado al mundo literario con la utilización (más descarada sería pornográfico), de inteligencia artificial para ilustrar la portada de un libro de la editorial Destino sobre Juana de Arco. Pero el asunto ya hacía un año largo que estaba servido, y cargado de debate. La primera portada de revista creada gracias a Dall-E 2 (OpenAI) fue una imagen, para Cosmopolitan, de una astronauta caderona, con andar de pasarela, desfilando suntuosa por la superficie lunar. Su creadora, Karen X. Cheng, confesó que le había costado Dios y ayuda dar con las palabras correctas para que la imagen coincidiera con su idea.
Aquel desflore fue, más que polémico, curioso, pues, aunque desplegó los pétalos de lo que hoy es un vergel de líos y debates, la sorpresa se impuso a la inquietud. La propia Cheng rebajó la urticaria popular asegurando que ella veía, claramente, la IA como una nueva herramienta, no como un sustituto. Al poco tiempo, fue despedida… Ay, ¡no, hombre, no! Eso ha sido una inventiva. Pero ya el mero hecho de que hayan pensado que pudo ser, da fe del peligro latente.
En el escenario internacional, gringo en su mayoría, el uso de IA en medios de comunicación ha seguido pinchando en hueso desde entonces. Pero, en el escenario patrio, las redes ardieron cuando El Confidencial confió en abril de 2023 en su, por entonces, Twitter, que habían empezado a trabajar con inteligencia artificial para sus ilustraciones. De cutres y traidores para arriba, los beligerantes internautas llamaron de todo al medio. Sea como fuere, la publicación, y el artículo en sí, dispararon la atención.
Porque ese es el punto que resiste agazapado en algunos de los ensayos que se están haciendo con la IA, la búsqueda de publicidad sin costes. El Grupo Planeta (al que pertenece Destino), ha seguido los pasos de la compañía Disney, cuando esta decidió que su nueva Sirenita pasara de la clásica lechosa irlandesa de pelo fatuo, a una mulata de dilatados rasgos. Ambas empresas, conscientes, no seamos ingenuos, de la viralidad de su elección, han logrado así estar en boca de todos, más allá de la calidad de sus productos.
¿Acaso la mayoría hubiéramos sabido de la publicación de Juana de Arco, de Katherine J. Chen, de no ser porque la imagen de la joven beata, azote de ingleses, capricho de Dios y el reino de Francia, olía a Midjourney que tiraba para atrás? Yo mismo le estoy haciendo un paseíllo de googleo al escribir esto. Y no hay mala publicidad, téngalo claro. Si antes de Internet se trataba de una verdad manifiesta, chapoteando en este tiempo, todavía más. Recelen de quien es incapaz de ocultar un aura de bacán, pero es casi anónimo en la web. Seguramente, sea el más poderoso de con quienes se hayan cruzado.
Planeta, interrogado al respecto de esta portada en el programa Hoy por hoy, de Cadena Ser, aseguró: “[El grupo es] sensible a las nuevas tecnologías. Entre las muchas herramientas de las que disponen nuestros diseñadores, se encuentran programas como Illustrator o Photoshop, que integran desde hace tiempo utilidades de inteligencia artificial. Estamos siempre atentos a la innovación tecnológica para mejorar nuestros procesos. Además, detrás de nuestras portadas, hay, y habrá siempre, un equipo humano de diseñadores y editores que trabajan, supervisan las ideas, concepción y ejecución de las cubiertas. El departamento de arte está formado por más de 30 profesionales, un equipo que está previsto que tenga nuevas incorporaciones”.
Sam Shepard aseguraba en su Espía de la primera persona que él no se tenía por una persona suspicaz. “No voy por ahí volviendo la cabeza por si acaso”, confiesa en la obra. “Pero tengo la sensación de que alguien me observa. Alguien quiere saber algo. Alguien quiere saber algo sobre mí que ni siquiera yo sé”. A diferencia de Shepard, el increíble Shepard, yo sí me esfuerzo por ser suspicaz. Y ese ahínco me lleva a conclusiones con tan mala prensa como decir que, vista la declaración del grupo Planeta, todavía me reafirmo más en que usar una portada tan cantosamente artificial, fue una estrategia premeditada. Una prueba, no diré una hoja de ruta habitual, para azuzar la polémica. Por cierto, con excelentes resultados. Porque si con más de 30 profesionales la portada fue creada por una IA, ¿qué invocación a la pereza es esa, si no acarrea beneficios comerciales?
Que los bares estén, o no, tapizados por impresiones desalmadas de autoría in situ, se la trae al pairo al grueso de la gente. Tampoco es que el negocio vaya a desenterrar una propaganda viral a costa de su “digitalización mural”. En cuanto a los libros, algunas valientes librerías han asegurado que se negarán a vender ejemplares con portadas artificiales. Bien por ellas. Chapó. Aunque el frente sea débil como un ariete de palillos (un grueso mayúsculo de las ventas literarias vive hoy online), el gesto da fe de que, por flojo que sea, se pueden hacer pequeños actos reivindicando el valor de lo esencialmente humano.
De momento, atesoramos que usar la inteligencia artificial para “sustituir” al talento artesanal sea controvertido. Quizás, llegado el momento, la costumbre lo torne inocuo. Ahí, poco márquetin habrá, desde luego. Y ya habremos dado una nueva zancada, otras más, hacia esa temible sustitución que muchos temen, salvo quienes sacarán provecho de ella.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.