La tecnología mide el progreso de la civilización, pero también los modos de deshumanización que el capitalismo utiliza contra la clase trabajadora. Los modos en los que se reprimían voluntades y vidas por parte de los avances tecnológicos necesarios para el progreso varían, pero siempre precisan del esfuerzo, el sudor, y la sangre obrera. El esclavismo avanza, se modula y se perpetúa adquiriendo diversas formas. Antes eran campanas de vacío que funcionaban como trituradoras de emigrantes extremeños en una marisma avilesina. Hoy, el látigo son números y normas digitales que maltratan las condiciones materiales de repartidores en la capital asturiana y en cualquier lugar del mundo.
La dictadura de Francisco Franco decidió crear cerca de Gijón Ensidesa, una empresa siderúrgica nacional para dar suministro de hierro a España. El régimen decidió hacerlo en Avilés porque estaba cerca de un puerto y había una zona de marismas que hacía que fueran tierras baratas de expropiar. Al ser un terreno fácilmente inundable cuando había mareas vivas a pesar de las dragas hubo que traer un artilugio que permitiera construir en seco cuando se excavaba, las denominadas campanas o cajones indios.
Estas maquinarias eran unas estructuras de vacío unidas a un encofrado por una junta hermética. Servían para dejar el espacio de trabajo de los operarios al vacío y que la presión impidiera que el agua de las marismas entrara en la estructura y hundiera los pilares sobre los que se construía. La campana funcionaba como la cámara de un submarino, un espacio por el que entraban los trabajadores a la zona del trabajo y expulsando el aire dejaba el habitáculo al vacío. Así podían trabajar en seco. Los operarios tenían que adaptarse a la presión que había en el interior, como un buzo que baja a altas profundidades. La salida de la campana tenía que hacerse de manera paulatina para la descompresión, porque si no el aire de los pulmones y la sangre se expandía de manera violenta produciendo lesiones en ocasiones irreversibles en los trabajadores.
Los trabajadores lo llamaban “ir al aire”, el trabajo se aceptaba porque estaba mejor pagado debido al tremendo riesgo y la dureza extrema que suponía trabajar dentro de una cámara de vacío. Cuentan los operarios que trabajaron allí que el trabajo era tan extenuante que los mineros de Mieres y La Felguera que venían buscando un empleo menos duro no aguantaban más de un día antes de volverse al pozo negro. Si todo iba bien, lo peor que le podía pasar a un trabajador es que no hiciera la descompresión de manera correcta y tuviera embolias, problemas de circulación en las piernas y brazos, necrosis, roturas de tímpanos y otros problemas asociados. Pero podía ir muy mal.
En ocasiones la presión se perdía por una mala apertura de las compuertas que tenían como objetivo igualar la presión de dentro de la campana, lo que ocasionaba que el agua subiera súbitamente e inundara la estancia ahogando a los operarios. La presión tenía otra forma de matar más cruel, expulsar los cuerpos de los operarios a través de ventanucos de unos pocos centímetros cuando había un error y se abría una compuerta antes de tiempo, creando una masa amorfa de huesos, músculos y sangre. Imaginen el cuerpo de un trabajador pasando de golpe empujado por la presión por un ventanuco de 10 centímetros de ancho. La tecnología tenía maneras muy primitivas de tratar a la masa obrera.
A escasos kilómetros, pero saltando en el tiempo, como si de una novela de Juan Gómez Bárcena se tratara salpicando las historias de siglo en siglo, unos trabajadores asturianos están sufriendo el impacto deshumanizador de la tecnología como un elemento evolucionado de esclavismo. Los trabajadores de Delcom Logística, una subcontrata de Amazon, fueron despedidos por sindicarse y denunciar los usos y costumbres del algoritmo que utiliza la empresa para explotarles sin ni siquiera levantar un teléfono o llamarlos al despacho para disciplinarlos. Tres de los trabajadores fueron despedidos argumentando baja productividad por las métricas de control, aunque lo que quedaba en evidencia era su despido por participar en la organización sindical. La lucha analógica clásica sucumbía al control digital de la empresa.
Pero no fue lo peor que denunciaban los trabajadores, sino la presión y vigilancia extrema que provocaba el algoritmo con el que los obligaban a trabajar, además de los métodos de control mediante GPS y la aplicación de trabajo de los conductores. Los empleados eran controlados por dos aplicaciones y un llavero que los geolocalizaban en todo momento. Una de ellas es la aplicación de Amazon Flex, que sirve para controlar los envíos; otra de las aplicaciones controla la conducción de los empleados, frenazos, giros bruscos, velocidad excesiva o conducción temeraria y sirve para puntuar al operario y, si no logra una mínima puntuación, penalizarle económicamente. La paradoja es que necesitan cumplir con un mínimo de pedidos tan alto, 180 paquetes en ocho horas, que es imposible cumplirlo si se hace una conducción legal.
Aparecen en todo su esplendor los sistemas tecnológicos de evaluación permanente, control y vigilancia, el mayor generador de ansiedad creado por el capitalismo posfordista. Los sistemas están desarrollados de forma que el trabajador nunca pueda terminar su labor, creando en él una constante sensación de urgencia y frustración, además de asumir que es una pieza prescindible por la empresa cuando así lo decida. Va asumiendo poco a poco su despido, de manera constante, como un goteo cotidiano. La precarización emocional de las personas trabajadoras es el sistema en sí mismo, porque las hace prescindibles a sus propios ojos y así evita la organización con sus semejantes para mejorar sus condiciones. Los sistemas digitales de control y el algoritmo están creados para disciplinar socialmente antes que laboralmente. Son una tecnología creada como elemento de control social que cambie el paradigma de la lucha de clases.
Para los nuevos métodos de control es necesario apelar a un ludismo existencial como mera herramienta de protección laboral. Es fácil para el observador externo comprender cómo de inaceptable es hoy en día que aparejos tecnológicos como los cajones indios no estén permitidos y que se haya regulado para evitar su utilización con trabajadores, del mismo modo que es necesario tomar los algoritmos con el mismo empeño que esos cajones para evitar que la tecnología sea un instrumento de explotación laboral. Yolanda Díaz ha comprendido la necesidad de regular los algoritmos y no tomarlos como unas matemáticas neutras creadas por la naturaleza y sí como un elemento de opresión neoliberal que precisa ser controlado para que trabajadores como los de Delcom no vean sus derechos laborales pisoteados por un capataz binario que los azota con extrañas operaciones numéricas. Destrozar la ecuación algorítmica para encontrar certidumbre y volver a poner equilibrio en el conflicto social.
Sobre la firma
Antonio Maestre es periodista y escritor. Colabora de forma habitual con eldiario.es, La Sexta y Radio Euskadi además de haber publicado en Le Monde Diplomatique y Jacobin. Es autor de los libros Infames (Penguin) y Franquismo S.A (Akal).