Llevo varias semanas enganchado al podcast Pop y Muerte, comandado por Benja Villegas y Kiko Amat. Para un devoto del humor negro, lo tiene todo. Autopsias de los devaneos homicidas, violadores y fetichistas de los psico-killers, seguidos de comentarios jocosos que desvelan su patetismo. Porque así es, tras varias temporadas oyendo a Kiko y Benja rajar vivarachos sobre estos repugnantes desnortados, mi conclusión es que, en su mayoría, son pobres diablos con la brújula moral averiada, amamantados desde críos en distintas versiones del infierno sobre la Tierra. Nadie en su sano juicio desearía ocupar su piel.
A pesar de la lógica imperante, hay algo morboso en carearse con sus hazañas. Un flirteo con la desquicia, con el acto prohibido por la moral, la ética y el buen gusto -importante esto último- que seduce. Quienes hayan tenido el acierto de ver la primera temporada de True Detective saben de lo que hablo. Es imposible dar la espalda a la escenificación final del hogar execrable, guarro y pútrido, del incestuoso matador satánico que justifica la trama. Insisto, no obstante. Hay que estar muy sonado para querer ser ese luciferino Rey Amarillo. Ese nauseabundo aniquilador. Y, aun así, han asomado inquietantes formas de encarnarlo.
Hace no mucho, vio la luz el videojuego No Mercy, de la plataforma Steam. ¿Les suena? Espero que no, la verdad. A no ser que hayan leído al respecto de la campaña de lapidación que ha conocido. El jueguito, para quienes sanamente lo despisten, consiste en tomar las riendas de un zutano que se dedica a machacar cráneos y violar mujeres, algunas de su familia. Atentos a la segunda parte de la descripción, porque es la que ha azuzado la polémica. Literalmente, la narrativa del juego te invita a agarrar a consanguíneas señoras del pescuezo y obligarlas, mamporrazos mediante, a mantener relaciones forzosas con el jugador. La premisa es convertirse en la “peor pesadilla de las mujeres” y “nunca aceptar un no por respuesta”. No Mercy es un regalo de Reyes a la altura del Mein Kampf.
Lo del alter ego virtual para cometer lindezas como la evisceración, la decapitación o el escopetazo en la sien es la dieta cotidiana del universo gamer. Revisen los catálogos. Ahora, en ninguno se da vía libre al fornicio abusivo. Miren que las penas por asesinato son mayores a las impuestas por violación. Sin embargo, frente al inhóspito estupro, acabar con una vida virtual es algo totalmente naturalizado. Da qué pensar. Hay algo latentemente ominoso en acostumbrarse a la estampa de zagales berreando «¡Muere!» con los shooting games, y montar una lapidación por un videojuego que amplifica la psicopatía incluyendo la violación.
Está claro que lo sexual en la ficción, aún hoy, mantiene férrea la frontera de lo tolerable. Se cuentan por miles los relatos protagonizados por asesinos, algunos de ellos francamente detallados. Son muchísimos menos, en cambio, los que versan protagónicos sobre violadores en serie. Cuando en 2002 se estrenó Irreversible, de Gaspar Noe, el público tildó la cinta de demacración exterminable a cuento de la angustiosa escena de violación contra Monica Bellucci. Había hueco en las mentes de los espectadores para tolerar la casquería de homicidas sacando vísceras a relucir, pero no para digerir la realidad visual de la violación a una mujer. El cisma no ha cambiado. ¿Qué dice eso sobre nosotros? ¿Y qué revela sobre lo que banalizamos o sacralizamos?
Sin duda, la fórmula de la primera persona lo empaña todo. Hay mucho perturbado con alma de fosa séptica, perfectamente capaz de disfrutar adquiriendo el control de su alter ego violador. Y, a diferencia de obras como la de Gaspar Noe, en No Mercy no hay un distanciamiento, ni una exhibición del terror con su correspondiente invitación a la toma de conciencia y la denuncia. Tampoco hay sutileza, ni épica, ni siquiera una elegancia enrevesada.
En el videojuego, todo es vulgarmente desagradable. Vean la descripción y juzguen ustedes: «Después de pillar a tu propia madre traicionando a tu padre, descubres la naturaleza de las mujeres, es especialmente la suya. No es una ama de casa corriente: está escondiendo un oscuro secreto que la persigue desde hace años. Ahora es tu turno para descubrirla, chantajearla, exponerla y reconstruir tu familia en tus propios términos. Poseerla. Tu objetivo es simple: no dejar ningún coño sin follar, porque eso es lo que todas quieren». Un argumento de tarado dipsómano, carne de presidio o frenopático, convertido en carta de presentación nunca es buena señal. Para nada.
La desarrolladora de tan excremental ocio es la compañía Zerat Games, que no contenta con dar rienda suelta a la obra de alguien no muy bien del tanque, la calificaron para mayores de 12 años. Otra de tantas pruebas de que la teoría de la virtud en el punto medio anda desubicada. Hasta hace nada un pezón desnudo en una película era motivo de dos rombos. De pronto, violar a tu madre se ha convertido en una narrativa idónea para relajarse después de jugar con los Playmobils. ¿En qué quedamos?
Basta ver la justificación que promovió la desarrolladora del juego, para darse cuenta de que aquí el problema es de fondo. De cromosoma. Según la compañía, tanto el incesto como la violación -cuidado, simulada, eso sí- son fetiches muy solicitados en las páginas pornográficas, y por lo tanto ellos sólo rinden un servicio a la comunidad. Satisfacen una demanda. Igual que los fabricantes de alpargatas. No dudo de la honestidad de la excusa por parte de los promotores del juego. Estoy seguro de que es sincera. Los pimpollos lo piensan de verdad.
Hay algo en este capitalismo hedonista tremendamente chungo. La temperatura ética está trastornada por el dinero, y un espejismo liberal que confunde poder hacer algo con tener derecho a hacerlo. Estoy muy lejos de ser un moralinas, más a más en las lides de la ficción, que considero un territorio con espacio casi infinito. Pero en el ‘cómo’ está la clave. Y en el caso de No Mercy, el ‘cómo’ pide a gritos reflexionar sobre a qué estamos dando rienda suelta como sociedad, para que un grupo de creadores considere buena idea parir un videojuego así. Incluso el famoso Grand Theft Auto: San Andreas, con todas las putadas que podías hacer hasta entonces impensables, como matar yayas por las avenidas, mangar turismos de lujo o alzarte con el dominio de un gang, desechó la sordidez violadora o incestuosa. Por algo sería…
Tanto la plataforma como la desarrolladora han retirado el videojuego de sus catálogos. Siempre es mejor pedir perdón que permiso, supongo. Varios países, como Reino Unido o Canadá prohibieron No Mercy incluso antes de su retirada. Una reacción a priori racional. De sentido común. Pero frente a la que no puedo evitar notar una duda atravesándome. Una incomodidad.
La censura nunca me ha parecido el camino, y siempre he pensado que de poco sirve cuando la obra censurada es meritoria. Mi biblioteca cuenta con estantes llenos de libros que en su tiempo fueron carne de hoguera, y se los tildó de degenerados en términos parecidos a los que he leído con No Mercy. Apostaría a que los Trópicos, de Henry Miller, no son comparables al videojuego de Zerat Games, pero tampoco tengo forma ahora de comprobarlo. Y eso es lo que aun consciente de lo abominable de la propuesta, inevitablemente me escama.
Los videojuegos reformulan los debates frente a los límites de las artes. Como decía, no hay ese refrescante hueco entre la obra y su espectador. Y los riesgos nunca son los mismos desde las gradas que a los mandos de la maquinaria. Porque una cosa es escuchar a los locutores de Pop y Muerte hablar de los rituales de moral fecal llevados a cabo por consagrados hijos de puta, y otra verse inmerso en la voluntad de satisfacer sus propósitos incluso si es de manera virtual. El ‘cómo’, amigos. El ‘cómo’ es la clave.
Sobre la firma

Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.