Jóvenes aunque sobradamente fachas. La metamorfosis digital de la generación Tuenti

No, no es que de repente los adolescentes se hayan vuelto amantes del discurso xenófobo o revisionista de la noche a la mañana. Es que están siendo empujados, seducidos. Lo que se lleva, por terrible que parezca, es la ultraderecha.

Hubo un tiempo en el que internet era un patio de recreo inocente. Era 2006, y con una invitación casi clandestina, accedía a Tuenti, la red social que marcó a toda una generación en España. Saturación al máximo, frases con mayúsculas y minúsculas intercaladas, selfies en el espejo con flash… Qué tiempos aquellos. Era un ecosistema digital imperfecto pero libre de la toxicidad que hoy lo impregna todo. Porque lo que antes era una plaza pública para compartir tonterías ahora es una trinchera ideológica donde los extremos mandan y los algoritmos los amplifican.

Lo que está ocurriendo no es accidental. Es negocio. Mientras el resto de la humanidad estamos distraídos con debates triviales sobre el último reality show, las tendencias efímeras de las redes sociales o el drama de turno en la cultura pop, en la otra esquina de la sala se está cocinando un problema más grande: los jóvenes están cayendo en la trampa de la ultraderecha a través de una socialización que cada vez más sucede exclusivamente online.

No, no es que de repente los adolescentes se hayan vuelto amantes del discurso xenófobo o revisionista de la noche a la mañana. Es que están siendo empujados, seducidos. Ojalá fueran empujados como lo fui yo a leer al plasta de Federico Moccia o el tostón de Crepúsculo pero ahora ya no se llevan las novelas empalagosas. Lo que se lleva, para nuestra desgracia, es la ultraderecha. Está de moda.

La democratización del altavoz: YouTube y los mesías digitales de ultraderecha

Hace unos años ser escuchado requería méritos. Tener credenciales.  Periodistas, intelectuales o personajes varios tenían que demostrar su valía mediática (a veces monetaria) o académica antes de llegar a las ansiadas masas. Pero Internet ha roto esa barrera. Y lo que en un principio fue una oportunidad para diversificar la conversación pública y lograr un mundo más global y cohesionado se ha convertido en un problema estructural: cualquiera puede erigirse como líder de opinión, aunque su única credencial sea ser un teenager mosqueado con su madre (y con el mundo) y con tarifa plana a internet.

Y así es como nacen los mesías digitales de la ultraderecha, chicos (y para nuestra desgracia, cada vez más chicas) que antes apenas habrían encontrado un grupo de amigos que los aguantara la turra en el instituto ahora llegan a millones de personas desde el confort de su habitación desarreglada. Su discurso siempre sigue el mismo patrón: son outsiders, víctimas del sistema, genios incomprendidos que han descubierto «la verdad» mientras todos los demás siguen dormidos. No necesitan argumentos sólidos ni experiencia real en política, historia o economía. Solo necesitan carisma, narrativa de víctima y un algoritmo que amplifique su mensaje. Ponga un Alvise (o Angel Gaitán) en su vida.

O Amadeo Lladós, un autoproclamado gurú de la verdad que ha logrado captar miles de seguidores con su discurso de odio y sus promesas vacías. No se trata de un caso aislado, sino de un patrón que se repite: estos influencers de la extrema derecha no solo propagan ideologías reaccionarias, sino que además son tan infames que sacan provecho económico de sus seguidores más vulnerables. THE business.

Plataformas como YouTube, Twitch o TikTok han conseguido que cualquier usuario con una cámara y una opinión pueda competir con medios tradicionales en alcance, pero sobre todo en influencia. Lo hemos visto con los políticos: desde Pedro Sánchez en La Pija y la Quinqui hasta Feijóo dejándose entrevistar por Pedro Buerbaum, un chaval ultraliberal que, además de incendiar redes, vende gofres con forma de pene. Bienvenidos a la era donde el engagement es más valioso que la verdad.

En una sociedad que mide el éxito a través de lla interacción y la retención de audiencia no hay espacio para los matices. Está científicamente probado que lo que más funciona para retener nuestra atención (no solo en redes) es lo que más emociona, lo que más cabrea y lo que más polariza. Y en eso, la ultraderecha parte con ventaja. Digamos que juega en casa.

El algoritmo de la radicalización

El Organized Crime and Corruption Reporting Project (OCCRP) ya lo advirtió en su informe «Youth, TikTok and the Far Right: A growing concern across Europe»: grupos extremistas han convertido TikTok en su nuevo terreno de juego. Memes, vídeos cortos, música pegadiza y un enemigo claro. Para qué leer un manifiesto de 300 páginas cuando puedes tener toda la esencia del discurso reaccionario condensada en 30 segundos. Tick tack.

La BBC también ha dado la voz de alarma. En un reportaje reciente, expuso cómo los algoritmos están llevando a los jóvenes por un túnel sin salida: empiezas viendo contenido político, luego te aparecen vídeos de “crítica a la corrección política” y antes de que te des cuenta estás atrapado en un feed donde el feminismo es un cáncer, la inmigración es el fin de Occidente y la ‘ideología de género’ es la gran amenaza del siglo XXI. Y todo padre debería de saber que hay una conspiración perro-flauta-gayer-trans para convertir a sus hijos en no-binarios vegetarianos. El peligro acecha en las bibliotecas.

Pero esto no es un bug del sistema. Es el sistema. No es un error de los algoritmos, es su modelo de negocio. Y lo que está en juego no es solo la información, sino la propia democracia. Poca broma.

 Como liebre iluminada por los faros de tu coche

Ahora bien, ¿qué c***nes hacemos? Porque si alguien cree que esto se soluciona con una regulación más de la UE, que despierte. Vivimos en un sistema globalizado  en el que las normas son establecidas desde el estercolero moral del club de billonarios de Estados Unidos. No podemos pretender que esto se va a resolver con una nueva Directiva o Regulación impulsada desde la UE. Bienvenidas sean las leyes, pero no van a ser la panacea mientras el código moral de internet lo dicten los billonarios de Silicon Valley.

La clave no es solo regular. Es contraatacar. ¿Cómo? No podemos competir en el espacio digital. La verdadera revolución empieza por salir más a la calle, no para manifestarnos, sino para recuperar espacios físicos de encuentro y reconstruir la comunidad fuera de lo digital. No es solo «dejar el móvil», es volver a conectar con la realidad. Más cinefórums, más asociaciones culturales, más debates públicos, más barrios. Porque el hueco que la ultraderecha está llenando en internet es el mismo que hemos llevamos décadas abandonando en la vida real. Que nadie se sorprenda tanto.

Y luego, lo más importante: la educación mediática y ciudadana ya no es opcional. Es una emergencia nacional. Si no queremos acabar aún más a la merced de estos locos, debemos exigir de manera urgente que las instituciones educativas, en todos sus niveles, integren una alfabetización digital y mediática real. No basta con enseñar a utilizar a programar y fomentar que más mujeres entren en carreras STEM. No es cuestión de eso. La historia va de formar ciudadanos capaces de distinguir la información veraz del engaño, entender cómo funcionan los algoritmos y por qué las redes sociales pueden ser armas de manipulación masiva.

¿El problema? Que esto que para mí es sentido común, para una parte de nuestro espectro político es ir en contra de la Libertad. Esa palabra que, en sus bocas, significa todo y nada a la vez. Una cosa, la contraria. Y viceversa.

Porque al final de la luz siempre hay otro túnel. Y hay mucha liebre libre en la carretera. También cada vez más ardillas.

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