Con nazis y a lo loco: Trump es el síntoma, no la enfermedad

Donald Trump no es un enigma. Nunca lo ha sido. Su desprecio por el cambio climático, los derechos humanos y cualquier principio que no alimente su propio ego ha sido evidente desde sus primeros días en la escena política. El enigma es cómo nosotros hemos permitido que vuelva al poder

por @RhizomatikaLab

Desde el 5 de noviembre del año pasado, el mundo parece haberse detenido en un estado de incredulidad perpetua. Un delincuente confeso y convicto, ahora reinstalado en la Casa Blanca, demuestra una vez más su desprecio por los valores democráticos y su cercanía con oligarcas extremistas. Entretanto, nosotros en Europa con nuestro eterno complejo de segundones, permanecemos paralizados, incapaces de responder a una amenaza que trasciende lo local para convertirse en un problema global. Lo que verdaderamente preocupa no es su retorno, sino nuestra respuesta: tibia, dispersa y peligrosamente complaciente.

Donald Trump no es un enigma. Nunca lo ha sido. Su desprecio por el cambio climático, los derechos humanos y cualquier principio que no alimente su propio ego ha sido evidente desde sus primeros días en la escena política. El enigma es cómo nosotros hemos permitido que vuelva al poder. Ahora, en su regreso a la Casa Blanca, su manual de autoritarismo elemental y divisivo no es una novedad, sino una reiteración de cómo subvertir la democracia desde dentro. Lo preocupante no es él, sino nuestra (ausente) respuesta. El verdadero problema reside en nosotros, incapaces de reaccionar con algo más que indignación digital y cumbres llenas de hombres trajeados pero vacías de contenido. Sus países vecinos parece que si que se han puesto las pilas, pero una vez han sido atacados por una guerra comercial. Sin provocación directa, no ha habido respuesta.

 

Europa: espectadora histórica de su propia parálisis

Mientras en Estados Unidos le bailaban el agua a Trump por la vuelta de Tik Tok, en Europa y el resto del mundo observábamos (y seguimos haciéndolo) con una pasividad alarmante. Las declaraciones tibias en X y los gestos performativos no son una estrategia; son la confirmación de que seguimos a por uvas, ignorando una amenaza que es tan global como local.

Al mismo tiempo, la ciudadanía también parece dividida entre quienes se refugian en memes y virales y quienes ven en Trump un salvador providencial. Pero, como demuestran los datos, el autoritarismo no es un show. Es una estrategia que ya está desestabilizando democracias en todo el mundo, alimentando a una ultraderecha que no necesita ocultar sus verdaderas intenciones.

Un espejo roto para tiempos rotos

De nuevo, hay que recordar que ​​Trump no es un accidente, es un líder hecho a medida de un mundo fracturado. Su vuelta a la presidencia no es solo un problema para Estados Unidos, aunque allí las consecuencias ya estén siendo inmediatas y brutales: una desigualdad que crece, una sanidad devastada, deportaciones masivas e ilegales y un desdén absoluto por el medio ambiente. Su impacto es global. No lleva ni un mes en el cargo y ya entre sus medidas estrella destacan su desmantelamiento de compromisos internacionales sobre emisiones de carbono, el abandono de la Organización Mundial de la Salud y el tratamiento de migrantes como si se tratara de peligrosos delincuentes y no personas que buscan una vida digna (en un país completamente indigno). Su proteccionismo disfrazado de patriotismo desestabiliza economías (principalmente, la suya) mientras su retórica alimenta el ascenso de la extrema derecha en todo el mundo.

Lo más alarmante es que esta situación no es nueva. Desde su primer mandato, Trump dejó claro que sus intenciones iban más allá de la política tradicional. Su desprecio por el orden establecido, su constante desinformación y su capacidad para movilizar masas a través del odio no han hecho más que consolidar su poder. ¿Y nuestra respuesta? Un “deeply concerned” aquí, un post de Instagram allá, y una preocupante falta de acción real. Desde 2016 muchas cosas han pasado, y ninguna buena. La ultraderecha ha crecido, se ha instaurado en las instituciones y hasta ha obtenido presidencias. No reaccionar es reaccionar; no actuar es legitimar.

El espejismo de la neutralidad

No es solo Trump. Es un sistema global que parece incapaz de reaccionar ante el autoritarismo rampante. Los derechos fundamentales se recortan, el planeta sigue calentándose y los oligarcas consolidan su dominio. A la juventud se le tacha de “generación de cristal” por señalar lo evidente: estamos viviendo una guerra. Una guerra no solamente comercial, y que no se libra en campos de batalla, sino en las instituciones democráticas, en los medios de comunicación y en las calles, aunque estas últimas sigan mayoritariamente vacías.

El asalto al Capitolio hace cuatro años no fue un incidente aislado, sino un símbolo de cómo el autoritarismo puede camuflarse bajo la apariencia de democracia. Entre asalto y asalto, nosotros seguimos discutiendo detalles irrelevantes o compartiendo videos virales como si fueran actos de resistencia. Pero el silencio nunca ha sido neutral, y cada día que pasa sin acción (real y no solo digital) es una victoria para quienes quieren consolidar su poder.

La cuestión es que como bien apuntan algunos, Donald Trump es un líder coherente a los tiempos que corren. Y puede que tengan razón. Pero claro, coherente no quiere decir democrático. Sinceramente no entiendo como se puede ser coherente cuando has sido condenado por abuso sexual. Pero en fin, al menos no trata de ocultarlo. Si algo tiene de “bueno” Trump es que es transparente.

Defender lo esencial: una urgencia impostergable

Si permitimos que un líder antidemocrático consolide su poder e influencia sin ningún tipo de resistencia, enviamos un mensaje claro: los valores democráticos son negociables. Solo necesitas ser hombre, heterosexual y billonario para poder entrar a la mesa de negociación. Es hora de reconocer que necesitamos liderazgo, pero no del cuqui que se limita a gestos simbólicos y declaraciones vacías. Necesitamos acciones firmes, una postura que deje claro que los retrocesos democráticos no serán tolerados y que tome acciones para demostrar sus discursos.

La pregunta es: ¿qué estamos dispuestos a hacer? Indignarnos desde nuestras pantallas no basta. Exigir valentía a nuestros líderes y movilizarnos en las calles, sí. Marcar líneas rojas infranqueables, también. Trump lleva desde 2016 explotando nuestras debilidades; ya es hora de que empecemos a enfrentarlas. Ahora bien, no solo hay que exigir que se dejen de recortar derechos fundamentales y se obvien los impactos del cambio climático antropogénico más allá de nuestras fronteras. Es un punto de partida, pero no es suficiente. La verdadera batalla está en el seno de nuestras sociedades y se lleva librando años. Trump no es el problema—es solo el síntoma de un sistema que necesita, desesperadamente, ser rescatado de su propia indiferencia.

De nuevo, el activismo en redes no basta. Pero tampoco es suficiente ni cambiará mucho  sólo salir a la calle. Y mucho menos abandonar ciertas redes sociales como X porque “defender la democracia es dejar de utilizar herramientas que la debilitan.” Combatir la ultraderecha pasa por algo tan simple pero a la vez tan complicado como atender a las verdaderas raíces del descontento: desigualdad creciente, empleos precarios y la degradación de la calidad de vida. Una ciudadanía que siente que sus necesidades están atendidas no busca refugio en discursos de odio. La verdadera resistencia empieza cuando las instituciones dejan de ignorar a quienes dicen representar. La lucha no está en los extremos ideológicos, sino en devolver dignidad y oportunidades a quienes las han perdido. Ahí, y solo ahí, ganaremos esta guerra (cada vez menos) silenciosa. Mientras tanto seguiremos con nazis y a lo loco.