Derry Girls es una serie deliciosa de un grupo de adolescentes que viven en Derry (Irlanda del Norte) durante The Troubles, el conflicto entre unionistas y republicanos por los vínculos con Reino Unido. Una ficción ambientada en un lugar donde las identidades son fruto de conflicto constante, pero en la que se tratan con dulzura, humor y empatía. En una secuencia, una de las adolescentes acude al encuentro de sus amigas antes de ir a la escuela con una chaqueta vaquera encima del uniforme. Al verlas constata que todas sus amigas llevan el uniforme sin la chaqueta y les pregunta que cuál es el motivo por el que no han traído las cazadoras vaqueras como habían quedado para “expresar su individualidad”, pero le contestan que sus madres no les han dejado. “Pues no voy a expresar mi individualidad yo sola”, dice, y se quita la prenda vaquera quedándose con el uniforme como sus compañeras. La necesidad de pertenencia, de sentirse parte de un colectivo o comunidad forma parte de la construcción del individuo y es un ejercicio vano negar hasta qué punto es relevante para la conformación de una identidad política.
Todos queremos mantener nuestras identidades a salvo de imposiciones. Nos gusta lo que somos porque es fruto de la conformación de nuestros recuerdos, deseos, vivencias, creencias y amores. Sería de necios hablar de las identidades de forma despectiva solo porque exista quien las use de manera excluyente. No es un problema de la identidad, sino de la exclusión que esta puede llevar a cabo; de imponer la tuya al resto cuando la vida la va disolviendo y la crees en peligro. No se puede culpar a quien quiere su barrio, pueblo, ciudad o país tal y como siempre lo ha conocido, con sus modos, tradiciones y costumbres. Es un deseo humano, comprensible, pero que no puede ser utilizado para subyugar las identidades ajenas de quien tiene tanto o más derecho a habitar los mismos espacios que ocupamos, pero que no nos pertenecen. Las identidades son modulables, prendidas de la filosofía de Heráclito cuando acuñó su aforismo: “Ningún hombre puede cruzar el mismo río dos veces, porque ni el hombre ni el agua serán los mismos”. El río es una identidad y quien la atraviesa la cambia con su simple presencia.
Las identidades son parte de la naturaleza humana y nos perturban los cambios que pueden modificar aquello que ha conformado la nuestra. Tendemos a pensar en la identidad como un ente excluyente de la alteridad, pero puede ser algo bello que apele a lo común y lo solidario. El investigador de estudios culturales Raymond Williams hablaba de las “estructuras de sentimientos” para explicar por qué sentíamos desarraigo cuando nuestro pueblo o ciudad mutaba en entes homogeneizados. Esas estructuras de sentimiento son los lugares que servían como espacios de socialización y tejían una identidad colectiva para la clase obrera. Lo que hacían reconocibles las zonas de crianza y las convertían en el hogar. Lugares identificables por las emociones, que hacían sentir confort a quien lo habitaba, y que ayuda a sentir familiaridad cuando se visitan espacios colectivos vinculados a la propia clase social independientemente del país donde se ubiquen. Son casa.
No existe colectivo social que no luche por preservar su identidad y los espacios donde se desarrolla. Puede ser el barrio maltratado por las casas de apuestas que ha pervertido su esencia o la lengua minoritaria que lucha por mantenerse a flote frente a la mayoritaria. Pero los proyectos progresistas tienen en su esencia huir de las políticas de identidad como entidades troncales de la acción política, el historiador Eric Hobsbwam lo expresaba de la siguiente manera: “¿Qué tiene que ver la política de la identidad con la izquierda? Permítanme decir con firmeza lo que no debería ser preciso repetir. El proyecto político de la izquierda es universalista: se dirige a todos los seres humanos. Como quiera que interpretemos las palabras, no se trata de libertad para los accionistas o para los negros, sino para todo el mundo”.
Es el esencialismo identitario el verdadero problema de la convivencia. Una posición de exclusión de la alteridad que ha alcanzado a cualquier movimiento propiciado por las dinámicas digitales que premian el gregarismo y excluyen la disensión. Las redes sociales están actuando como bunkerizador de identidades creadas y canalizador de la creación de otras nuevas a falta de estructuras analógicas y sociales confiables. Las burbujas conforman una realidad paralela que impide encontrar puntos de acuerdo y matices con quien no comparte la identidad propia. Solo sirve imponer nuestra identidad al resto y todo aquel que no actúe como el identitario crea es un enemigo. No hay espacio posible para la disensión, es un todo o nada que va degradando la convivencia hasta hacer del espacio digital una guerra tribal. El esencialismo identitario promovido por los ecosistemas digitales crea un problema de difícil solución para los procesos de camaradería en la izquierda, el fracaso ha dejado como vía de escape las burbujas identitarias digitales como único proceso de militancia para canalizar el fracaso y la frustración por la derrota.
Este proceso de creación de identidades digitales sectarias ha sido consecuencia de la falta de cultura política previa existente en la escasa militancia que le queda a las consideradas fuerzas del cambio. Los nuevos partidos surgidos a raíz de la evanescencia del 15M han sido incapaces de consolidar estructuras sólidas y han quedado reducidos a trincheras algorítmicas que funcionan a toque de corneta en Telegram. No es casual que esta actitud haya sido hegemónica en los nuevos partidos que querían poner en cuestión la preeminencia del bipartidismo. La única herramienta a su alcance para hacerse presente era actuar como actores invasivos del espacio público digital porque tenían necesidad de ocupar el lugar del otro. Los partidos del cambio primero, y la extrema derecha después, son los que más han utilizado el espacio digital para penetrar en el debate y lo han hecho con formas agresivas, en ocasiones violentas, que ayudaran a virar el espacio político hacia unos determinados intereses utilizando el bullying digital como una herramienta de lobby.
La militancia física en los territorios es una actividad ingrata en tiempos de repliegue. No hay posibilidad de éxito, se ve con recelo, implica mucho desgaste y hay que realizar multitud de labores poco agradecidas. Por eso es necesario mucho compromiso real con unas ideas que van más allá que seguir una serie de consignas para realizar proclamas en las redes o difundir memes de manera autómata hacia aquellos que la dirección pone como objetivos. Sin embargo, la creación de una identidad digital sectaria no implica compromiso, no genera desgaste y ni siquiera es necesario ceder la imagen propia para que se vincule con un ideario político. Funciona simplemente como la consecución de una serie de estímulos que ayudan a sentirse útil de forma inmediata, aunque no tenga ninguna capacidad transformadora ni disruptiva.
La izquierda sufre una trauma colectivo con la derrota después de 1989, pero también con la victoria incompleta y con la presencia próxima del colapso. Se podría decir que, en los últimos 35 años, vive en un estado catatónico de asunción de su impotencia con una retórica continua sobre el imposibilismo. Eso crea heridas y fragua identidad y, volviendo a las “estructuras de sentimiento” de Raymond Williams, es la esencia concreta del pensamiento de la izquierda que vincula sus ideas y valores con las emociones de agravio constante. Por esa razón no hay izquierda más auténtica que aquella que fragua su identidad, también la digital sectaria, en el resentimiento por el fracaso con la necesidad de revancha ante quien considera responsable de su derrota. Ese momento de sublimación en el que el soldado derrotado se retira a atrincherarse con una paranoia palpitante que solo le permite ver enemigos es el momento dulce del militante acultural que ha forjado una identidad digital sectaria. Puro y agresivo, inofensivo e ineficaz.
Sobre la firma
Antonio Maestre es periodista y escritor. Colabora de forma habitual con eldiario.es, La Sexta y Radio Euskadi además de haber publicado en Le Monde Diplomatique y Jacobin. Es autor de los libros Infames (Penguin) y Franquismo S.A (Akal).