Hacer de la rumorología una condena en firme es una deriva peliaguda. Especialmente en entornos donde nos bañamos cada vez más en afectividades políticas y pasionales arranques de moralidad lapidaria. Twitter (ahora con etiqueta de peli guarra) se ha convertido en un juzgado sin Estado de derecho que valga, donde lo anónimo cobra un peso insano y la verdad se torna escurridiza. Por no decir inane. Hasta la inquisición ponía en práctica más recursos de confirmación para identificar a las brujas. Lean el Malleus Maleficarum. Verán que los juicios en redes sociales, salvo por la coronilla de fraile y el churrasco humano, no se diferencian mucho. Ambos se elevan antes sobre el deseo que sobre la razón.
El querubín sumarista, Iñigo Errejón, se diría eliminado por autopsia. El Errejón de Schrödinger, podría llamársele. Vivo y muerto a la par. Se le abrieron las tripas demoniacas en privado garantizando su baja permanente de la política (casi, también, de la vida) y, una vez las vísceras le chorreaban la vergüenza vital hasta ahogarlo en sus propios jugos, se dejó el cuerpo, ya muñeco, en la plaza pública. Allí, el verdu-juez ¿juez-dugo?, de la opinión pública -con altavoz de 280 caracteres- dictaminó sentencia sin garantía procesal, ni presunción de inocencia, ni peritaje, ni código ético o penal. Directos los canes a la yugular husmeando la morbosidad.
¿Qué no podrá ahumar un escándalo sexual, si este además viene de una cúpula mora-lista e incluye cardenales y rayas de cocaína como sogas de verdugo? ¿Qué mejor marketing para vender un libro? ¿Se oye el chasquido de la caja registradora? La glotonería eclesiástica por el escándalo deja al personal ciego como un topo. Por eso ideamos todo aquello del Habeas Corpus y reducimos, como cabecitas aborígenes, el peso de las conjeturas a la hora de emitir veredictos.
Si algún día, mi obstinación por decir lo que pienso mediante, me advirtieran de que soy trending topic, se me pondrían las gónadas de corbata. ¿Dónde se adquieren viales de ketamina? Qué terror. Menudo espanto, digerir haberme convertido en la miel sobre la que se posan las cejudas y picantes abejas de la red… No sería tan malo si existiera en el vulgo digital el valor de la sobriedad y la asepsia. Pero en el foco de la discoteca algorítmica, habita una sanguinolencia euforizante que ayuna el buen juicio. Una luz que, en pocas horas, te convierte en un pardillo fétido merecedor de todo el bullying que horroriza conocer en los colegios.
Las redes sociales pueden auparte con la misma facilidad con la que te regalan el silbido de la guillotina. Es una tierra prometida de rebajas. Allí donde los pelotones de fusilamiento están al incesante acecho de dejarle el pecho a los metepatas y tarados como un colador, sin necesidad de otra prueba que no sea su muy particular opinión. Así es como se derraman en la coctelera las catervas enrabietadas, los juzgones profesionales, los matarifes, los subjetivistas y los espantados. Los que se indignan, sorprenden, arrepienten y condenan. Una lista espesa de influencia que se hincha como un globo, empujando a su presa hasta los límites del barranco. Cuando no, directamente, a sangrar su fondo.
Volviendo al Errejonejo, huelga decir que quien ha predicado con ahincó la unilateralidad de lo correcto, despachando el embriagador sonido de la conciencia limpia y los actos puros, debe ser un ciudadano ejemplar (quien piense en Gerard Butler, entenderá la ironía). Ha de habitar el olimpo del actor de método. Sin conflictos entre persona y personaje. Por eso si dicen que el Principito de los Aliades se ha transformado en un Batracio Machoesférico, Roma arde. Claro.
No hay nada más vibrante en un relato que desvelar una traición. La de los grandes aliados feministas sucedió, en primeras partes, con el periodista Peio Riaño. Ahora le ha caído a Errejón. Y vista la pasión de muchos por proyectar sus miserias en el resto con dictado dogmático, esto tiene pinta de tener tantas secuelas como las películas de Marvel.
Saltando al clima opuesto, yendo del acusado al acusador, convertir a los delatores, inmediatamente, en seres mermados con pase directo al altar de las víctimas también puede ser peligroso. Transforma los dedos que señalan en pistolones, el arrepentimiento tardío en verificación de un delito y la justicia en un personaje secundario. De ahí a convertir el testimonio anónimo en una prueba de prestigio, sólo hay un paso: el de hacer de la ley un panfleto. Sin importar el signo.
El gesto de Elisa Mouliaá es valioso y responsable, sin importar el peso que se le otorgue a su confesión, por eso mismo. Se ha puesto de frente, rechazando el perfil y haciendo de las redes sociales un altavoz de los hechos, y no un dispensador de supuestos. Porque el anonimato sería un medio justo de denuncia en un país donde los intereses jamás resbalaran hacia lo espurio y la verdad fuese, como Dios, una y trina: objetiva, segura e indiscutible. Nada que ver con este zoológico donde quienes gobiernan no creen en ninguna verdad, salvo en la propia, y los gobernados pasan de cotidianidades flemáticas a malos humores vociferantes sin digerir la chispa de su mutación. Cuando la dialéctica popular es viperina u hostil, es cuando menos conviene rendirse a la confianza y más a los hechos probados.
A los Torquemada de las redes sociales, al menos por un tiempo, les vamos a ver las orejas más que al lobo en Merlín el Encantador. Quizás cuando todos empiecen a enfrentarse a sus vergüenzas desveladas (nadie está libre de pecado, hijos míos), los tribunales digitales empiecen a derrumbarse. Y se desgaste la tentación de chivata que esconde la mano, depositando la fe, de nuevo y afortunadamente, en el periodismo de investigación con nombres y pelos y señales y fuentes y antorchas si hicieran falta, al igual que en los mecanismos del Estado de Derecho. Lugares donde nada es verdad, hasta que se demuestra lo contrario.
No dudo que Iñigo Errejón tenga las bases de su armario bien untadas en carroña. Pero mi opinión no debería despistar un juicio justo, con sus pruebas fehacientes, sus hechos confirmados y la verdad, mal que bien, al desnudo. Sigan mi consejo y vigilen lo que validan. Si algo nos enseña la historia es a no dejar nunca de esperar que los acontecimientos, con sus giros y revelaciones, dejen de sorprendernos.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.