El poder de la ingeniería para transformar la medicina es inmenso, pero necesita apoyarse en el conocimiento biológico, entender qué está ocurriendo desde el síntoma hasta la molécula, y al mismo tiempo en un desarrollo tecnológico innovador. Esto es lo que ha sucedido con el uso de los ultrasonidos en neurociencia. Los ultrasonidos son ondas con frecuencias tan altas, tan agudas, que no son perceptibles por el oído humano. El mismo principio que utilizan los murciélagos, emitir ondas de ultrasonidos y escuchar el eco que producen al chocar con los objetos, es lo que permite que en una ecografía (también llamada ultrasonografía) podamos ver un feto en el vientre de su madre. A pesar de que los ultrasonidos son una técnica segura que llevamos utilizando décadas en el hospital como método de diagnóstico, no era viable aplicarlos para visualizar el cerebro porque los huesos del cráneo absorben y dispersan las ondas sonoras. Para conseguir traspasar esa barrera sin necesidad de cirugía es necesario un enfoque distinto y más novedoso: Los ultrasonidos focalizados.
La idea de que los ultrasonidos pudiesen servir no solo como herramienta de diagnóstico, sino también como terapia, llevaba cierto tiempo revoloteando en el mundo científico. En 1942, John Lynn y su equipo demostraron que, si los ultrasonidos se enfocaban en un punto concreto igual que los rayos de luz al atravesar una lupa, estos generaban calor destruyendo el tejido objetivo sin dañar el resto. Se utilizó en oncología para atacar tumores, pero para aplicarse en el cerebro era necesaria una craneotomía, es decir, hacer un pequeño orificio en el cráneo para exponer el tejido cerebral. Todavía no teníamos las herramientas necesarias para aplicarlo en enfermedades neurológicas de manera no invasiva.
Actualmente hay terapias con ultrasonidos focalizados de alta intensidad (HIFU) aprobadas por la FDA, la agencia de Estados Unidos que regula el uso de medicamentos y dispositivos médicos, para miomas uterinos (tumores benignos en el útero), problemas de próstata, tumor de hígado y de páncreas… pero de los 500.000 pacientes tratados con esta técnica solo un 3% fueron casos neurológicos. Esto se debe principalmente a dos motivos: (1) la dificultad ética y física de acceder al tejido cerebral y (2) la falta de conocimiento que todavía tenemos sobre la mayoría de las condiciones neurológicas.
El Parkinson, la primera enfermedad neurodegenerativa diana de los HIFU.
Hace más de 200 años que un médico inglés, James Parkinson, describió los síntomas de la enfermedad que hoy lleva su apellido. Desde entonces, investigadores de todo el mundo han ido desentrañando los mecanismos biológicos que desembocan en esta enfermedad y en otras con características similares, como los síndromes parkinsonianos. Gracias a este enorme esfuerzo, aunque todavía no contamos con una terapia capaz de parar o revertir la pérdida neuronal que se produce, tenemos estrategias farmacológicas para apaciguar los síntomas. Pero no siempre la medicación produce el efecto deseado, es más efectiva en unos pacientes que otros dependiendo de cuánto haya progresado la enfermedad y de las condiciones que nos hacen únicos a cada uno. Para cubrir esa necesidad clínica, en los últimos 20 años se han desarrollado tecnologías capaces de controlar los síntomas motores más característicos de este síndrome: los temblores.
Ahora sabemos que el Parkinson, la segunda enfermedad neurodegenerativa más frecuente en el mundo después del Alzheimer, se produce cuando una pequeña proteína, la alfa-sinucleína, que se encuentra comúnmente en el cerebro, se acumula de forma anómala en una zona profunda llamada substantia nigra. Estas proteínas anómalas forman ovillos dentro de las neuronas, entorpeciendo su función y produciéndoles un daño que acaba destruyéndolas. Las neuronas de la substantia nigra liberan un neurotransmisor muy importante para el control motor de los movimientos: la dopamina. Al morir estas neuronas, los circuitos encargados de producir movimientos controlados se desajustan, como si en una red de reparto estuviesen desapareciendo los paquetes y la información no llegase a su destino. Por eso uno de los principales fármacos para tratar el Parkinson, la levodopa, se basa en restaurar esa carencia de dopamina.
A medida que progresa la enfermedad, y teniendo en cuenta que cada persona es un mundo, no podemos contar solo con fármacos generalizados. Cada uno somos un ecosistema propio con variaciones genéticas, diferencias de estilo de vida y factores ambientales según el lugar donde vivimos. Recordemos que, por ejemplo, producimos vitamina D al exponernos de forma moderada a la luz del sol. Dicho de otra manera, a todos no nos sienta bien el mismo pantalón, ni nos queda igual de bien según pasan los años. Incluso podemos coserle el bajo, lo que sería ajustar la dosis del medicamento, pero seguirá sin estar hecho a medida.
Aquí entra en juego la tecnología, que pone rumbo hacia la medicina de precisión, enfocada en cada individuo, e hincha la vela para navegar a toda velocidad hacia nuevas terapias que hace tan solo unas décadas parecían ciencia ficción. Gracias a que conocemos detalles fundamentales de la enfermedad de Parkinson y que tenemos una diana clara (la substantia nigra) esta patología ha sido una de las primeras candidatas para aplicar terapias de estimulación y modulación cerebral.
De la estimulación cerebral profunda con electrodos a los ultrasonidos focalizados de alta intensidad.
Sabiendo que las neuronas se comunican mediante pequeñas señales eléctricas y mensajeros químicos (como la dopamina), surge la idea de estimular eléctricamente aquellas zonas que se están quedando aletargadas o funcionando de manera anómala. Hablamos de la Estimulación Cerebral Profunda, o DBS por sus siglas en inglés. El funcionamiento es similar al de un marcapasos, que manda pequeños pulsos eléctricos al corazón para que mantenga la frecuencia deseada. Solo que en esta ocasión los impulsos eléctricos provienen de electrodos acomodados en el cerebro, y para colocar un implante de este tipo no queda más remedio que ponerse el uniforme verde y entrar en el quirófano. La DBS es una técnica aprobada por la FDA con muchos años de experiencia en campo a sus espaldas. Sin embargo, si pudiésemos obtener los mismos resultados evitando los riesgos que implica cualquier cirugía, especialmente cuando hablamos del órgano más complejo de nuestro organismo, nos lanzaríamos de cabeza a la piscina.
Los ultrasonidos focalizados de alta intensidad, guiados por resonancia magnética para visualizar el cerebro en tiempo real (acortados cariñosamente como MRgFUS) han sido la combinación ganadora para poder utilizar los ultrasonidos sin cirugía ni anestesia, y han demostrado ser eficaces en el tratamiento de temblores de Párkinson, de temblor esencial, y en la ablación de tumores. Siguiendo los pasos de la DBS, también se ha probado en estudios clínicos su seguridad y eficacia para el tratamiento de la depresión resistente al tratamiento y el trastorno obsesivo-compulsivo. Más recientemente, se han iniciado estudios clínicos con pacientes de Alzheimer, epilepsia y ELA.
En paralelo, los ultrasonidos focalizados de baja intensidad (LIFU) son una potencial terapia de neuromodulación al inhibir o estimular la actividad neuronal de forma reversible en zonas muy concretas del cerebro. Los LIFU combinados con microburbujas de gas capaces de absorber energía acústica abren mecánicamente la barrera hematoencefálica, una barrera que separa el sistema circulatorio del sistema nervioso central, para suministrar fármacos en el cerebro que de otro modo no cabrían entre los pequeñísimos huecos de la barrera. Considerando todas estas aplicaciones y sus escasos efectos colaterales, los ultrasonidos focalizados se han posicionado una neurotecnología esperanzadora, brindando nuevas oportunidades a un mayor número de personas, incluyendo aquellas que no eran elegibles para una cirugía, proporcionándoles calidad de vida.
Habiendo llegado hasta aquí, es lógico preguntarse cómo de lejos estamos de una terapia que no solo trate los síntomas, sino también el origen de la enfermedad. Todavía tenemos que aprender sobre el origen de la enfermedad de Párkinson, cuáles son los disparadores y las condiciones ambientales, genéticas y de estilo de vida que propician su desarrollo. El problema es que en realidad hay muchos más engranajes en este mecanismo: Además de la pérdida neuronal debido a los ovillos, cuyo nombre oficial es cuerpos Lewy, también se degradan las mitocondrias que proveen de energía a las neuronas. Mientras tanto, otras células neuronales como la microglía recogen los restos de estas fibras aglomeradas y activan una respuesta inmune, una inflamación, que afecta a otras neuronas vecinas. Detener esta compleja cascada de sucesos requiere un abordaje multidisciplinar. Biólogos, químicos, físicos, médicos e ingenieros tratan de completar el puzle del Parkinson ficha a ficha, para entender su origen y así mejorar las técnicas actuales o desarrollar otras nuevas que en el futuro permitan detectar la enfermedad lo antes posible, ralentizar e incluso detener la neurodegeneración, revertirla con medicina regenerativa y, sobre todo, prevenirla antes de que suceda. En conclusión, para alcanzar ese futuro necesitamos más investigación básica de los mecanismos biológicos subyacentes y más desarrollo tecnológico pero, con cada avance científico, estamos una ficha más cerca de conseguirlo.
*Estefanía Estévez Priego es ingeniera y doctora en Neurociencia por la UB.