En el espacio nadie puede oír tus gritos ni puedes moverte de aquí para allá a toda castaña como nos hizo creer el Halcón Milenario. La culpa es del vacío, que lo complica todo. “Unos milímetros de aluminio y nada más, en millones de kilómetros no hay nada ahí fuera que no nos mate en segundos”, lamentaba un personaje de Interestelar (Christopher Nolan, 2014), consciente de que ni siquiera el diseño más inteligente habría sido capaz de prepararnos sobrevivir al hostil entorno espacial. Pero, como en la película, los humanos nunca hemos sido de conformarnos.
No somos pocos los que desde pequeños soñamos con viajar más allá de la frontera que nos impone nuestra atmósfera, por eso llevamos décadas ideando cacharros que nos permitan conquistar los dominios galácticos. Es el caso del ingeniero aeroespacial Daniel Pérez Grande. Sus socios y él también se presentaron a la convocatoria de la ESA para su nueva cantera de astronautas, pero no les cogieron. “Nos sorprendió mucho que ninguno pasáramos si quiera la primera fase. Suponemos que fue por ser emprendedores. Creo que, si has montado algo muy tuyo, igual te cuesta más abandonarlo”, recuerda.
Eso ‘tan suyo’ es su start-up de movilidad espacial, Ienai Space, que el pasado octubre puso en órbita el primer propulsor eléctrico para satélites made in Spain. La misión no fue del todo como esperaban, “hubo varios problemas, es lo que tienen los vueltos de alto riesgo”, admite. Aun así, lo considera un éxito: “Lo importante es el conocimiento generado en el proceso”. Y es que aquel viaje fue lo que en el mundillo de los emprendedores se conoce como prueba de concepto. Pero, en lugar de probar la típica versión beta de una app, el prototipo era una sofisticada máquina de alta tecnología basada en investigaciones de distintos campos cuyos orígenes se remontan a la década de 1970.
Gracias a su participación en el programa de emprendimiento Celera de la Fundación Rafael del Pino y a su trabajo previo en análisis de mercados futuros para Rolls-Royce Holdings (la de los motores, no la marca de coches), Pérez Grande veía que había un nicho que casi no estaba atendido y que su idea podía cubrirlo: “Sabíamos que los satélites pequeños iban a tener cada vez más protagonismo, pero las principales compañías españolas seguían enfocadas en los grandes, no estaban viendo hacia dónde iba el mercado”.
Tenía razón. En 2019, el mismo año en el que cofundó la empresa con sus socios, Sara Correyero y Mick Wijnen, SpaceX de Elon Musk llevó a la órbita sus primeras 120 unidades de sus diminutos Starlink, y unos meses después la revista MIT Technology Review incluyó las megaconstelaciones de pequeños satélites entre sus 10 Tecnologías Emergentes de 2020. “Todo el mundo estaba flipando con el espacio”, recuerda. Cuatro años después, la tendencia incluso ha empezado a calar en España: a finales de enero el Ministerio de Ciencia e Innovación publicó una licitación de 45 millones de euros para crear nuestro propio lanzador de pequeños satélites.
En este contexto, el sistema de propulsión eléctrica de Ienai Space, más eficiente que los modelos químicos tradicionales, puede ser justo lo que necesita una industria en la que “las cosas se miden al peso”, afirma. Su enfoque permite reducir a la mitad la masa del satélite para la misma cantidad de propelente [la versión del combustible en los viajes espaciales] o llevar el doble. Eso sí, a cambio, el satélite se vuelve mucho más lento, por lo que tarda mucho más en llegar a su destino. “Es como pasar de un Ferrari a un Twingo”, dice entre risas. O sea, todo lo contrario de lo que nos vendió Star Wars.
NADA QUE VER CON CONSTRUIR ‘APPS’
Ienai Space podría ser lo que se conoce como empresa deep tech, entre cuyas características destacan el desarrollo de hardware, la necesidad de grandes cantidades de financiación, el alto riesgo, el trabajo en la ciencia de frontera y el impacto positivo. Pero, aunque parece que cumple todos los parámetros, Pérez Grande prefiere referirse a ella como empresa hard tech. A diferencia, por ejemplo, de las tecnologías profundas más famosas, como los ordenadores cuánticos y las vacunas de ARN mensajero, con capacidad de “generar nuevas industrias”, el CEO cuenta: “No estamos desarrollando la tecnología más innovadora nunca vista, lo que queremos es empujarla muy rápido desde la fase académica a la comercial”.
Y parece que lo están consiguiendo. Fundada en 2019, la compañía planea empezar a vender sus propulsores espaciales este mismo año, ya tiene dos contratos con la ESA y, por el camino, ha ganado todos los concursos y convocatorias a los que se ha presentado. La aceleración de Airbus BizLab, la Estrategia RIS3 de la Comunidad de Madrid, el programa de incubación de la ESA… “nunca hemos perdido nada”, dice orgulloso. Sin embargo, como gran parte de las historias de emprendimiento, especialmente las más arriesgadas, reconoce que los comienzos no fueron fáciles.
Además de meses trabajando gratis y noches en vela por miedo a quedarse sin fondos, quizá la mayor decepción llegó en 2017 con su primer gran hito: cuando ganaron un desafío internacional para diseñar una especie de Google Maps capaz de guiar a una constelación de satélites desde la Tierra hasta la Luna. Pérez Grande recuerda: “Quedamos por delante de equipos de los centros de tecnología más importantes del mundo, el MIT, el Instituto Tecnológico de Georgia… sin embargo, aquí no tuvimos mucha repercusión”.
Ese mismo año Wallapop se convertía en el primer unicornio de origen español (a través de LetGo) y Cabify se alzaba como la segunda start-up mejor financiada del país con 91 millones de euros acumulados. Así que, aunque inversores y medios seguíamos prestando más atención a los típicos emprendimientos que solo innovan en el modelo de negocio sin construir nada nuevo y casi no generan empleo de calidad, el equipo no se desanimó y convirtió aquel triunfo en la semilla de la que brotaría su empresa.
La idea pintaba bien, pero para llevarla del papel a la fase comercial, primero tenían que construirla, y ya sabemos que los inversores no suelen interesarse mucho por nada que haya que fabricar. Pérez Grande recuerda: “Algunos fondos tenían dudas porque decían que necesitábamos mucha inversión, que éramos capital intensive, pero más intensivo en capital es una empresa de software que levanta 200 millones de euros y se gasta 100 de ellos en márketing, ¿no? Equipar la sala limpia en la que trabajamos nos costó solo 150.000 euros”.
La cantidad es tan baja que sorprende, sobre todo si se tiene en cuenta que las inversiones totales para start-ups españolas en 2021 superaron los 4.000 millones de euros y que el ticket medio de las operaciones fue de 10,5 millones de euros, según el Informe anual de tendencias de inversión en España 2021 de la Fundación Bankinter. Al lado, los fondos recibidos por Ienai Space parecen calderilla. Y, aun así, se vieron obligados a combinar los esfuerzos en su start-up con los “sueldos precarios para hacer las tesis”, en el caso de Correyero y Wijnen, y un trabajo “de guía turístico”, en el caso de Pérez Grande.
POSTDOC EN NEGOCIO
Lamentablemente, más que la excepción, su situación es casi la norma entre los emprendedores de base tecnológica. Algo similar sufrió el CEO y fundador de la start-up biotecnológica Bioo, Pablo Vidarte, quien tuvo que depender de voluntarios durante un año para crear su primer prototipo, tal y como nos contó en el encuentro Año Cero, organizado por Retina. En su caso, Pérez se planteó emprender tras terminar la tesis y no encontrar una salida laboral: “En un famoso listado de razones para convertirse en emprendedor, una es que no te queda otra opción, y yo me sentía así. No tenía plaza en la universidad y ninguna empresa española estaba trabajando en el tipo de tecnologías que teníamos en la cabeza”.
Para evitar estos escollos y consciente de la falta de incentivos que el sistema de investigación español ofrece a los científicos para que conviertan sus descubrimientos en avances de mercado, propone la creación de una especie de “beca postdoctoral de emprendimiento”. Y detalla: “Se intentaría montar un negocio durante un año y, si no tira, pues se vuelve a la Academia. De lo contrario, lo que tienes es un montón de gente inteligente que se ha esforzado mucho por conseguir una plaza y que no tiene incentivos para salir a algo que es incluso más incierto que el ámbito académico”.
Este enfoque es justo el contrario del que suele darse aquí y que consiste en limitar el papel de los científicos a meros asesores. “Lo mejor que le puede pasar a una tecnología y a una patente es que sea su creador quien la lleve al mercado, porque le sale de las entrañas, es su bebé y va a dejarse la piel por él, porque una start-up es 50% de motivación. ¿Quién no querría maximizar las posibilidades de que su investigación dé lugar a un producto comercial?”, se pregunta el ingeniero.
Involucrar a los científicos fundadores desde el principio, aunque no ejerzan de CEO, es el esquema que suele seguirse en Silicon Valley. Pero la realidad es “hay más ejemplos de que nuestro modelo no funciona que ejemplos de que el modelo de EEUU sí funciona”, critica Pérez Grande, y añade: “Hay que cambiar el tema cultural y dejar de ver la empresa como el lado oscuro, porque es la única vía para llevar la ciencia a la sociedad. Es mucho más sencillo que un investigador se saque un MBA que un empresario aprenda ciencia”.
Fueron sus conocimientos los que le ayudaron a darse cuenta de que en Europa solo había una empresa dedicada a los propulsores eléctricos para pequeños satélites y que estos iban a ser cada vez más populares. Su principal competidor es la austriaca Enpulsion y, aunque el enfoque de propulsión es el mismo, el modelo de negocio es totalmente diferente. Mientras que los de Austria solo producen un tipo de propulsor, los españoles también han desarrollado un software que les permite personalizar el aparato a las necesidades concretas de cada misión.
“Ellos no habrían podido enviar su propulsor en el lanzamiento de prueba de octubre porque no encajaba”, cuenta Pérez Grande. Por eso, cuando surgió la oportunidad de enviar su prototipo en el cohete de Firefly, tuvieron que pasarse “cuatro meses adaptándolo porque el satélite que iba a propulsar era muy pequeño”, recuerda. Problemas aparte, considera que la misión fue un éxito, ya que “era una prueba de concepto de la tecnología en sí misma, pero también del propio modelo de negocio”.
Con esos deberes ya hechos y dos contratos cerrados con la ESA, su plan para los próximos cinco años consiste en “consolidarse como líderes de mercado para satélites entre un kilo y 300 kilos y poder estar involucrados en control del tráfico espacial”. El conocimiento y las ganas ya las tienen, y el terreno parece estar por fin abonado. Si lo logran, conseguirán que la humanidad esté un paso más cerca de uno de sus eternos sueños: dominar el vacío para conquistar los confines del espacio.
Sobre la firma
Periodista tecnológica con base en ciencias. Coordinadora editorial de 'Retina'. Más de 12 años de experiencia en medios nacionales e internacionales como la edición en español de 'MIT Technology Review', 'Público', 'Muy Interesante' y 'El Español'.