28 de enero de 2025. Semifinales del Benidorm Fest. Paula Vázquez y Ruth Lorenzo dan paso a la actuación más esperada de la noche. Dos letreros con luces probablemente extraídas del Canguro Loco de la feria de Torrelodones inundan el escenario, cada uno de ellos con una palabra cuyo significado explícito se intuye innecesario pero cuyo simbolismo hace que las pupilas de 1.2 millones de personas brillen como no lo habían hecho en 25 años. Sonia y Selena han vuelto.
En la mente de miles de Millennials y algún Gen Z trasnochado un pensamiento común batalla con un sentimiento común: “sabemos que no debéis ganar, porque no lo merecéis, pero ojalá lo hagáis, porque lo merecéis”. Y es en esta contradicción donde emerge el gran síntoma social de nuestro tiempo: la nostalgia.
Si retrocedemos en el tiempo hasta aquel año 2000 en el que “Yo Quiero Bailar” triunfa como canción del verano, recordaremos una frase que bien puede resumir la pulsión social sobre ciertos artefactos culturales del momento: “es que ya cualquiera puede hacer música”. Algo que a cualquier demócrata podría parecerle una buena noticia, se convirtió en una preocupación que mezclaba altas dosis de biologicismo con ligeras dosis de meritocracia. Para el arte o tienes talento innato o dedicas un gran esfuerzo.
Con la mirada del tiempo, me temo que la conclusión ha sido menos romántica: tecnologías como el MIDI (el estándar tecnológico que permite que toda la música electrónica que escuchas sea posible), la fotografía digital o las redes sociales democratizaron el acceso a los medios de producción y distribución musical. De hecho, que cualquier persona pueda hacer música es algo que ocurre desde el inicio de los tiempos. La diferencia esencial es que ahora puede convertirla en un producto que compita dentro de un sistema de mercado.
La generación milenial creció viendo cómo, debido a este cambio en las reglas del juego, cualquier persona podía triunfar (o al menos ganar dinero), incluso sin el beneplácito moral de la sociedad que habitaba. Y es que buena parte de esos 1.2 millones de personas que hace unos días aplaudimos a Sonia y Selena desde casa, y que ahora acudimos en masa a festivales como el Brava o el Twenties para ver a Chenoa, David Civera o Melody, crecimos disfrutando de todos esos artefactos culturales con cierta discreción. Si eras hombre y escuchabas a La Oreja de Van Gogh, One Direction o High School Musical, además de hombre eras maricón, y eso no sentaba tan bien. La tecnología aupó al escenario a ídolas cuyos fans teníamos prohibido disfrutar.
Sin embargo, entre determinados sectores millennial y Gen Z emerge un tipo de nostalgia que la filósofa Svetlana Boym, en su The Future of Nostalgia (2001), calificó como “nostalgia reflexiva». Frente a la “nostalgia restaurativa”, que busca reconstruir el pasado tal y como se recuerda desde la mirada hegemónica, la reflexiva busca aprender de él, aceptando la distancia entre lo que fue y lo que es como un ejercicio de memoria crítica. Frente al Make America Great Again de Trump que busca corregir los errores del pasado reciente para restaurar el status quo del pasado anterior, la nostalgia reflexiva es una palanca de cambio que busca no solo plantear futuros alternativos, sino aceptar y aprender de las memorias diversas que construyen nuestros pasados.
Según Boym, esta nostalgia restaurativa está más preocupada de los detalles que de los símbolos y es causa no solo del auge de lo que Eric Hobsbawm llamó tradiciones inventadas (invenciones modernas que buscan legitimidad recuperando símbolos del pasado), sino también de teorías de conspiración que cuestionan el presente. La aparición de un señor ataviado con referencias chamánicas y la cara pintada con la bandera estadounidense como uno de los líderes del asalto al Capitolio de Estados Unidos en 2021 podría ser una portada perfecta para una reedición del libro de Boym 20 años después de su publicación. Quizás por algo le apodaron “El Chamán de QAnon” (QAnon es una de las principales teorías de la conspiración que aseguran que Hillary Clinton, Barack Obama y George Soros preparan un Golpe de Estado y lideran una red de pedofilia). No obstante, creer que la nostalgia restaurativa es exclusividad de la extrema derecha es claro indicativo de no haber salido por Malasaña en los últimos 3 años. Los señores con barba larga y tatuajes inspirados en religiones naturalistas, por mucho que nos pese, es una tendencia transversal.
La nostalgia restaurativa que niega los claroscuros del pasado para construir un futuro que sueña con recuperarlo solo se puede transformar en nostalgia reflexiva cuando se mira con honestidad y empatía radicales. O no todo estuvo tan bien, o estuvo tan bien solo para algunos. Walter Benjamin, en su Ángel de la Historia, utilizaba como referencia el Angelus Novus de Paul Klee: una criatura que mira las ruinas del pasado, pero que impulsada por el viento del progreso camina hacia el futuro. La nostalgia reflexiva no es retroactiva, es prospectiva. Y llegados a este punto, sí, lo voy a hacer: voy a comparar a Paul Klee con Sonia y Selena.
Situar en prime time a 2 mujeres de aproximadamente cincuenta años a cantar “Bailemos como antes cuando éramos las reinas / Que todos nos miren, nos miren bailar / Que no termine la fiesta / Que esto acaba de empezar” es un golpe en la mesa que nos recuerda que tenemos muchas conversaciones pendientes: los cánones de exigencia imposibles para las mujeres, la cruel intersección entre edadismo y machismo a la que sometemos a cualquier mujer cantante, la violencia simbólica y no tan simbólica del colectivo LGBTIQ+ en espacios culturales, la crueldad de una industria de la música que dejó un reguero de productos de usar y tirar. 3 minutos de Sonia y Selena en pantalla bastan para demostrarnos que nuestras contradicciones no son hacia ellas, sino hacia nosotros mismos.
Pero por suerte, el dúo de Castellón no está solo en esta aventura cultural. Un sector de artistas de la Generación Z está regalando días de vida a los 2000. Saiko lanzando su carrera a lomos de Melendi en SUPERNOVA, Vicco versionando Pop de La Oreja de Van Gogh a base de synthpop, K!ngdom con Zenttric, Lola Indigo y Omar Montes con Las Chuches, Aitana con Saturday Night, reencuentros de Los Serrano, Aída y Física o Química. De hecho, el propio Benidorm Fest se ha convertido en una competición de resignificaciones con DeTeresa apropiándose de toda la simbología patria en tiempo récord y Melody alcanzando cotas nunca antes vistas de barroquismo que si logras descifrar te gritan a la cara “vais a aprender lo que pasa cuando instrumentalizáis a una niña de 10 años”.
Los 2000 han vuelto con toneladas de electrolatino y pantalones incomprensiblemente anchos, y pese a la tentación de añorar un tiempo pasado que supuestamente siempre fue mejor, en el que la juventud tenía acceso a la vivienda, el plástico era infinito y las canciones necesitaban estribillos plagados de onomatopeyas porque no había distopía contra la que cantar (Aserejé), esta nostalgia reflexiva nace -supongo que aún involuntariamente- de la necesidad de celebrar algo que nos hizo mejores.
En los 2000 la sociedad española aupó al escenario la diversidad a base de políticas públicas que beneficiaron a millones de mujeres, personas migrantes, personas con discapacidad y personas del colectivo LGTBIQ+ y, como con el “pop para chicas y maricones”, dimos por hecho que no habría retroceso. De repente todo el mundo podía hacer música, y qué divertido fue, pero cuánto molestó.
Benjamin aseguraba que la memoria no es neutral: es un campo de batalla donde se decide qué recordar y qué olvidar. Sin embargo, cuidar la memoria no es preservarla o exprimir hasta su último centavo de rentabilidad a base de lo que Fredric Jameson definiría como “pastiche posmoderno”. Cuidar la memoria es querer tanto un recuerdo que, con lo bueno y lo malo, lo transformas para que no solo su forma, sino también sus repercusiones, perduren en un presente y en múltiples futuros. Los 2000 han vuelto y, si cuidamos todo lo bueno y nos exigimos para transformar todo lo malo, quizás consigamos, como lo hicimos con Sonia y Selena, volver a pensar: “chicas, no fue perfecto, pero tenemos que ganar, porque nos lo merecemos”.
*Kike Labián es Director de la compañía de artes e innovación social Kubbo, Acumen Fellow 2022 y Tutor en el Programa de Innovación de la «Escuela Superior de Música Reina Sofía».