En mi habitación hay una imagen de David Bowie. Es del álbum Aladdin Sane (1973) y fue tomada por su inmortalizador personal, Brian Duffy. La estampa constituye mucho más que una simple fotografía. La cara del rayo cabalgada por ese corte de pelo mullet-glam rojizo encarna la ambición del Duque Blanco por elevar la música a un territorio ajeno a lo meramente auditivo. Bowie quería ser una corriente en sí mismo. Un meteorito de originalidad que se acostara en el regazo de todas las artes. Y, para lograrlo, necesitó esfuerzo. Pero, sobre todo, tiempo…
Es la moneda de cambio primigenia; el tiempo. Se vende el tiempo de cada uno para lograr más tiempo haciendo lo que cada uno quiere. El tiempo se consume y se dilata. El placer nos lo roba y la pena nos lo impone. Lo curioso es que, viviendo en la era más longeva de la humanidad, aquella en la que se prevé que las generaciones jóvenes alcancen la centena con la facilidad con que las caderas se quiebran a esas edades, la existencia se acelera. Tenemos la mejor de las excusas para tomarnos la vida con calma chicha y resbalamos aventados de un sitio a otro. Casi como pollo sin cabeza, pero desde una drogadicción virtual que nos tiene catatónicos.
No querría aquí pecar de idealista (aunque tener un póster del Aladdin Sane en la habitación de fe de lo contrario), pero considero que el arte es un síntoma vistoso, aventajado y claro de las patologías que infectan el presente. En este caso, en la música. En el tiempo de la música se reconoce el síntoma de una enfermedad. Es una infección que aviva, como una fiebre, nuestra falta de concentración e inestabilidad. Como dice Amelie Nothomb en su Cosmética del enemigo, “el oído es la entrada más desprotegida, eso explica su derrota”.
Antes de ponerme a soltar las clásicas pestes tiñosas de las redes y la sobredosis de opciones, me gustaría regresar sobre la paradoja antes descrita. Al igual que acunamos una ansiedad desmedida entronizada en la aceleración de los tiempos modernos, hoy, con el streaming, experimentamos una mutilación de la longitud, aunque el formato lo resista todo. ¡Y sin mayor gasto!
Antaño, cuando tener al lado un boli BIC y un casete era un tándem lógico para cualquiera, el margen de almacenamiento era limitado, lo que obligaba a la industria a meter tijera. Nadie se quejaba porque Still Loving You, de Scorpions, durara cinco minutos, o porque Station to Station, de Bowie, durara más de diez. Al contrario, la audiencia se rebelaba contra los tajos y reducciones de las versiones originales. Con la diseminación de Internet, se libró al mundo de estas limitaciones físicas. No había límites de cinta, ni de surcos en un vinilo. Pero, como vengo diciendo, llegaron otras limitaciones que encadenaron al mundo.
Hará diez años, Microsoft publicó un estudio en el que dictaminaba un cambio sustancial en el intervalo de tiempo para determinar si un ser humano sentía atracción por algo. Mientras en los años 90 ese intervalo era de 12 segundos, en 2015 era de ocho segundos. En 2023, con el petardazo de TikTok y los reels de Instagram, ese intervalo llega justo a los cinco segundos. ¡Cinco segundos! ¿Se dan cuenta de lo precoz que ha de ser la eyaculación musical para preñar de deseo a una persona?
Esa es, sin duda, la razón de que las canciones hayan reducido su duración en más de un minuto de promedio a lo largo de los últimos 20 años (según datos de Spotify y la revista Billboard). Y, para sorpresa de muchos, no creo que se pueda culpar de todo a la industria musical. Hay que entender que la música, como el boxeo, es un negocio. Claro, no es un negocio como montar cigüeñales o producir muelles, se entrona en un valor menos práctico, revistiéndolo de aura más… mágica. Pero es, se quiera o no, un negocio como el Santuario de Lourdes (y no es baladí que haga mención el llamado negocio de lo divino).
En consecuencia, la industria se adapta al consumidor porque hay estómagos que alimentar, y carrazos que mantener. Así, cuando el público empieza a caer en un síndrome coprófago, la producción se centra en darle lo que desea. Si es mierda lo que demanda, pues se le sirve un goloso banquete de zurullos. Como ya hiciera Pasolini en Saló o los 120 días de Sodoma.
Podríamos entrar a discutir si la industria musical debería hacérselo mirar. Pedir cita en rehabilitación para tratarse esta sumisión conformista tan poco agraciada. Pero ese debate tiene demasiadas canas. Creo que la actualidad nos exige mirar antes la demanda que la oferta. Hacer una profunda revisión de cómo hemos llegado a maltratar tanto nuestro paladar, hasta el punto de convertirlo en un caprichoso zampabollos que suda la gota gorda frente a cualquier esfuerzo. Y no digo que la música deba tragarse como un cucharón de espinacas rancias. Tan sólo reconozco en ella el motor de una curiosidad que clama por un poquito, un pellizco, de suspicacia y educación para disfrutarse como Dios manda.
Nadie nace sabiendo y, volviendo al principio, se necesita tiempo para aprender algo. La desconexión, no obstante, en la que chapoteamos dificulta poner en práctica la llamada “escucha activa”, esa que te permite hacer un alto en el camino. Concentrarte en lo que suena. Degustar, como un enólogo, los taninos y retrogustos de lo que oyes. El placer instantáneo se ha impuesto, y es igual de práctico e inmundo que ese tipo de café. Una arista mental que encuentra beneficio en quien la explota, tanto para alimentarla, como para vender patéticas fórmulas (coaching y demás sandeces de pitonisa diplomada) que prometen una superación estéril.
El nuevo modelo de consumo nos ha convertido en mosquitos diabéticos babeando por algo pegajoso donde hincar la probóscide. Si no sabe a miel recién untado el pico; a otra cosa mariposa. Total, ¡cambiar es gratis! Por eso la producción musical se fuerza a resolverse adictiva desde el primer chute. Si hiciéramos un paralelismo con las drogas, habríamos abandonado el relajado placer lisérgico de un viaje de hongos psilocibios, ese que requiere de un ritual y la paciencia necesaria para entrar a jugar en su más allá, por un consumo desaforado de narcóticos de efecto inmediato. Digamos que Stairway to heaven, de Led Zeppelin, con una introducción de un minuto con tempo al ralentí se abandonaría en lo más bajo de la pila de ofertas, mientras el Quédate, de Quevedo y BZRP, con un estribillo que descorcha antes de los 45 segundos, se impondría (y, efectivamente, así sucedió) como líder de escuchas.
Bien, ya sé que he dicho que la industria no es totalmente culpable de este microenema que nos acelera la satisfacción, sin embargo, sus gerifaltes no han desestimado acelerar la manivela a buen ritmo. Si tenemos en cuenta que en Spotify se premia al artista por cada 30 segundos de escucha, ¿quién quiere hacer una canción de cinco minutos, pudiendo hacer dos de 2,5? La monetización será mayor. Eso, contando con que hacen falta una media de 250 escuchas en la plataforma para monetizar, al menos, un dólar. La competición no es por la calidad, sino por la atención. Aunque, bien visto, eso no es diferente a épocas pasadas (“atención” es, en la época streaming, la evolución de la palabra “ventas”).
Ahora, lejos de la obvia tristeza que supone perder material musical de altura por su falta de adaptación, queda también hablar de la sumisión algorítmica y la incultura que nace de ella. Si las fuentes de información musicales vienen restringidas a las propuestas algorítmicas, estas estarán claramente dominadas por los intereses recién presentados, lo que limita mucho la pluralidad del consumidor. Aun existiendo medios especializados y un sinfín de opciones para expandir el horizonte de conocimiento, la perezosa abulia a la que nos empuja el algoritmo machaca sin cuartel nuestra autonomía. Y hay algo muy deprimente en ser esclavos felices de un modelo de consumo que, sin duda, viene estudiado por aquellos que se benefician de él.
Por supuesto, hay artistas que se pelean contra la eyaculación precoz musical. Hitos de las tablas que se pueden permitir hacer un poco lo que les brote. A nivel internacional, la muy citada Taylor Swift, que logró colar en el palmarés de las listas de escuchas una versión extendida, de más de 10 minutos, de su tema: All Too Well. Y, a nivel nacional, tenemos el siempre esperanzador ejemplo de Robe Iniesta.
El antiguo cantante de Extremoduro publicó en diciembre del año pasado su álbum Se nos lleva el aire, del que su canción más escuchada es Nada que perder, con 6:10 minutos de duración; y otra la magnífica, El poder del arte, con 9:09 minutos. Todo un rapapolvo, encima, con resultados exitosos. Por cierto, este último tema entraría en la categoría de rara avis, no sólo por su longitud, sino también por una introducción que alcanza el minuto de duración, haciéndole un corte de mangas a la chiclosa naturaleza exigida en el modelo musical del que hablamos.
Va a ser complicado bajar del burro a la nueva generación TikTok. Un futuro, cuando no ya un presente, poblacional que besa las botas de lo instantáneo, pierde capacidad de concentración y necesita de cambios interrumpidos para saciarse. Quizás haciéndola consciente del problema se preste a darle un giro de guion. Y, si no, siempre queda oír cantar Robe. Dulcificando su sincero carraspeo sobre violines, mientras confiesa:
“Hay, hay algo en esta canción
Que me enerva
Y es que deja en la boca un sabor
Como a mierda
Pues canta otra cancioncita enjuagadora
Y que tenga propiedades demoledoras
Que me derrumbe el alma
Que me derrumbe entero
Que me reviente el alma
Y que me reviente dentro”.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.